Escribo estas líneas desde el más profundo respeto a la institución del Papado y desde mi mayor consideración al depositario en este momento de esas llaves del Reino de los Cielos que Jesús entregó a Pedro y a sus sucesores.
Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra, será atado en los cielos; y lo que desates en la tierra, será desatado en los cielos. (Mt. 16,19) Las llaves del Reino de los Cielos entrega Jesús a Pedro, no las del reino de la tierra.
También lo hago respondiendo a esa invitación al diálogo que Fratelli tutti expresa con tanta claridad: “Si bien la escribí desde mis convicciones cristianas – nos confía el Papa, su autor – que me alientan y me nutren, he procurado hacerlo de tal manera que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad” (6)
Y, por último, lo hago también en la esperanza de que mi reflexión sea acogida como un aporte más a esta encíclica: También acogí aquí, con mi propio lenguaje, numerosas cartas y documentos con reflexiones que recibí de tantas personas y grupos de todo el mundo. (5)
Pido a Su Santidad que, aunque tarde, acoja también la mía.
Reconozco que Fratelli tutti contiene frases e ideas muy inspiradoras. Una de ellas es la que recoge el punto 13 de la encíclica, de la cual parte mi reflexión:
“Si una persona les hace una propuesta y les dice que ignoren la historia, que no recojan la experiencia de los mayores, que desprecien todo lo pasado y que sólo miren el futuro que ella les ofrece, ¿no es una forma fácil de atraparlos con su propuesta para que solamente hagan lo que ella les dice? Esa persona los necesita vacíos, desarraigados, desconfiados de todo, para que sólo confíen en sus promesas y se sometan a sus planes”. (13)
Inspirada por esta idea y siguiendo el consejo del Papa, entro en las páginas de esta encíclica “llena”, llena de fe, como no podría ser de otra manera, y lejos de esa vacuidad de la que Su Santidad nos invita a apartarnos, de ese vacío que nos convierte en personajes sin peso, como los que describe el libro de Daniel: «…has sido pesado en la balanza y encontrado falto de peso» (Daniel 5,27)
No puedo leer la propuesta de Fratelli tutti desde la vacuidad, desde la ignorancia de todo lo que la Iglesia ha sostenido y enseñado hasta ahora. Al contrario, debo entrar en las páginas de Fratelli tutti “llena”, arraigada y confiada en esos contenidos de doctrina y de fe que me hacen libre, que me libran de ser atrapada en algunas de esas propuestas o reflexiones que, aunque acogidas por el Papa, distan mucho de nuestra Tradición y nuestra fe; que me libran de ser enredada en algunas de esas propuestas o reflexiones que, por excesivamente naturales, se alejan de la puerta del Reino de los Cielos.
Entiendo que el Papa, en esta ocasión, escribe para todos. Pero cada uno de nosotros debe leerlo “lleno” de lo que es. Y yo, particularmente, desde mi ser de católica, apostólica y romana.
Y es por eso que, nada más entrar en la encíclica como católica, apostólica y romana, hay puntos de la misma que me provocan cierta desconfianza o inquietud.
Recordamos que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos. (32)
Me resulta una frase confusa. No me abre las puertas del Reino de los Cielos. Quizás sí las del reino de la tierra, pero no es ese el que busco en las enseñanzas del Papa.
Jesús nos enseñó que ni nos salvamos solos ni nos salvamos juntos. Que ni siquiera está en nuestro poder el salvarnos. Que solo Él nos salva. Que la salvación viene de Dios y, en Jesucristo, se extiende a todos los hombres. Creyentes o no creyentes, nos salvamos a través de Jesucristo.
Entonces, ¿quién podrá salvarse? Pero Jesús, mirándolos, les dijo: Para los hombres eso es imposible, pero para Dios todo es posible. (Mt. 26)
Para el hombre es imposible salvarse, solo o acompañado, pero para Dios todo es posible. Una fraternidad horizontal nunca nos salvará, solo nos salvará la fraternidad vertical, la que surge de ser hijos de Dios y redimidos por Jesucristo.
A no ser que hablemos de otro tipo de salvación:
Fuimos capaces de reconocer cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes que, sin lugar a dudas, escribieron los acontecimientos decisivos de nuestra historia compartida: médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, empleados de los supermercados, personal de limpieza, cuidadores, transportistas, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas… comprendieron que nadie se salva solo(51)
Si. Quizás no hablamos de la misma salvación. Pero entonces… ¿De qué salvación estamos hablando? ¿Del virus? ¿De la salud del cuerpo? ¿De la enfermedad? ¿De qué salvación esperamos que nos hable Su Santidad? Para hablarnos de como salvarnos de una pandemia no necesitamos un Papa, de esa salvación nos habla constantemente demasiada gente. Necesitamos un Papa que se haga eco de esas palabras de vida eterna que solo hay en Jesucristo. Porque si no, y parafraseando a Pedro: ¿a quién iremos?
Jesucristo no habló de salvaciones temporales, no habló de salvarnos ni solos ni juntos de la lepra, no habló de salvarnos ni solos ni juntos de la invasión de los romanos. Habló de lo que era imposible para el hombre, solo o acompañado: salvarse. Habló de lo que era únicamente posible para Dios: salvarnos.
Una inquietud semejante me asaltó también al leer los puntos 47 y 50.
(Si no pego los párrafos completos no es por sacar estos puntos de su contexto con el fin de llevarlos a mi terreno, no. Es porque el contexto es una continuidad de lo que la frase suelta expresa. Lamentablemente. Lamentablemente en toda la encíclica el problema es el contexto)
Estos son:
Podemos buscar juntos la verdad en el diálogo, en la conversación reposada o en la discusión apasionada… (50)
La verdadera sabiduría supone el encuentro con la realidad… (47)
Siempre entendí, en base a la lectura de las Escrituras y a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, que la verdadera sabiduría supone el encuentro con la Realidad, pero con la realidad con mayúscula, el encuentro con Dios. Sin encuentro con Dios no hay verdadera sabiduría. Como ocurre con la salvación, a la verdad nunca llegaremos los hombres por nosotros mismos, ni juntos, ni acompañados, ni dialogando, ni conversando, ni discutiendo.
Ni siquiera en diálogo abierto con Su Santidad, como ocurre en esta encíclica, podríamos encontrar la verdad sin contar con la revelación divina, sin esa revelación que el Dios verdadero hace a su Pueblo para que, desde él, se extienda hasta los confines del orbe.
La Sabiduría se encuentra en Dios. Se comparte con el otro, si la conoce. Se enseña al otro, si la desconoce. Así hizo San Francisco de Asís con el Sultán de Egipto, San Francisco Javier en el oriente del mundo y tantos otros santos y misioneros que dieron su vida por transmitir la verdad del evangelio, la sabiduría divina, hasta donde les llevó su fe.
Cuando yo asisto cada semana a mi grupo de oración no pretendo encontrar la verdad a través del diálogo con los demás participantes, con mis hermanos en la fe. La verdad que nos abre las puertas del Reino de los Cielos no es esa verdad de “ven conmigo a buscarla” de los versos de Antonio Machado. Es la Verdad de Dios, la que la Iglesia, depositaria de la misma, nos enseña desde siempre. Si la buscáramos entre todos, más que la Verdad que viene de Dios, lo que encontraríamos sería una suma de subjetividades que no nos llevaría más que a confundirnos.
Como ser humano agradezco profundamente esta oportunidad de diálogo que Su Santidad nos ofrece a todas las personas de buena voluntad. Pero a su vez, y desde mi condición de discípula de Cristo, de samaritana con sed de agua viva, le pediría más palabras de vida eterna. Más de salvación eterna. Más de Dios. Más de Iglesia. Más de Cielo que de tierra. Más de adorar al Dios verdadero en espíritu y verdad, y menos de considerar a otros dioses que en nada nos unen como hermanos tal como nos une Cristo.
A esa samaritana Jesús le dice: “Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad”. (Jn. “21-24)
Todos los hombres estamos ávidos de Dios, de Verdad, de Absoluto. De esos valores eternos que llenan el alma y nos permiten ir “llenos” por la vida, con el peso suficiente para que no nos lleve el viento, para que la caña de nuestra vida no se quiebre. La humanidad está ávida de palabras de vida eterna.
Pero… ¿quién se atreve a pronunciarlas? Hay miles de filósofos, economistas, médicos, políticos… que nos hablan de fraternidad con minúscula, de solidaridad, de ecología… que nos hablan de economía, de leyes, de uniones civiles, de patria, de países, de naciones, de pandemias…que nos hablan con palabras de vida temporal. Que en ocasiones no nos transmiten más que inquietudes.
Son miles las personas que nos hablan… Pero de todas esas personas solo una está llamada por su ministerio a confirmarnos en esas verdades sobrenaturales, en esas palabras de vida eterna que tanto necesitamos.
Y esa persona es su Santidad el Papa.
Pero si él no lo hace… entonces: ¿A quién iremos?
Cristina González Alba