El mes de octubre es tiempo mariano por excelencia (como en mayo) al ser mes del Santo Rosario. Es un acicate para reflexionar sobre cómo vivimos la devoción a la Madre de Dios: no sólo desde el aspecto sensible y/o cultural, que es loable por supuesto, pero sobre todo desde lo que influye en la vida de cada uno para ser mejor persona y, por ende, mejor cristiano. Examinemos en nuestra intimidad tres aspectos de esa devoción profunda: María como Madre de Dios, como Madre de toda la humanidad y como Madre de la Iglesia.
María es Madre de Dios Hijo: inmenso misterio y no por ello poco real. Como madre es la que más ama del mundo, mejor que todas las madres juntas. Si es madre de Dios Hijo, ella sabe muy bien que lo más extraño a Cristo es el pecado. Entonces, si de verdad somos devotos de María, lo primero es ser conscientes de la maldad del pecado en nuestras vidas, y, por tanto, luchar cada día por no caer en la tentación, con la ayuda de la siempre cercana gracia. Ser devoto de María supone acercarnos al sacramento de la confesión con frecuencia, y también frecuentar la eucaristía siempre que estemos en gracia de Dios. Asumamos nuestra frágil condición humana y acudamos a María Santísima para que alumbre nuestras conciencias para no sólo no pecar sino también huir de toda ocasión de pecado; y, cuando éste suceda en nuestra vida, acudir al regalo de la misericordia divina en la confesión sacramental.
María es Madre de la humanidad. Madre de Dios y Madre nuestra. Y toda madre quiere que sus hijos se amen, y no que se enfrenten. Si tenemos devoción mariana, ¿cómo es posible mantener en nuestras vidas sentimientos de rencor o desprecio hacia los demás? ¿Cómo puedo rezar a Santa María albergando a la vez pensamientos de odio u ofensa a otros en mi corazón? ¿Cómo puedo maltratar al prójimo ya sea de obra u omisión?; Asumir nuestra condición de hijos supone aceptar que somos hermanos y, por ello, sólo desde el amor al prójimo (con preferencia a los que más sufren) es posible mantener una sincera devoción a María.
Y, por último, María como Madre de la Iglesia. Una devoción mariana verdadera no es posible ajena a la Iglesia de Cristo. No podemos separar de nuestra vida Cristo de la Iglesia, o María de la Iglesia. La Virgen nos quiere unidos dentro de la Iglesia Católica, con todas sus miserias humanas que siempre hubo y habrá, pero con fe cierta de que la Iglesia, fundada y fundamentada en Cristo, es mantenida por el Espíritu Santo hasta el final de los tiempos y es la gran mediación entre Dios y todos los hombres. La devoción a María supone sentirnos miembros vivos de la Iglesia, amarla con todo nuestro corazón e incluso aceptar con nuestra inteligencia hasta aquello que no comprendamos o nos desagrade desde un frío racionalismo. María nos quiere unidos en la Iglesia, y con afán de evangelizar a toda persona en todas las naciones del mundo. Quiere que amemos mucho al Papa, al Obispo y que aceptemos de corazón las enseñanzas evangélicas interpretadas correctamente por el Magisterio. De esa manera correspondemos al gran amor que como Madre nos tiene María.
Concluyo con una cita del beato Juan Pablo II: “Si bien María es nuestra madre en lo afectivo, sin duda que la Iglesia es nuestra madre en lo doctrinal”