La ciudadela

[The Wanderer] El último post ha dado lugar a una interesante discusión y a una curiosa confusión acerca de ciertos conceptos. Me refiero a la eterna (y falsa) dicotomía entre acción y contemplación que, en este caso, se manifestó en la oposición (falsa) de vivir en la ciudadela o en elcampamento de los orcos. Pareciera que hay visitantes del blog que se empeñan en leer de un modo lineal las entradas y los comentarios y que se rehusan a intentar siquiera un interpretación de las metáforas o alegorías. Es como si, cuando leen en las Escrituras que Dios es valiente como un león, se empecinaran en discutir si se trata de un león del Serengeti o de las selvas kenyanas, o si tiene la melena corta o larga. 

La ciudadelano hace falta decirlo-, es una imagen o alegoría; no es una realidad física o geográfica; no es un lugar. Es posible que existan algunos afortunados que puedan vivir en ciertas ciudadelas, pero ninguna de ellas tiene las murallas tan altas que impidan que los vientos de Mordor soplen en su interior. “Los demonios están en el aire”, me decía un amigo que vive aislado en una ciudadela cuando vio que su hija de seis años, que jamás había escuchado cumbia, comenzó a bailarla como una avezada danzante apenas escuchó esa música de las tierras oscuras en un almacén del pueblo.

¿A qué refiere la imagen de la ciudadela? Como toda alegoría, es polisémica ya que tiene varias aplicaciones. La primera y más importante de las ciudadelas, es la interior. Es la Schekinah del pueblo judío, la presencia de Yavé en medio de ellos, como la nube que se posa sobre el Arca de la Alianza. Para nosotros, los cristianos, es el mismo Cristo quien, como decía Orígenes, es la auto-basileía, es decir, Él es el mismo Reino de Dios. Habitar en la ciudadela, entonces, no es escapar del mundo sino mantener encendida durante toda la jornada la llama que ilumina desde lo profundo de nuestra interioridad en la que las Tres Divinas Personas han plantado su tienda, más allá de los remezones que seguramente debamos soportar por lo que ocurre en el mundo exterior y por el modo en que esos acontecimientos repercuten, necesariamente, en nuestras emociones.

La alegoría de la ciudadela refiere también a los ambientes en los que a cada uno de nosotros le ha tocado en suerte vivir. Y, en este caso, los ejemplos son múltiples. Hay algunos, como es mi caso, que por nuestras actividades estamos rodeados habitualmente de gente sana, y con esta expresión me refiero a personas cristianas con las que compartimos todo, o casi todo. Otros, en cambio, por sus ineludibles ocupaciones se encuentran rodeados diariamente con orcos, y con esta expresión tolkiniana me refiero a personas que viven, y son, perfectos paganos y que fueron muy bien descritos por el Oficinista en su comentario.

Fue esto, y nada más que esto, lo que intenté escribir en la entrada anterior. Aquí no discutimos si está bien o está mal vivir en la ciudadela porque, sencillamente, es un tema que no se discute: todo cristiano debe habitar en la ciudadela porque todo cristiano debe ser monachus  o monje porque esa la vocación universal, como bien dice Bouyer y no se cansa de repetir el Athonita. No importa que sea un monje casado, con diez hijos y que trabaja en el corazón financiero de Buenos Aires: es monje porque lleva su celda en su corazón, allí donde esta el Basileia tou Theou o Reino de Dios; la Schekinah o Presencia de Yavé en medio de él.

Naturalmente, planteadas las cosas de este modo, es ocioso discutir si debemos o no debemos tratar de acercar a Cristo y a su Evangelio al diariero, al quiosquero o al verdulero., o a los orcos de la oficina. Cada uno lo hará con los medios que disponga y según se lo dicte su prudencia. El bien es difusivo de sí por naturaleza; no es necesario para eso hacer cursos y talleres de apostolado, ni tampoco pertenecer a un grupo parroquial.

Todo esto no quita que cada uno de nosotros pueda construir su propia ciudadela social o familiar. El libro de John Senior La restauración de la cultura cristiana -que se encuentra en lento proceso de traducción- es una buena “guía” en ese sentido: además de la oración, la lectura en voz alta en familia, el hacer música con los hijos, reuniones de amigos en los que se hablan temas que hacen a lo que fue nuestra civilización cristiana, etc. También incluiría yo la conservación de ciertas costumbres o tradiciones, superficiales si se quiere, pero que son signos visibles de lo que ya no es en el mundo pero que sigue vivo en nuestros corazones.

¿Y construir una ciudadela en serio? Enseguida pensamos, por ejemplo, en San Ireneo de Arnois, el pueblo de El despertar de la Señorita Prim. ¿Por qué no, diríamos, organizar unas veinte o treinta familias, “invadir” un pueblo moribundo, de esos que abundan en los últimos años, cuyos habitantes emigraron a las ciudades y dejaron sus casas que venden a precio de saldo, buscar un cura que celebre la misa tradicional, y recrear allí la vida de un orden cristiano? No es imposible y es atractivo, pero yo me permito ser desconfiado de esas iniciativas. No sé por qué. Me cuesta encontrar razones, pero desconfío. Pero en esto, como en todo, la que manda es la prudencia, que es intransferible.

Tengo una amiga que, por su trabajo, debe pasar todo el día encerrada en la más alta de las torres de Mordor y, sin embargo, es una de las más felices habitantes de la ciudadela. Es que, como hemos dicho ya en esta bitácora, San Ireneo de Arnois no es un lugar sino un estado del alma.

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