«La belleza no debe estar divorciada de la verdad» (padre Cipola)

Una sola cosa he pedido a Yahvé, y esto sí lo reclamo: [habitar en la casa de Yahvé todos los días de mi vida]; contemplar la suavidad de Yahvé y meditar en su santuario (Sl 28,4).

De las confesiones de San Agustín: «Tarde os amé, Dios mío, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde os amé.  Vos estabais dentro de mi alma y yo distraído fuera, y allí mismo os buscaba». Y de la novela El idiota de Dostoievski: «es verdad, Príncipe, que alguna vez declarasteis que «la belleza salvaría al mundo»».

Los nombres de Dios: Verdad, bondad y belleza. Todo lo que es trascendental. Contemplo la fachada de Il Gesù en Roma: es todo lo contrario del barroco suntuoso de su interior. La belleza de la fachada me cautiva, y me fascina su esplendido interior, mas quedo confundido. Son diferentes pero algo comparten. Ambos me vivifican y quedo absorto ante ambos, aunque en cierta manera aún más por el lapislázuli de la tumba de San Ignacio de Loyola y por la bóveda ilusionista de Gaulli, que es como un umbral al cielo mismo. Dedico tiempo a vagar por la iglesia y luego salgo para contemplar una vez más la fachada: es una extensión del estilo Clásico que sustituye las columnas por pilastras. A su manera, es una representación severa de un templo griego que se apodera de esa intensidad dimensional, reproduce su maravillosa simetría a la vez que apunta hacia algo nuevo y aún más antiguo. Cuando llevo visitantes a esta iglesia ofrezco una breve plática ante la fachada. A la primea mención de que es una extensión del clasicismo griego y romano empiezo a notar en sus rostros señas de aburrimiento incipiente y sé que es hora de llevarlos a su interior, a la belleza evidente del suntuosa Barroco tardío. 

Uno de los temas capitales de San Agustín es que la belleza no debe estar divorciada de la verdad. No fue sino hasta que descubrió la verdad de Dios que logró comprender y afirmar la belleza de Dios. Disfrutó durante muchos años los hermosos placeres del mundo lejos de una vida de virtud; mas fueron precisamente esas pasiones, encaminadas hacia la búsqueda de la verdad, lo que permitió a San Agustín sufrir aquella transformación profunda del alma que le llevó a ver y a amar la belleza de Dios.

Pero Vos me llamasteis y disteis tales voces a mi alma, que cedió a vuestras voces mi sordera. Brilló tanto vuestra luz, fue tan grande vuestro resplandor, que ahuyentó mi ceguedad. Hicisteis que llegase hasta mí vuestra fragancia, y tomando aliento respiré con ella, y suspiro y anhelo ya por Vos. Me disteis a gustar vuestra dulzura, y ha excitado en mi alma un hambre y sed muy viva.  En fin, Señor, me tocasteis y me encendí en deseos de abrazaros.

Pero San Agustín también reconoce la tentación de la belleza. La verdad jamás tienta. La bondad jamás tienta. Solamente la belleza tiene el poder de encaminar el alma a Dios y también de alejarla de Dios. La palabra sinus del latín cuenta con muchos significados. Significa curva. Lo que llamamos una curva sinusoidal en matemáticas proviene de esta palabra; la pureza de la ondulación periódica del sinusoide refleja la belleza de las matemáticas. También significa, por extensión, un puerto, la forma del seno de la mujer o su matriz y otras concavidades con matiz erótico. Describe, así mismo, la sinuosidad de la serpiente. San Agustín nos dice:

Si la belleza es la imagen del Dios Creador, es también criatura de Adán y Eva y a su vez está marcada por el pecado. Las almas está en riesgo de caer en la trampa de la belleza por sí misma, el icono que se convierte en ídolo, el medio que se engulle el fin, la verdad que encarcela, una traba en la que la gente tropieza, todo debido a una formación inadecuada de los sentidos y la falta de una educación adecuada en cuanto a la belleza. 

La belleza de la creación es una síntesis que invita a la contemplación de su venero. La belleza, la verdadera belleza de Dios, no se centra en sí misma, jamás es la fuente del mero placer sensual, sino que siempre apunta a la fuente de la belleza que es Dios mismo.

Los católicos que se describen a sí mismos como tradicionalistas deben tener en mente la naturaleza doble de la belleza en todo momento ya que la tradición sagrada de la Iglesia esta imbuida de esta. El católico tradicional debe estar siempre alerta para no confundir la belleza de las cosas materiales con la belleza de Dios. El esplendor de las iglesias, las preciosas vestiduras, la conmovedora música e incluso la belleza de la Misa pueden ser todas tentaciones a substituir la belleza austera de Dios por un simple placer estético. Una de las tentaciones más terribles para el católico tradicionalista es el esteticismo: el deleite en la belleza de la tradición del catolicismo, en su arte, en su música, en su liturgia puede convertirse en un fin en si mismo que no alcanza a atisbar hacia qué apunta todo aquello. No es secreto que muchos jóvenes seminaristas, expuestos a la Misa latina, quedan profundamente conmovidos por su belleza. Y no es para menos, sin embargo, si el resultado es una obsesión con cálices, vestiduras y otros objetos de arte religioso ese encuentro con la belleza resulta un callejón sin salida que veda el paso a la sobria belleza divina. Fue precisamente este esteticismo vestido con el manto de la religiosidad lo que destruyó el movimiento Anglo-Católico dentro del anglicanismo. Lo que comenzó como un movimiento espiritual para regresar al anglicanismo a sus raíces católicas degenero en el atildamiento religioso. El resultado será el mismo entre jóvenes sacerdotes católicos que se encuentran estancados en la belleza material y, como consecuencia, nunca encuentran esa belleza cercana a Dios en la «función senoidal» del rito.

Esto también vale en una parroquia como esta, como Santa María. Cuan bienaventurados somos por la belleza intrínseca de esta Misa tradicional que se manifiesta en la meticulosa atención a los detalles por parte de todo el que participa en ella en cualquier función o papel. Y no menos importante, nuestra schola, que canta la mejor música jamás escrita, no sólo para la Misa, pero en general, en un sentido objetivo. Y sin embargo, incluso aquí levanta su repugnante cabeza el esteticismo. Recuerdo cuando estudiaba en Oxford y asistí a la solemne Eucaristía en la Iglesia Catedral de Cristo que se llevó a cabo con tanto esmero. La música era magnifica, hombres y niños cantando arreglos profundos y difíciles. Y algunas personas se habían acercado a la Eucaristía con sus partituras de la Misa, siguiendo el canto de las piezas y codeándose unos a otros en hitos de importancia estética en aquellos arreglos. Como si estuviesen en la ópera. Una cosa mortífera. Belleza que no alcanza a apuntar al autor de toda belleza debido a una obsesión por la belleza misma de la música y a una carencia de conocimiento en la simplicidad de la belleza de Dios.

Una de las declaraciones elocuentes y certeras del Segundo Concilio Vaticano en Sacrosanctum Concilium es la siguiente:La Iglesia reconoce el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas. Los demás géneros de música sacra, y en particular la polifonía, de ninguna manera han de excluirse en la celebración de los oficios divinos, con tal que respondan al espíritu de la acción litúrgica […].

El canto es la música del rito romano en el sentido más profundo. Tanto como gustamos de la polifonía que se canta en esta Misa casi todos los domingos, sus orígenes y las raíces de la polifonía se encuentran en la austera belleza del canto, muy parecida a la severa fachada de Il Gesù; parecida a la torre sur de Chartres, o al arte icónico de la Iglesia primitiva, todo ello señala hacia la belleza elemental que es siempre antigua y siempre nueva, la belleza que apunta a Dios quién posee, quien es y quién salvará el mundo.

El poema Música sacra, de George Herbert, fue escrito cuando la música de la Iglesia en Inglaterra estaba siendo atacada por los puritanos:

Afable dulzura,

Te agradezco: cuando el descontento

Con mi cuerpo a mi mente hiere,

De ahí me alejas, y en tu mansión de placer

En diminuta buhardilla me alojas.

Y en ti ya sin cuerpo me muevo,

Remonto y caigo con tus alas:

Ambos juntos dulcemente vivimos y amamos,

Y a veces aún decimos,

Que Dios ayude a los reyes.

Consuelo mío, moriría; si te apartaras de mí,

Seguramente así sería, y mucho más:

Mas si vuelo en tu compañía,

Tú conoces el camino a las puertas del Paraiso.

Padre Richard G. Cipola

(Traducido por Enrique Treviño)

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