“Si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe” (I Pablo a Corintios 15, 14). Comencemos con esta cita paulina para proclamar de inmediato que “Cristo SI hay resucitado”, y precisamente por ello nuestra Fe es firme y se asienta en la Esperanza de la futura resurrección si somos fieles y vivimos (y morimos) en Gracia de Dios. Estamos en tiempo de Pascua y se impone la meditación sobre el misterio central de nuestra Fe Cristiana. Esta meditación, que ha de ser precedida por la de la Pasión y la Cruz de Cristo, nos ha de llevar ha realizarnos la pregunta que intitula esta carta mensual: ¿Cual es nuestro camino hacia la Resurrección? Y la respuesta nos dirige al inicio de ese camino que ha de ser el reconocimiento de nuestra condición pecadora. Si obviamos ese reconocimiento, o lo sustituimos por una consideración meramente horizontal de responsabilidad solo antropológica y/o sociológica, nuestro camino a la resurrección se hace imposible al haberse errado en la misma salida.
Preguntémonos, sin temor alguno a confrontarnos con la realidad tal cual es, cual es el principal motivo del abandono de la Fe, de la Vida Sacramental, del compromiso Moral………del alejamiento de Dios en definitiva. Y respondamos con sinceridad: el motivo es la desaparición del sentido de pecado personal. E integremos bien esta afirmación: No se trata de juzgar épocas históricas o personas (el Juicio solo a Dios corresponde), ni de aventurarse a valorar si en etapas anteriores había más o menos Pecado………..pues Pecado hubo desde el inicio, desde el Pecado Original (cfr Génesis) y durante toda la historia de la humanidad. Se trata de reconocer, desde la más fiable comprobación, que si bien en todas las épocas hubo pecado personal, HOY la diferencia es que NO se reconoce el pecado y se droga la conciencia con una idea de falsa virtud. O dicho de otro modo: antes se pecaba y se sabía que se pecaba, mientras que hoy se peca creyendo que no existe el pecado. ¿Es esto una exageración?: No lo creo, pues, a excepción de minorías en la catolicidad actual, el sentido del propio pecado ha sido barrido de tal manera y con tal contundencia que la gran mayoría de los católicos viven en contra de aspectos básicos de la moral creyendo que la moral ha de adaptarse a sus criterios y no a la inversa. O sea: desde una conciencia adormecida y drogada, se busca un “Cristo a mi medida”, una “Iglesia a mi medida”, y una “Moral a mi medida”….y todo ello integrado en un ambiente eclesial de surrealista “primavera pentecostal” cuyo efecto inmediato es el Aval “religioso” en la re-edicición del pecado original (“seréis como dioses”) que supone la autodeterminación humana frente a la dependencia amorosa de Dios como único garante de lo Bueno y lo Malo. Actualmente, y de forma más concreta desde la segunda mitad del siglo XX, el ser humano desplaza a Dios del centro y ocupa ese mismo espacio al decidir sobre la virtud y el pecado desde el desprecio a toda moral objetiva y ley natural, al dominar el conocimiento del bien y del mal como tentó Satanás a los primeros padres Adán y Eva.
Desde esa consideración, tan ácida como real, hemos de creer sin margen de titubeo que sólo desde el reconocimiento personal de nuestra condición pecadora podremos llegar a la resurrección eterna en el Cielo. La parábola del Hijo Pródigo (Lucas 15) es reveladora en ese sentido: el camino del hijo pecador hacia la salvación espiritual se inicia en el examen de conciencia y dolor de haber ofendido al Padre, y sólo desde ese reconocimiento propio del pecado se hace posible el encuentro posterior con el Padre Misericordioso e inmediato banquete que significa la Eucaristía y Eterna Gloria. No deja de ser llamativa la resistencia del otro hermano a entrar en la fiesta del Padre, ya que además de quedar patente su enojo por el recibimiento dado al hermano arrepentido, no es menos cierto que su gran problema es que su elevada autoestima (“siempre sin desobedecer una orden tuya…”) le hace estar ciego ante su condición pecadora que, si bien era mucho menor que la de su hermano pródigo, no dejaba de estar presente desde una sutil soberbia humana que lo elevaba a hijo sin necesidad alguna de pedir perdón al Padre. Su pecado era no tener sentido de pecado, y por ello no quiso entrar al banquete, mientras que su hermano, objetivamente más pecador que él, cubrió su miseria moral con un corazón contrito y humillado que Dios no desprecia (Salmos 51).
Por ello se hace urgente asumir que el camino hacia la salvación no es un camino elitista de iluminados o perfeccionistas; que no es el “crecimiento personal” al estilo del marketing moderno, sino que es siempre el camino de la humildad y sencillez (Mateo 11,25) por encima de la sabiduría a nivel solo intelectual. Ya se nos recuerda en la Biblia que “el principio de la sabiduría verdadera es el Temor de Dios” (Proverbios 9), pues ese temor no es servilismo sino que nace del amor reverencial hacia Dios que nos ama y al que no debemos ofender. Pero ese temor de Dios, que es Don del Espíritu Santo, unido inseparablemente a la humildad de reconocerse pecador, nos abre la puerta a la Misericordia Divina que sobrepasa, con mucho, la gravedad de nuestra falta siempre que hagamos propósito de enmienda tras examinar la conciencia y manifestar dolor ya sea de contrición (perfecto) o al menos de atrición (imperfecto pero suficiente para evitar la condenación). Tal es la manera de preparar una buena confesión como nos enseña la doctrina tradicional de la Iglesia, y que supone la garantía más cierta de caminar hacia la resurrección eterna.
Entonces, rompamos la soberbia que nos hace creernos “buenos” por nosotros mismos, y admitamos con sencillez que sin Dios nada somos ni podemos, y que precisamente nuestra dignidad radica en sabernos y ser hijos de Dios. Alentemos un legítimo orgullo nacido de la filiación divina y expulsemos de nuestra conciencia, individual y colectiva, ese absurdo antropocentrismo que hace inviable el camino hacia la resurrección. Para ello se hace preciso derribar una serie de tópicos o “ruedas de molino” (mentiras con apariencia de verdad) que llevan demasiado tiempo instalados en el pensamiento y líneas de acción pastoral, por ejemplo:
– Catequesis de primera comunión sin referencia alguna al pecado y al infierno, con lo que los niños ya crecen sin sentido alguno de la responsabilidad moral individual.
– Homilías Dominicales sin toques concretos a las conciencias, sino solo basadas en una teología narrativa que adolece de profundidad y no llega al corazón de los fieles.
– Preparación catequética al matrimonio que obvia por completo señalar las situaciones de pecado mortal en la convivencia prematrimonial, la anticoncepción artificial, el adulterio…etc
– Eliminación en la Liturgia de todos aquellos signos que revelan la condición del fiel ante su Padre Dios, como la supresión de los reclinatorios para comulgar o incluso de los mismos bancos del Templo con lo que se “incita” a los fieles a no arrodillarse en la Consagración….etc
Podrían ponerse más ejemplos, pero estos cuatro son representativos de una pastoral que parece estar más orientada a regalar los oídos que a evangelizar los corazones. Se requiere “recuperar” en el sentido no inmovilista del término, una legítima tensión misionera que despierte las conciencias dormidas y abiertamente drogadas por una teología modernista que busca por encima de todo no tocar la sensibilidad humana del fiel creyente para que siga con su Fe pero separada de la Humildad (en perfecta imitación con Satanás: creyente y a la vez soberbio, sabio y entendido….), y, de esa manera, lejos de hacer el verdadero camino hacia la resurrección se vea implicado en la peor de todas las “felicidades” que es: vivir “alegres” dentro de la mentira.
Solo se puede vivir feliz dentro de la verdad, y solo Cristo es La Verdad. Si queremos resucitar y vivir eternamente felices, sólo hay un camino: reconocer nuestro pecado y avanzar a la casa del Padre como hizo el hijo pródigo en la parábola del Padre Misericordioso.
[Boletín de la Diócesis de Oruro, Bolivia. Obispo Mons. Bialasik]