I. Por segunda vez en el año litúrgico, el Evangelio de la Misa dominical propone a nuestra consideración el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. El IV Domingo de Cuaresma nos lo presenta en el relato de san Juan (6, 1-15) y hoy en el de san Marcos (8, 1-9). Y se trata del segundo hecho de las mismas características que aparece en su Evangelio; de ahí la introducción: «como de nuevo se había reunido mucha gente y no tenían qué comer…» (v. 1)[1].
Al respecto se plantea la cuestión crítica de si esta segunda multiplicación de los panes descrita por Mc-Mt es un «duplicado» de la primera que narran los tres sinópticos y san Juan, o es una escena histórica realmente distinta como se concluye en la interpretación ordinaria. Es verdad que existen semejanzas entre uno y otro relato pero también hay notables diferencias. Además, tanto en Mt como en Mc (con separación entre una y otra) se relatan como distintas las dos multiplicaciones y el mismo Jesucristo alude a ambas posteriormente[2]. Tampoco hay motivos para pensar que san Mateo (testigo presencial) y san Marcos (que sigue a san Pedro, también presente en la escena) erraran en la interpretación de sus fuentes hasta el punto de pensar que se trataba de dos hechos distintos[3].
II. Todos los relatos de las dos ocasiones en las que Jesús realizó este milagro tienen en común que Jesús requiere la cooperación de los apóstoles para intervenir en favor de aquellos que se habían reunido a escucharle y saciar su necesidad. En el Evangelio que leemos hoy, el diálogo es el siguiente: «Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y si los despido a sus casas en ayunas, van a desfallecer por el camino. Además, algunos han venido desde lejos. Le replicaron sus discípulos: ¿y de dónde se puede sacar pan, aquí, en despoblado, para saciar a tantos? Él les preguntó: ¿cuántos panes tenéis? Ellos contestaron: siete» (vv. 1-5). La insistencia en unas cifras tan exiguas en todos los casos tiende a garantizar más ostensiblemente el milagro al comprobar la imposibilidad de alimentar a aquella multitud en el desierto. Y, una vez garantizado esto, Jesús procede de una manera discreta, nada espectacular[4].
A partir de siete panes y «unos cuantos» peces Jesús hace el milagro de dar de comer a la multitud (unos cuatro mil hombres). No les pide a los presentes que solucionen el problema: el milagro lo hace Él pero se sirve de su mediación para llevarlo a cabo. Tal y como quiso Jesús hacer las cosas, podemos imaginar que si los discípulos no hubieran entregado a Jesús lo poco que tenían aquellos miles de hombres se hubieran quedado sin comer y sin conocer el poder de Cristo realizando tal milagro. Y podemos decir con toda propiedad que lo mismo pide a nosotros: «que pongamos a su disposición todo lo que tenemos; poco o mucho, da igual, pero que sea todo lo que tienes»[5].
III. La Epístola (Rom 6, 3-11) nos ayuda a entender el fundamento de una vida cristiana así considerada, que no se constituye a partir de lo que podríamos denominar «compartimentos estancos» sin relación unos con otros (la vida de piedad, las relaciones sociales, el trabajo…) sino que sostiene sobre una radical unidad que lleva a dar a Dios todo lo que somos y tenemos.
Lo que hace el cristiano encuentra su raíz en su identidad, en su ser más auténtico, que no es otro que su identificación con Cristo a quien ha sido incorporado («injertado»: v. 5[6]) en el bautismo. Y para exponer esta doctrina tan rica en consecuencias el Apóstol se sirve de una serie de imágenes relacionadas con el bautismo de los primeros cristianos, los cuales se bautizaban sumergiéndose completamente en el agua. La inmersión (signo de la sepultura y, por tanto, de la muerte) era seguida inmediatamente por la emersión (emblema de la resurrección y la vida).
«No contento con afirmar que en el bautismo nos sumergimos en Cristo, san Pablo dice que nos sumergimos en su muerte, esto es, en Cristo que muere. En efecto, nos asociamos a Cristo y nos convertimos en miembros suyos en el momento preciso en que Él se convierte en nuestro Salvador. Ese momento coincide para Jesús con el de su muerte, figurada y realizada místicamente para nosotros en el bautismo. A partir de ese momento, todo nos es común con Cristo; somos crucificados, sepultados y resucitados con Él; participamos de su muerte y de su nueva vida, su gloria, su reino, su herencia. Unión inefable, asimilada por san Pablo al injerto, que mezcla íntimamente dos vidas hasta confundir y absorber el lado del tronco la de la rama injertada; operación maravillosa que […] como Pablo explica en otros lugares, nos reviste de Cristo y nos hace vivir su vida»[7].
El bautismo representa sacramentalmente la muerte y la vida de Cristo; luego es necesario que produzca en nosotros una muerte, en este caso, al pecado, al hombre viejo y una vida conforme a la vida de Jesucristo resucitado. Es difícil encontrar un fundamento más sólido para la vida moral del cristiano: toda la perfección consiste en desarrollar esa vida de Cristo en nosotros. A su vez, la gracia del bautismo exige la lucha y el esfuerzo constante para vivir alejados del pecado y de cuanto a él conduce.
A la Virgen María le pedimos que nos alcance la gracia de ser fieles y corresponder a la vocación a la que fuimos llamados cuando recibimos el agua regeneradora en el sacramento que nos hizo cristianos.
[1] Cfr. primera (Mt 14, 13-21; Mc 6, 30-44; Lc 9, 10-17 y Jn 6, 1-15) y segunda multiplicación (Mt 15, 32-38; Mc 8, 1-9).
[2] «¿Aún no entendéis? ¿No os acordáis de los cinco panes para los cinco mil?, ¿cuántos cestos sobraron?¿Ni de los siete panes para los cuatro mil?, ¿cuántas canastas sobraron?»: Mt 16, 9-10; cfr. Mc 8, 18-20.
[3] Cfr. Manuel de TUYA, Biblia comentada, vol. 5, Evangelios, Madrid: BAC, 1964, 361-362.
[4] Ibíd., 1091.
[5] Julio ALONSO AMPUERO, Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico, Pamplona: Fundación Gratis Date, 2004 <http://www.gratisdate.org/texto.php?idl=8&a=271>.
[6] «Somos injertados en Cristo, vivimos en Él y Él en nosotros; somos los sarmientos. Él es la vid; resucitaremos en Él, seremos glorificados en Él, y reinaremos con Él eternamente (8, 1; 8, 7; Jn. 15, 1; 17, 24 y nota; Ga. 3, 27; Ef. 2, 5; Col. 2, 12 s.; 2 Tm. 2, 11 s.)»: Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Rom 6, 5.
[7] PRAT, Teología de san Pablo, cit. por «Verbum vitae». La Palabra de Cristo, vol. 6, Madrid: BAC, 1959, 184.