La Epifanía según el Beato Abad Marmión: un llamado a las naciones paganas

Los Padres de la Iglesia ven en el llamado a los Reyes Magos a la cuna de Jesucristo la vocación de las naciones paganas a la fe. Este es el fundamento mismo de este misterio y así lo explicita la Iglesia en la colecta, es ahí donde resume los anhelos de sus hijos en esta solemnidad: Deus qui hodierna die Unigenitum tnum GENTIBUS stella duce revelasti. 

El Verbo Encarnado se manifiesta, primero, a los judíos en la persona de los pastores. ¿A qué se debe esto? Se debe a que los judíos son el Pueblo Escogido, es de este pueblo del que surgiría el Mesías, el Hijo de David. Esta majestuosa promesa, que culminará con el establecimiento del reino mesiánico, había sido hecha a ese pueblo; fue  a ellos a quien Dios había confiado las Sagradas Escrituras y a quienes había entregado la Ley, en todo esto, y en cada uno de sus elemento, está prefigurada la gracia que encarnará Jesucristo. Es justo, entonces, que el Verbo Encarnado se manifestase inicialmente a los judíos.

Los pastores, gente simple y honesta, representaron al pueblo elegido junto al moisés: Evangelizo vobis gaudium magnum… quia natus est vobis hodie Salvator (Lc 2, 10-11).

Posteriormente, en su vida pública, Nuestro Señor se manifestaría de nuevo a los judíos a través de su sabiduría, de su doctrina, de su esplendor y de sus milagros.

Encontraremos, inclusive, que limita sus enseñanzas a los judíos solamente. Véase, por ejemplo, el caso de la mujer cananea de la región pagana de Tiro y Sidón, que le pide a voces que tenga piedad de ella. ¿Qué es lo que responde Jesucristo a sus discípulos cuando estos intervienen en su favor? «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15, 24). Fue necesaria la ardiente fe y la profunda humillación de la pobre mujer pagana para poder arrebatarle a Jesucristo, por decirlo así, la gracia por la que imploraba.

Así mismo, durante su vida pública, cuando Nuestro Señor envió a sus apóstoles a predicar la buena nueva, tal como Él mismo lo había hecho, díjoles: «No vayáis hacia los gentiles y no entréis en ninguna ciudad de samaritanos, sino id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 5-6). ¿A qué se debe este extraño requerimiento? ¿Estaban acaso los paganos excluidos de la gracia de la redención y de la salvación de Jesucristo? De ninguna manera; en la economía divina les estaba reservado a los apóstoles la evangelización de las naciones paganas una vez que los judíos hubiesen rechazado definitivamente al Hijo de Dios, una vez que hubiesen crucificado al Mesías. Al morir Jesucristo en la cruz el velo del templo se rasga en dos para mostrar que la Antigua Alianza con el pueblo hebreo había llegado a su fin.

Ciertamente, muchos judíos no quisieron recibir a Jesucristo. El orgullo de algunos y la sensualidad en otros cegó sus almas y rehusaron recibirlo como el Hijo de Dios. Es a estos a los que San Juan se refiere cunado dice, «Y la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron (Jn 1; 5 y 11). Nuestro Señor, por lo tanto, les dice a los judíos no creyentes: «El reino de Dios os será quitado, y dado a gente que rinda sus frutos» (Mt 21, 43).

Las naciones paganas están llamadas a ser la herencia prometida por Dios Padre a su Hijo Jesús: Postula a me, et dabo tibi gentes haereditatem tuam (Sal 11, 8). Él mismo, Nuestro Señor, nos dice: «El buen pastor pone su vida por las ovejas», agregando inmediatamente, «Y tengo otras ovejas que no son de este aprisco». Alias oves habeo, quae non sunt ex hoc ovili. «A ésas también tengo que traer; ellas oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 11-16).

Es por esto que, antes de ascender a los cielos, Jesús envía a sus apóstoles a continuar su obra y su misión salvífica, mas ya no entre las ovejas perdidas de Israel, sino a todos los pueblos. «Id, pues», les dice, «enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado…  Y mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo» (Mt 28, 19-20).

El Verbo Encarnado, sin embargo, no aguardó hasta su Ascensión para asperjar ampliamente la gracia del Evangelio al mundo de los gentiles. Tan pronto como apareció aquí en la tierra invitó a ese mundo, en la persona de los Reyes Magos, a su pesebre. Su Eterna Sabiduría nos muestra que trajo paz , Pax hominibus bonae voluntatis (Lc 2, 14), no solo a aquellos en su entorno —los judíos fieles representados por los pastores— sino también a «los que estabais lejos» —los paganos representados por los Reyes Magos. En las palabras de San Pablo, de los dos pueblos hizo uno: Qui fecit utraque unum, ya que solo Él, en virtud de la unión de su humanidad y su divinidad, es el mediador perfecto «Y así por Él unos y otros tenemos el acceso al Padre, en un mismo Espíritu» (Ef 2; 14, 17-18).

El llamado a los Reyes Magos y su santificación significa la vocación de los gentiles a la fe y a la salvación. Dios envía un ángel a los pastores, ya que el Pueblo Escogido estaba acostumbrados a apariciones de espíritus celestiales; para los Magos en cambio, que estudiaban los astros, causa la aparición de una estrella maravillosa. La estrella es el símbolo de un esclarecimiento interior que ilumina las almas para así llamarlas a Dios.

El alma de toda persona adulta está, de hecho, iluminada, una vez cuando menos, como la de los Magos, por la estrella de la vocación a la salvación eterna. A todos les es dada una luz. Es dogma de nuestra fe que Dios «quiere que todos los hombres sean salvos »: Qui OMNES homines vult salvos fieri, et ad agnitionem veritatis venire (1 Tim 2, 4).

El día del juicio todos, sin excepción, proclamarán con la convicción que resulta de las pruebas, la justicia infinita de Dios y la integridad de sus sentencias: Justus es, Domine, et rectum judicium tuum (Sal 118, 137). Todos aquellos que Dios ordene que se aparten de Él para siempre reconocerán que han sido ellos mismos los arquitectos de su propia ruina.

Ahora, esto no sería posible si los réprobos no hubiesen tenido la oportunidad de conocer y aceptar la luz divina de la fe. De no ser así, condenar a un alma a causa de una ignorancia invencible sería contrario a la bondad infinita de Dios, así como a su justicia.

Sin duda la estrella que llama a los hombres a la fe cristiana no es la misma para todos, brilla de diferentes maneras, mas ese brillo es lo suficientemente visible para que corazones de buena voluntad puedan reconocerla y verla como la señal de un llamado divino. En su Providencia, llena de sabiduría, Dios incesantemente varía sus acciones, tan incomprensibles como Él mismo. Verían de acuerdo con el eternamente activo empeño de su amor y las santas exigencias de su justicia. Es, aquí, necesario alabar la inmensidad insondable de los caminos de Dios, y proclamar que sobrepasan infinitamente  nuestros puntos de vista humanos. «Porque ¿quién ha conocido el pensamiento del Señor? O ¿quién ha sido su consejero?». O altitudo divitiarum sapientiae et scientiae Dei! Quam incomprehensibilia sunt judicia ejus et investigabiles viae ejus! (Rm 11, 33).

Hemos ya «visto la estrella» y hemos reconocido al Bebé de Belén como nuestro Dios y Señor, y tenemos la dicha de pertenecer a la Iglesia de la cual los Reyes Magos fueron el primer fruto.

En el oficio de esta festividad, la liturgia celebra esta vocación de toda la humanidad a la fe y a la salvación, en la persona de los Magos, como las nupcias de la Iglesia con su Consorte. Escuchad con cuanta alegría, con cuan magnifico simbolismo tomado del profeta Isaías, la liturgia proclama (en la epístola de la misa) el esplendor de este Jerusalén espiritual que está a punto de recibir en su seno a las naciones que son la herencia de su divino Consorte.

«Álzate y resplandece, porque viene tu lumbrera,
y la gloria de Yahvé brilla sobre ti. Pues mientras las tinieblas cubren la tierra,
y densa oscuridad a las naciones,
se levanta sobre ti Yahvé,
y se deja ver sobre ti su gloria. Los gentiles vendrán hacia tu luz,
y reyes a ver el resplandor de tu nacimiento.  Alza tus ojos y mira en torno tuyo:
todos estos se congregaron y vendrán a ti;
vendrán de lejos tus hijos,
y tus hijas serán traídas al hombro. Entonces lo verás, y te extasiarás;
palpitará tu corazón y se ensanchará; pues te serán traídas las riquezas del mar;
y te llegarán los tesoros de los pueblos (Is 60, 1-5).

Démosle incesantemente gracias a Dios, «Él nos ha arrebatado de la potestad de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor» (Col 1, 13), es decir, a los brazos de su Iglesia.

El llamado a la fe es un beneficio extraordinario, porque contiene en germen la vocación a la beatitud eterna de la contemplación Divina. Jamás debemos olvidar que este llamado fue el primer albor de la misericordia de Dios para con nosotros, y que para el hombre todo se reduce a la fidelidad a esa vocación; la fe es la que nos lleva a la Visión Beatifica (colecta de la festividad).

No debemos tan solo agradecer a Dios la gracia de la fe cristiana, sino que debemos hacernos diariamente merecedores de esa dadiva asegurando nuestra fe de todos los peligros de nuestra época —del naturalismo, del escepticismo, de la indiferencia y de la parcialidad a lo humano— y llevando una vida de fe, de constante fidelidad.
Imploremos a Dios, así mismo, para que otorgue el preciado regalo de la fe cristiana a todas las almas, «que en tinieblas y en sombra de muerte yacen»; imploremos a Nuestro Señor para que la estrella los ilumine; que en su dulce misericordia sea Él mismo el sol que los atienda desde lo alto: Per viscera misericordiae Dei nostri in quibus visitavit nos, Oriens ex alto (Lc 1, 78-79).

Esta oración es agradable a Nuestro Señor ya que, en efecto, es buscarlo para conocerlo y exaltarlo como el Salvador de la humanidad y el Rey de Reyes.

Y es, a la vez, agradable también al Padre,  porque este no tiene mayor deseo que la glorificación de su Hijo. Repitamos entonces con frecuencia durante estos benditos días la oración que el mismo Verbo Encarnado puso en nuestros labios: ¡Oh, Padre nuestro! «Padre de la Luz», venga tu reino, ese reino del que Jesucristo tu Hijo es el adalid. Adveniat regnum tuum! Que Vuestro Hijo sea por todos conocido, amado, servido, y glorificado, para que Él, a su vez, os manifieste a los hombres, y os glorifique en unión con el Espíritu Santo.

-Tomado de Jesucristo en sus misterios.

Beato Abad Columba Marmión

[Traducido por Enrique Treviño. Artículo original.]

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