A estas alturas, todos entienden (o deberían entender) que el papa Francisco se considera a sí mismo implementador de la agenda del Vaticano II. El tema tácito, aunque ocasionalmente explícito, de sus discursos, cartas y comentarios es que sus predecesores fallaron en serlo. Y sus acciones, desde Amoris Laetitia hasta Traditionis Custodes, han tenido como objetivo hacer que la enseñanza católica se mueva de donde estaba en la década de 1960.
Constantemente critica a los que “se oponen al concilio” por ser nostálgicos de la Iglesia anterior al Vaticano II y por lo que él llama “retrocedismo”. Como muchos que apelaron al “Espíritu del Concilio” para justificar las desviaciones radicales de la enseñanza de la Iglesia, Francisco parece dividir la historia de la Iglesia en dos períodos: el preconciliar y el posconciliar.
Aunque los católicos que crecieron bajo el pontificado de Juan Pablo II pueden encontrar esta retórica inquietante, no se originó con el papa Francisco. Como algunos han señalado, los comentarios de Francisco sobre la novedad del concilio y sus cambios irrevocables son casi idénticos a los de otro de sus predecesores, Pablo VI. Francisco parece pensar que ha tomado la bandera de “el primer papa moderno”, como lo ha llamado un escritor, en aquello que sus sucesores se habrían alejado de él. Comprender a Pablo VI puede ayudarnos a dar sentido a lo que de otro modo parecería inexplicable en el reinado de Francisco. Una biografía recientemente traducida por el erudito francés Yves Chiron, Paul VI: The Divided Pope, da testimonio de ello.
Giovanni Battista Montini era hijo de un político local en Brescia, y las conexiones de su padre lo ayudaron a avanzar en su carrera a lo largo de su vida. Piadoso y devoto, gracias a su madre. Más tarde, como sacerdote, luego como obispo y papa, se volverá escéptico sobre el exceso de devoción mariana y expresará desprecio por las formas populares de piedad. A temprana edad, comenzó a visitar los monasterios benedictinos y se enamoró de la sencillez de la liturgia monástica según él la entendía. Más tarde se convertiría en partidario de la Abadía de San Anselmo en Roma, que hoy alberga un instituto litúrgico que es el principal centro del pensamiento litúrgico progresista en Italia. (Muchas de las principales figuras detrás del movimiento para abolir la antigua liturgia romana, sobre todo Andrea Grillo, están asociados a San Anselmo.)
Montini compartió la afinidad de su padre por la política democrática. Tenía lazos cercanos con prácticamente todas las figuras importantes de la democracia cristiana en la Italia de la posguerra, incluidos Gasperi y Aldo Moro, ambos futuros primeros ministros. Montini alcanzó la mayoría de edad durante las dos guerras mundiales, cuando el comunismo y el fascismo se enfrentaron en las calles de Roma. El gobierno fascista de Mussolini debe haber reforzado el apoyo de Montini a la política democrática, así como sus simpatías por las causas sociales “progresistas”.
Su incursión más memorable en la política se produjo en 1943 cuando, ya como burócrata de la curia, se reunió en secreto con la oposición a Mussolini para que el rey de Italia lo depusiera. Esta experiencia –de fuerzas opuestas reaccionarias de la política y de la cultura –, debe haber sido formativa para muchos eclesiásticos progresistas de la generación de Montini y las que le siguieron.
Cuando Montini se convirtió en obispo de Milán en 1955, pudo poner en práctica su visión del sacerdocio como una “especie de relativismo apostólico”, un guiño a la jactancia de san Pablo de que se hizo todo para todos los hombres para difundir el Evangelio. En opinión de Pablo VI, “el sacerdocio es un servicio social. El sacerdote existe para los demás”. Como obispo, se acercó a los alienados de la Iglesia, especialmente a la clase trabajadora milanesa, mientras mantenía vínculos con teólogos progresistas como Yves Congar y Henri de Lubac. También forjó lazos con el clero protestante, como los de la comunidad de Taizé, y recibió a dignatarios anglicanos.
Montini creía que la Iglesia como institución necesitaba adaptarse “a las necesidades espirituales de nuestra era”, “reformarlas” y “modernizarlas”, para llegar a una sociedad secularizante. Estos esfuerzos estuvieron marcados por una gran misión diocesana, en la que se requirió que el clero de Milán y de otros lugares del norte de Italia predicara no solo en iglesias sino también en fábricas, escuelas y otros espacios públicos. Montini amonestó a sus sacerdotes “a favorecer la ‘bondad’ sobre la ‘polémica’… no atacar a nadie; sino que todos sean invitados, informados, casi llamados y esperados”. Para atraer a los milaneses a Misa, se distribuyó un folleto explicando su significado y se autorizó una Misa el domingo por la noche.
Todos estos esfuerzos por “ir a las periferias” quedaron en nada. La asistencia a misa siguió disminuyendo en Milán, al igual que las vocaciones. Cuando Montini llegó a Milán, había ochenta y nueve seminaristas en la diócesis; en 1960, solo había trece. Quizás nada hubiera podido detener la secularización que se cernía sobre Europa, pero en esa fecha quizás no era tan evidente; y pronto se presentaría otra oportunidad para que el futuro Papa probara sus ideas.
Pío XII nunca lo hizo cardenal, aparentemente porque él (o los elementos conservadores de la curia) no quería que se convirtiera en Papa. Pero Juan XXIII lo sucedió en 1958 y lo creó cardenal en 1962.
Según Chiron, Montini expresó sus opiniones sobre la «puesta al día» de la Iglesia en parte del trabajo preparatorio realizado antes del Vaticano II, incluida una súplica apasionada para introducir la lengua vernácula en la liturgia. Pero aparentemente ni él ni nadie más propuso reescribir enteramente la Misa. (Sin embargo, como obispo de Milán, había pedido a la Iglesia que se deshiciera de “ese viejo manto real que descansaba sobre sus hombros soberanos para vestirse con las ropas más sencillas que exige el gusto moderno”).
Chiron retrata a un hombre tímido a la hora de imponer sus puntos de vista, pero que trabajaba tras bambalinas para lograr sus objetivos. Se unió a los cardenales europeos progresistas para convencer a Juan XXIII de rehacer las comisiones responsables de redactar los documentos conciliares, asegurando que sus aliados dominaran las nuevas. También ayudó a convencer al Papa de desechar los borradores preconciliares de los documentos ya preparados y reemplazarlos por otros nuevos, creados por las nuevas comisiones.
Antes del cónclave que lo eligió, se reunió en Roma en 1963 con los líderes de las principales conferencias episcopales europeas, la mayoría de los cuales eran “progresistas”. Según Jean Guitton, su amigo íntimo, Montini supo “desde los quince o veinte años… que algún día sería Papa”.
Chiron cita a un observador que afirmó que existía “el sentimiento subyacente de que la Iglesia probablemente se dirigía hacia una crisis producto del Concilio, por lo que necesitaba un moderador con el que todas las partes pudieran asociarse para negociar una resolución”. Lo vieron, y Pablo VI se vio a sí mismo, como el único hombre capaz de reconciliar las tendencias opuestas que surgieron durante el concilio.
Y Pablo VI lo intentó: mantuvo en el cargo a dos críticos, los cardenales Siri y Ottaviani, a pesar de sus grandes diferencias de perspectiva. Sin embargo, da la impresión de que lo hizo principalmente por un sentido de lealtad a la Iglesia, más que por convicción. Sus verdaderos instintos fueron romper con el pasado inmediato de la Iglesia y proclamar que abrazaría la democracia, el pluralismo, la apertura, demostrando la solidaridad de la Iglesia con aquellos elementos modernos de la sociedad que parecían más impermeables a su mensaje.
Pablo VI lo demostró de numerosas maneras, de las que se han hecho eco sus sucesores, y no sólo Francisco. Su encíclica Ecclesiam Suam (1964) consagró el “diálogo” como el modo principal de la Iglesia para relacionarse con el mundo. Comenzó el hábito papal de hacer “gestos” en las fotografías para indicar la voluntad del papado de deshacerse de sus riquezas y privilegios: en 1964, regaló su tiara a los “pobres del mundo”. Proyectó su tolerancia por otras creencias religiosas durante su visita a la India, citando textos hindúes en su homilía. Todos sus sucesores han realizado actos similares en este sentido.
Muchos católicos se han sentido molestos por la forma en que el papa Francisco ha contradicho las enseñanzas de sus predecesores inmediatos. Pero como señala Chiron, Pablo VI fue el primer Papa en hacer esto abiertamente y sin ambages. En discursos posteriores a su elección, proclamó que la libertad religiosa era una enseñanza de la Iglesia (en línea con Dignitatis Humanae, por supuesto), y luego publicó una carta apostólica que sugería que el socialismo era compatible con la fe cristiana, contradiciendo numerosos encíclicas papales anteriores sobre ambos puntos.
Su deseo de romper con el pasado fue quizás más evidente en la reforma litúrgica que supervisó. Pablo VI prosiguió la reforma de la liturgia con una firmeza inusual. Chiron señala que supervisó personalmente cada texto, haciendo anotaciones y sugerencias a Annibale Bugnini, el secretario del Consilium. Se mostró hostil a las críticas a la nueva Misa, atribuyendo a quienes se oponían al “nuevo esquema de cosas” una “mala comprensión” de la liturgia y “pereza espiritual”.
A pesar de la oposición del Sínodo Romano de Obispos, la mayoría de los cuales no estaban satisfechos con la celebración de la nueva Misa que experimentaron en 1967, se hicieron pocos cambios en el nuevo misal. Cuando unos teólogos publicaron su Breve Examen Crítico de la Nueva Misa en 1969, en vísperas de la promulgación del nuevo misal, Pablo VI ignoró en gran medida sus preocupaciones y aparentemente estuvo de acuerdo con el Cardenal Seper en que era “superficial, exagerado, inexacto, sesgado”. Para Pablo VI, su reforma solo podía ser “la voluntad de Cristo… el soplo del Espíritu Santo que llama a la Iglesia a hacer este cambio”. Solo el Papa y sus “autorizados expertos en la Sagrada Liturgia” podían discernir la voluntad de Dios sobre este asunto.
Sólo cuando se agudizó este conflicto entre su deseo de innovación y su lealtad a la Iglesia, como sucedió con la Humanae Vitae, Pablo VI reinó según sus instintos a favor de la institución. Una historia contada por el difunto teólogo moralista John Ford, SJ (pero no contada por Chiron), ilustra esto. Dada una audiencia con Pablo VI en la que trató de persuadirlo de que no alterara la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción, Ford le preguntó: “¿Está listo para decir que Casti Connubii puede ser cambiada? Pablo VI abriendo los ojos dijo con vehemencia: ‘¡No!’. Reaccionó exactamente como si lo estuviera llamando traidor a su fe católica”. Fue este sentido de lealtad a sus predecesores lo que impidió que Pablo VI cediera a las opiniones progresistas sobre este tema.
En verdad, Pablo VI no quería cambiar la enseñanza de la Iglesia. Pero tomó la advertencia de Juan XXIII de que una cosa era la enseñanza de la Iglesia y otra su presentación como artículo de fe. Él creía que alterando la “presentación” de la Iglesia pero no sus doctrinas formalmente definidas, el mundo moderno sería más receptivo a su mensaje. En lugar de eso, la señal que recibió tanto el mundo secular como también muchos católicos fue que la Iglesia estaba abandonando aquellas doctrinas más desfasadas con los tiempos que corrían. Como cualquier maestro podría decirles, la forma en que presenta algo a sus alumnos es tan importante como lo que intenta comunicar. Son, de hecho, inseparables; algo que el Papa Montini aparentemente nunca entendió.
Fue, ciertamente, como Chiron subtitula su libro, un “papa dividido”, partido entre la lealtad al pasado de la Iglesia y el deseo de hacerla compatible con la sociedad moderna que él amaba. A menudo se le describe como una figura trágica, pero es difícil evitar la conclusión de que la tragedia fue su negativa a reconocer que sus propias acciones, aunque bien intencionadas, fueron una causa importante de las crisis que estallaron durante su pontificado.
La autoridad de la Iglesia descansa sobre su conexión con el pasado distante. Y, hasta ahora, sus sucesores han experimentado el mismo sentimiento de división que persiguió a Pablo VI. Sin embargo, muchos de los que llevan la bandera de Pablo VI hoy, incluido el papa Francisco, no tienen tales escrúpulos. En cambio, quieren “terminar el trabajo” que comenzó Montini y romper esa conexión de una vez por todas. Por supuesto, están equivocados; pero tienen razón en una cosa: a Iglesia no puede conservar plenamente su herencia y adaptarse plenamente a la sociedad contemporánea al mismo tiempo. En algún momento, debe elegir uno o el otro, nadie puede servir a dos señores.
Darrick Taylor
Traducido por Agustín Silva. Artículo original