Id a José

Como todos los años, hemos celebrado el pasado día 29 de diciembre, Domingo dentro de la octava de Navidad, la fiesta de la Sagrada Familia: Jesús, María y José.

El misterio de nuestra Salvación, la Encarnación, se dio en el seno de la última de las familias judías y la primera de las cristianas, pues toda la historia de la salvación del Antiguo Testamento tiende hacia ella como cumplimiento de la promesa del Salvador al antiguo pueblo de Israel y toda la historia de la salvación del Nuevo Testamento tiende hacia ella como cumplimiento de lo que el nuevo pueblo de Israel predica a todas las naciones: el Reino de Dios.

Este Reino de Dios en la tierra, que es la Sagrada Familia de Jesús, María y José, había sido anunciado en el Antiguo Testamento en el reinado de la casa de David, un reino de profetas, sacerdotes y reyes que vivieron su máximo esplendor en tiempos del rey Salomón, constructor del Templo de Jerusalén, en tiempos del profeta Natán. Fue el momento de mayor comunión entre Dios y su Pueblo y entre los distintos órdenes – profético, sacerdotal y real – del mismo. Es el Medioevo de Israel.

En el Nuevo Testamento, dicho Medioevo fue la Cristiandad, una societas perfecta en la que sus distintos órdenes – monástico, seglar y clerical – vivieron su máximo esplendor y su máxima comunión. Terminado el milenio medieval, un monje diabólico introdujo en la Santa Iglesia el error herético, a lo cual se unió el horror cismático de la así autoproclamada “ortodoxia” oriental. Pero ni el error de la herejía ni el horror del cisma pudieron destruir la maravillosa construcción de la Iglesia católica.

El diablo engañó a Lutero y la carne sedujo a los cismáticos orientales. Quedaba el último enemigo que vencer: el mundo. Y el mundo no atacó a los herejes, vencidos ya por el diablo, ni tampoco a los cismáticos, vencidos ya por la carne, sino que fue directamente a la cabeza de la Iglesia, al Papa, para conseguir que apostatara.

Esta semana hemos celebrado la “ecuménica” semana de oración por la Unidad de los cristianos. El verdadero ecumenismo, el de toda la vida, cuando los Papas no eran apóstatas, consistía en mantener el Principio de autoridad de Pedro como cabeza de la Santa Iglesia católica, que ofrecía siempre su comprensión hacia los herejes arrepentidos de su error y su compasión hacia los cismáticos arrepentidos de su horror.

Hoy, al error de la herejía y al horror del cisma se ha añadido el terror de la apostasía del Papa, que ha renunciado a su autoridad y ha terminado pasando de ser el constructor de la comunión eclesial a ser su mayor destructor. Esta ha sido la obra del mundo en la Iglesia católica.

Por ello, no nos queda – como ha sucedido siempre antes de la Encarnación y después de ella – sino mirar al modelo perfecto de la comunión que es la Sagrada Familia de Jesús (el Profeta obediente), María (el Templo consagrado) y José (el Rey justo), que no son sino la Encarnación de la Verdad, la Belleza y el Bien, que han venido en la plenitud de los tiempos, en el Medioevo de la Historia de la Salvación – prenunciada en el primer capítulo del Génesis como el Sol, la Luna y la Estrella que creó Dios el día central de la semana – a vencer las obras del diablo, de la carne y del mundo.

Hoy la Santa Iglesia de Dios está completamente destruida por la herejía, el cisma y la apostasía. Pero esto no debe hacernos perder para nada la verdadera fe, la bella caridad y la buena esperanza, porque la mirada del cristiano, desde hace veinte siglos se dirige a la Sagrada Familia, modelo perfecto de lo que Dios ha pensado que sea su Iglesia, una comunión de fe, caridad y esperanza, de Verdad, Belleza y Bien, es decir, una comunión real, una comunión en el Ser.

Ante la imposibilidad de permanecer en comunión con herejes, cismáticos y apóstatas, miremos a la Sagrada Familia y consagremos nuestra vida a Jesús, María y José, vivamos en diálogo con Jesús, en intimidad con María, en la casa de José. En la morada de Dios con los hombres, porque la Iglesia, que es sacramento universal de salvación, es un sacramento familiar. Al vernos exiliados nuevamente como se vio el antiguo pueblo de Israel debido a que las potencias del mundo arrasaron Jerusalén, acudamos a pedir la hospitalidad de José con toda nuestra esperanza, a buscar el auxilio de María con toda nuestra caridad, a llamar al corazón de Jesús con toda nuestra fe.

Este es, fue y será siempre, el único modo de conservarlas.

Marianus el eremita

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