La siguiente homilía nos la comparte un sacerdote católico tradicional, cuyos sermones hemos publicado numerosas veces ( el más reciente la semana pasada)
La salvación está más cerca ahora de nosotros que cuando abrazamos la fe.
La noche está avanzada, y el día está cerca. — Rom 13 11-12
Primer domingo de Adviento
29 de noviembre de 2015
Puesto que el Señor elige su morada en los corazones de los fieles, se dice que Él habita en muchos templos. Al mismo tiempo, las Escrituras identifican a los fieles como “piedras vivas” (1 Pe 2-5) incorporadas al Templo de Dios, la Iglesia. Esta misma Iglesia tiene a Jesucristo como piedra angular (Ef 2 20), quien ha decidido construir su Iglesia sobre Cefas, la “roca” visible (Mt 16 18), cuya fe en Cristo, si bien fue probada, no fallará — tal es así, que Pedro (junto con sus sucesores) quedó a cargo de la confirmación de sus hermanos (Lc 22 32); es decir que cuando la fe de estos flaquee, la fe de aquél será fuente de fortaleza. De igual manera, la Iglesia fue construida sobre los cimientos de los apóstoles (Ef 2 20, Ap 21 14) y por añadidura, de sus sucesores a través de la imposición de las manos. Esta Iglesia permanecerá hasta el fin del mundo. Sin embargo, hemos visto cómo nuestro Señor habla del fin del mundo (es decir, del cosmos) y la destrucción del templo de la Antigua Alianza como si fueran una misma cosa. ¿Qué relación debemos hacer entre el templo de la Nueva Alianza (la Iglesia) y el cosmos? ¿La Iglesia sufrirá la misma destrucción que el templo de la Antigua Alianza?
Comencemos por considerar la relación entre el templo y el cosmos. A primera vista, esta relación o identificación parece extraña, incluso forzada: ¿qué tiene que ver el templo con el mundo? Condicionados por una visión secular del mundo, asumimos que las dos realidades, el templo y el mundo, no tienen nada que ver el uno con el otro, así como dicha visión del mundo transmite a la sociedad la falsa creencia de que la Iglesia no tiene nada que ver con el Estado. Sean cuales fueren sus problemas, los judíos contemporáneos de Cristo no vivían bajo una mentalidad secular como la nuestra. Ellos daban por sentada la relación entre el templo y el cosmos. No sólo comprendían que el templo era un microcosmos del mundo (una réplica del mundo en miniatura), sino que además comprendían que el mundo era un macro-templo de Dios. En palabras del salmista: “Y levantó, como cielo, su santuario, como la tierra, que fundó para siempre.” (Sal 78 69). Por lo tanto, la adoración de Dios en el templo representa la adoración de Dios en nombre de toda la creación. En lugar de algo separado del cosmos, el templo era su pináculo: el nexo entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre. Y la relación armoniosa y ordenada entre Dios y los judíos en el templo representaba la relación que todas las naciones y pueblos debían mantener con el Señor. En palabras del salmista: “Pueblos todos, batid palmas; aclamad a Dios con cantos de júbilo; porque el Señor Altísimo, terrible, es el gran Rey sobre toda la tierra… Dios reina ya sobre todas las naciones” (Sal 46 2,3- 9).
Al considerar los numerosos aspectos bíblicos del vínculo entre el templo y el cosmos, un aspecto de particular importancia es el de la piedra angular o fundamental.
Tiene sentido decir que el templo tiene una piedra fundamental. Pero la Biblia dice que el mundo también tiene fundamento o fundamentos, como cuando el Señor habla del reino preparado para los benditos de su Padre cuando dice: “venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo” (Mt 25 34). En el Libro de Job, el Señor le pregunta a Job: “¿Dónde estabas tú cuando Yo cimentaba la tierra? Dilo, si tienes inteligencia. ¿Quién le trazó sus dimensiones —tú lo sabes seguro— o quién extendió sobre ella la cuerda? ¿En qué se hincan sus bases, o quién asentó su piedra angular” (Job 38 4-6)? Sin lugar a dudas, cualquiera temblaría de miedo ante estas preguntas de parte de Dios. Después de todo, comprender las respuestas a estas preguntas implicaría comprender la mente y los propósitos de Dios, sin siquiera llegar a considerar el misterio con el cual se enfrenta Job: el del dolor y el sufrimiento, el pecado y la muerte. Es por esto que para los judíos la noción de la piedra fundamental estaba imbuida por un sentido de asombro y reverencia, por su asociación a la obra creadora de Dios.
Seguramente, la piedra angular de un edificio es importante en sentido práctico, al determinar la posición de todas las demás piedras: todas las piedras posteriores se posicionan en referencia a la piedra fundacional. Pero dado que los judíos entendían que el templo era un microcosmos, no debiera sorprendernos que adjudicaran a su piedra angular un sentido más importante que el práctico, alcanzando incluso los reinos metafísicos y teológicos. Por cuanto que al permitir el orden y la armonía de todas las demás piedras del templo, la piedra fundamental representaba la piedra fundamental del cosmos; aquella que hizo del cosmos un lugar de orden, armonía, e incluso inteligencia — la propia fuente y causa de las leyes y fenómenos de la naturaleza que los científicos quisieran comprender, así como la fuente y propósito de la ley natural y el orden moral.
Dada la importancia de la piedra fundamental del templo, podemos apreciar por qué cuando los constructores extendieron los cimientos del segundo templo, los judíos presentes se vieron tan conmovidos. La escena se encuentra descrita en el Libro de Esdras: “Cuando los obreros echaron los fundamentos del Templo de Yahvé, asistieron los sacerdotes, revestidos de sus ornamentos, y con las trompetas, y los levitas, hijos de Asaf, con címbalos, para alabar a Yahvé, según las disposiciones de David, rey de Israel. Cantaron, alabando y confesando a Yahvé: “Porque Él es bueno; porque es eterna su misericordia para con Israel.” Y todo el pueblo prorrumpió en grandes voces de alabanza a Yahvé, porque se echaban los cimientos de la Casa de Yahvé. Muchos de los sacerdotes y levitas y de los jefes de las casas paternas, ancianos ya, que habían visto la Casa primera, lloraban en voz alta al echarse los cimientos de esta Casa ante sus ojos; muchos en cambio, alzaban la voz dando gritos de alegría” (Es 3 10-12).
Hay un nombre para esta “fundación de la realidad.” Es la Palabra o el Logos de Dios, que en un principio estaba con Dios y era Dios. “Por Él, todo fue hecho, y sin Él nada se hizo de lo que ha sido hecho.” (Jn 1 3). Por esta razón, toda la creación “lleva la marca indeleble de la Razón creadora que ordena y dirige”; por cuya razón los salmos cantan “con alegría” cómo “los cielos atestiguan la gloria de Dios; y el firmamento predica las obras que Él ha hecho” (Sal 18 2).
Como católicos, creemos que la palabra eterna de Dios se encarnó en nuestro Señor Jesucristo. Por lo tanto, debemos creer que Jesucristo es la base tanto del templo como del cosmos. Por esta razón, nuestras vidas no debieran estar fragmentadas de manera tal que una parte se maneje con el mundo mientras que la otra se maneja con la Iglesia. Dios no nos creó para llevar vidas esquizofrénicas. No necesitamos vivir como si los reinos de la fe y de la razón no tuvieran nada en común, ningún origen común o fundacional. El papa Juan Pablo II lo explicó de esta manera:
“En Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y como nostalgia. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no se opone a las verdades percibidas por la filosofía. Al contrario, ambas formas de conocimiento conducen a la verdad en toda su plenitud. La unidad de la verdad es una premisa fundamental del razonamiento humano, como deja claro el principio de no contradicción. La revelación confirma esta unidad, al mostrar que el Dios de la creación es también el Dios de la salvación. El mismo y único Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta unidad de la verdad natural y revelada tiene su identificación viva y personal en Cristo, como nos lo recuerda el apóstol: la verdad que está en Jesús (cf. Ef 4 21; Col 1 15-20). Él es la Palabra eterna en quien todas las cosas fueron creadas, y es la Palabra encarnada en quien su entera persona revela al Padre (cf. Jn 1 14-18).
Pero los judíos, si bien podían comprender la unidad entre el templo y el cosmos, no pudieron reconocer que la Palabra de Dios, la fundación de toda realidad, se había encarnado en Jesús de Nazaret. ¿Nos sorprende entonces que nuestro Señor haya profetizado que antes del fin de su generación, el templo sería destruido y no quedaría piedra sobre piedra? Habían rechazado al Verbo Encarnado, el Logos eterno, la fundación del cosmos y del templo. Era de esperarse, entonces, que las piedras del templo que habían sido colocadas y ordenadas en referencia a la piedra angular, se manifestaran contra ese rechazo perdiendo el orden que habían encontrado en virtud de esa piedra fundamental. También era de esperarse que otro templo fuera construido, donde quienes aceptaron el Verbo Encarnado pudieran adorar a Dios según los parámetros de la nueva y eterna alianza establecida por el sacrificio supremo del mismo Verbo Encarnado, el Salvador del mundo. Ciertamente, Jesús habla de la construcción de un templo — su templo — en el Evangelio según San Mateo. Cuando Simón confiesa que Jesús es el Mesías, el Hijo del Dios viviente, Cristo declara: “Bienaventurado eres, Simón Bar-Yoná, porque esto no te lo reveló la carne y la sangre, sino mi Padre celestial. Y Yo, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificare mi Iglesia” (Mt. 16 16-18).
Al hablar de este nuevo templo o Iglesia, san Pedro, el primer Papa, escribe: “Arrimándoos a Él, como a piedra viva, reprobada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, también vosotros, cual piedras vivas, edificaos (sobre Él) como casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo. Por lo cual se halla esto en la Escritura: “He aquí que pongo en Sión una piedra angular escogida y preciosa; y el que en ella cree nunca será confundido”. Preciosa para vosotros los que creéis; mas para los que no creen, “la piedra que rechazaron los constructores ésa misma ha venido a ser cabeza de ángulo” y “roca de tropiezo y piedra de escándalo”; para aquellos que tropiezan por no creer a la Palabra, a lo cual en realidad están destinados.” (1 Pe 2 4-8). Y san Pablo hace eco de este pensamiento cuando escribe a los efesios, hablando de Cristo: “Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, en quien todo el edificio, armónicamente trabado, crece para templo santo en el Señor” (Ef 2 20-21).
En ambos pasajes, Cristo es identificado como la piedra fundamental de la Iglesia, el templo de Dios para la Nueva Alianza. Los obispos de la Iglesia, compartiendo la autoridad suprema de Cristo (Lc 10 16), participan en el rol de Cristo como piedra fundamental de la Iglesia. Por tanto, la Iglesia es descrita como edificada “sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús” (Ef 2 20), mientras que los fieles son sus “piedras vivas” (1 Pe 2-4) que han sido “construidas” para el “templo santo en el Señor… en el Espíritu para morada de Dios” (Ef 2 22).
Como sabemos, a diferencia del templo de la Antigua Alianza, nuestro Señor nos asegura que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16 18). Considerando la fragilidad de la naturaleza humana, tal promesa no podría ser más apropiada. Si Cristo fuera el único cimiento de la Iglesia, no sería necesaria tal garantía. Pero como Él ha permitido a los hombres frágiles compartir su rol como piedra angular, extiende esta garantía a fin de aliviar a los fieles que experimentan de alguna manera la fragilidad de los pastores de su Iglesia, incluyendo al Papa. Dicha fragilidad hacen temblar los cimientos de la Iglesia, a veces al punto de cuestionar la integridad o seguridad de toda la estructura eclesial. Los fieles se tornan ansiosos y confundidos. A lo largo de toda la historia de la Iglesia, los cimientos de la Iglesia se han visto sacudidos: algunos Papas y obispos bienintencionados han tomado decisiones desastrosas; otros han llevado vidas depravadas; algunos obispos han enseñado a abrazar alguna que otra herejía o han promovido comportamientos pervertidos o antinaturales como si fueran buenos. Los Papas también han causado grandes temblores promoviendo y publicitando herejías (si bien fuera de manera privada y no en su oficio público); han actuado para sembrar, o amenazado con sembrar, confusión moral o doctrinal. Muchos Papas, incluso los que han exhibido santidad personal, descuidaron su deber de confirmar a los obispos en la fe, muchas veces haciendo silencio frente a la herejía o la corrupción moral. Sin embargo, otros han sacudido a la Iglesia al permitir la ambigüedad o al separar las palabras de los hechos. Otros (por ejemplo, los Papas renacentistas) han abrazado los intereses de la elite secular, descuidado incluso la misión de la Iglesia, la de convertir el mundo a Cristo. ¡No sorprende que haya tan pocos Papas canonizados como santos, y menos Papas reconocidos históricamente por haber sido grandes Papas!
Obviamente, la audacia de Cristo al permitir a los hombres una participación visible en los cimientos de la Iglesia, explica por qué la Iglesia cuenta necesariamente con la ayuda del Espíritu Santo a través del carisma de la infalibilidad. De otra manera, la Iglesia habría sido destruida hace tiempo, así como lo fue el templo de la Antigua Alianza. No obstante la debilidad y malicia del hombre, la Iglesia perdurará hasta el final porque Dios es todopoderoso. Las aguas turbulentas de los enemigos de la Iglesia (de dentro y fuera de ella) no pueden superar la omnipotencia divina. Tal como dice el salmista, “las aguas te vieron, oh Dios, te vieron las aguas, y temblaron; hasta los abismos se estremecieron” (Sal 76 17). Y mientras mantuvo sus ojos en el Señor, el frágil san Pedro pudo, como Cristo, disfrutar cierto dominio sobre sus enemigos, caminando sobre las aguas turbulentas del Mar de Galilea. E incluso al hundirse por quitar sus ojos del Señor, Cristo extendió sus brazos para salvarlo de hundimiento. Esto mismo hace Cristo con su Iglesia.
Dicho esto, resta ponderar cuál es la relación entre la Iglesia, el templo de la Nueva Alianza, y el mundo. El primer punto a tener en cuenta es que la Iglesia no es una estructura física como lo fue el templo de la Antigua Alianza. Ciertamente, tiene una estructura visible que en base a sus cuatro sellos (es “una, santa, católica y apostólica”) puede ser identificada y distinguida entre otras entidades eclesiales. Al mismo tiempo, no es una Iglesia restringida a un único edificio en el que se adora a Dios en el sacrificio de la Nueva Alianza. Tal como aseguró nuestro Señor a la samaritana en el pozo de Jacob: “La hora viene, y ya ha llegado, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4 23). Por tanto, a diferencia del templo de Salomón y del segundo templo, la Iglesia no es algo que pueda ser destruido de manera física. La “destrucción” de la Iglesia, por analogía, involucraría sus “cimientos” y el orden de las “piedras vivas” en relación a Cristo, la piedra angular.
En nuestros días, muchos católicos han abandonado la Iglesia. Algunos de ellos se han unido a otras comunidades eclesiales, mientras que otros se han vuelto al paganismo. Otros católicos separan la Iglesia del cosmos: aceptan a Cristo como piedra angular pero no lo consideran la piedra angular de todos, siendo Él la fuente y el fin de la ley natural, base de toda la realidad. Los políticos católicos parecen ser más propensos a esta visión fragmentada. Todos estos católicos sufren de diversos grados de apostasía: son como muchas piedras del templo que necesitan ser re-alineadas o que se han caído al suelo. Al respecto, la Iglesia está atravesando una suerte de destrucción, si bien algunos prefieren llamarla purificación. En cualquier caso, debiéramos recordar que nuestro Señor relaciona su segunda venida con alguna clase de apostasía al preguntar si el Hijo del Hombre encontrará, a su regreso, fe sobre la tierra (Lc 18 8). Y mientras que esta falta de fe es análoga a la destrucción del templo de Jerusalén en el que no quedó piedra sobre piedra (Mt 24 2), por la intrínseca conexión entre el templo y el cosmos, no es descabellado pensar que la falta de fe de parte de tantas “piedras muertas” se manifiesta en una disolución del cosmos tal como lo conocemos. Tal como dice san Juan: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado,” (Ap 21 1).
Cuando el Señor regrese, lo hará para vengar a aquellos que se mantuvieron fieles, aquellos que “claman a Él de día y de noche”, como quien viene a rescatar a una viuda desesperada (ver Lc 18 1-8).
¿Estamos entonces cerca del fin? ¿Estará llegando en cualquier momento Jesucristo? Sin lugar a dudas las cosas se ven sombrías. Pero, ¿quién puede decir que las cosas no pueden oscurecerse más aún? Todo lo que sabemos es que cuanto más sombrío se torne el mundo, cuanto más inestables las bases humanas de la Iglesia, más pronta estará nuestra salvación — más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe (Rom 13 11). Cuanto más oscuridad, más razones para que los fieles caminemos a la luz de la fe y permanezcamos en la casa del Señor (Ef 2 19). Permanezcamos en esta luz, la oscuridad de la noche pasará mientras esperamos la venida de la plena luz del día, la llegada del Sol de la Justicia. Que con la ayuda de Dios podamos esforzarnos por permanecer alineados con Cristo, la piedra angular, para que seamos siempre piedras vivas del templo de su cuerpo. Con la armadura de la luz y el escudo de la fe, que podamos extinguir los dardos del maligno (Ef 6 16), el demonio, para no encontrarnos entre quienes fueron destinados a desobedecer la Palabra (cf. 1 Pe 2 8). Por tanto, como estrellas del firmamento, proclamaremos la gloria de Dios para que todos vean. Y no tendremos razones para “desfallecer de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en el mundo” (Lc 21 26). Que podamos, en cambio, levantar la cabeza porque se acerca nuestra redención.
[Traducción Marilina Manteiga Artículo original]