En la oscuridad de las más desconocidas culturas aparece la tenue luz del sacrificio, que sale espontáneamente del hombre que se reconoce pecador o injusto, con el que espera obtener la benevolencia del Ser Supremo que casi siempre desconoce, y cuya existencia admite, así como su actuación en todos los acontecimientos de la vida humana.
Desde que el hombre es hombre, ha sentido la necesidad de solicitar el auxilio de la Divinidad, de desagraviarla, de aplacarla o de darle gracias mediante ofrendas de animales, frutos u otros objetos de valor.
Sacrificar significa destruir algo en homenaje a Dios para reconocer su superioridad incontrastable, la adoración sobre todas las cosas representada por lo que se sacrifica o destruye, para darle gracias, para alcanzar el perdón, para solicitar nuevos favores. El mismo sacrificio tiene también generalmente un carácter expiatorio.
«La expiación es el acto con el que el hombre trata de aplacar la ira divina suscitada por un pecado o una ofensa y hacerse nuevamente propicio el favor divino, sujetándose a una pena. El sentimiento de la culpa, acompañado del temor de la pena y, por lo tanto, el deseo de expiación, se encuentran en todos los pueblos y en todas las religiones. El mismo sacrificio tiene también generalmente el carácter de expiación: la inmolación cruenta de un animal (y a veces de un hombre) debía servir para aplacar a Dios, apartar sus castigos y purificar a un pueblo del delito cometido».[1]
Los antiguos griegos y romanos sacrificaban ovejas, toros, aves y cervadillos. El Antiguo Testamento reconocía el poder del sacrificio de animales y otras ofrendas. Los primitivos habitantes de España sacrificaban toros a sus ídolos, igual que los añejos habitantes de Creta, hubo pueblos como los fenicios y los aztecas que ofrecían sacrificios humanos, formas incruentas de sacrificios se encuentran también en la antigüedad, a Flora se le ofrecían flores en abril y mayo, a Isis se le ofrecía una pequeña embarcación engalanada y cargada de perfumes y otros dones, al dios Pan se le ofrecían leche de cabra y miel.
Esta misma línea se sigue en la Biblia siempre con ofrenda sacrificial de animales. Podemos citar el memorable sacrificio de propiciación verificado por Noé después del diluvio.
Las descripciones de los antiguos historiadores, sobre la solemnidad que adquirían estos sacrificios y el interés y la atención con que iban seguidos por la multitud del pueblo, patentizan el sentido de pecado que existía en el pueblo, y su deseo de pacificarse con Dios mediante las ofrendas.
Ahora es el mismo Redentor el que ofrece su propia vida. Por su sumisión y amor, Cristo presentó a su Padre una satisfacción completamente adecuada, en reparación de la ofensa que había inferido a su majestad el desorden de todas las iniquidades del mundo.[2]
El sufrimiento de Cristo consistió en que Él cargó sobre sí las consecuencias del pecado: el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). Ya Isaías (c. 53) había predicho que el futuro Mesías había de ser la víctima propiciatoria y expiatoria por los pecados de los hombres como lo clarifica el evangelista San Mateo (20, 28; 26, 28). Obedeciendo hasta la muerte Jesús ha expiado la desobediencia de Adán y su descendencia.
Juan el Bautista es el primero que llama a Jesús Cordero de Dios. Empieza a descorrerle el velo. El cordero que sacrificaban los judíos todos los años en la víspera de la fiesta de Pascua y cuya sangre era el signo que libraba del exterminio (Ex 12, 13), figuraba a la Víctima divina que, cargando con nuestros pecados, se entregaría «en manos de los hombres» (Lc 9, 44), para que su Sangre «más elocuente que la de Abel» (Hb 12, 25), atrajese sobre el ingrato Israel (v. 11) y sobre el mundo entero (11, 52) la misericordia del Padre, su perdón y los dones de su gracia para los creyentes (Ef 2. 4-8).
San Pablo ya lo hará notar que con el sacrificio de Jesús en la Cruz ya no tiene sentido alguno el sacrificio de los animales. [3]
«Nadie, en realidad, sino Cristo, podía ofrecer a Dios Omnipotente una satisfacción adecuada por los pecados de la humanidad. Por eso quiso Él in-molarse en la Cruz, “víctima de propiciación por nuestros pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”. Asimismo se ofrece todos los días sobre los altares por nuestra redención, para que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos en la grey de los elegidos. Y esto no solamente para nosotros, los que vivimos aún en esta vida mortal, sino también para “todos los que descansan en Cristo”.»[4]
La teoría luterana se detiene en el aspecto externo de la Pasión y Muerte de Jesús, en lo que no ven más que un castigo de Dios por nuestros pecados, considerando al Señor solamente una víctima pasiva de la justicia vindicativa de Dios. La doctrina católica la rechaza y evidencia el contenido moral de la Redención (amor, humildad, obediencia de Cristo).[5]
Para Jesús no existe ninguna casualidad ni simple malicia de los hombres que provocan su sufrimiento. En el fondo de todo dolor asoma la voluntad del Padre que del sacrificio ha de sacar mucho fruto para la salvación de la humanidad.
Jesucristo sufrió como Siervo de Yahvé sirviendo a los demás, a todos los hombres. Tal servicio consiste en dar la vida por ellos. Se entrega en manos de los pecadores, incluso del demonio, y con ello sufre. El sufrimiento, pues, es ingrediente esencial y absolutamente nuevo en la salvación cristiana.
Y estas son las tres condiciones del sufrimiento de Jesús:
Sufre voluntariamente. En diversas ocasiones había señalado a sus íntimos que Él sería detenido, condenado, maltratado y martirizado, y que lo haría voluntariamente. Se había ofrecido para la salvación de toda la humanidad pecadora, y el precio de la Redención era nada menos que la serie interminable de los dolores y angustias de su Pasión.
Podría liberarse de los que lo llevaban preso, podría huir de su detención, podría haber quitado suavemente los clavos de la Cruz, podría haber castigado instantáneamente a sus verdugos, pero ya había manifestado claramente: Yo la luz, he venido al mundo para que todo el que cree en Mí no quede en tinieblas. Si alguno oye mis palabras y nos las observa, Yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo (Jn 12, 46-47).
Por eso aunque le aterra la perspectiva de su Pasión, dirá al Padre: Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya,[6] y la voluntad del Padre es su Pasión.
Jesús sufre serenamente. Ni una protesta en medio de las torturas, ni una llamarada de odio hacia los que sí le odian, ni una amenaza contra sus torturadores, lo mismo cuando le acribillan de golpes y salivazos, como cuando le agujerean manos y pies para suspenderle de la cruz.
Había enseñado nítidamente su lección: Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). El dolor es enemigo también para Jesús. Le es antipático, humillante, pero lo acepta porque es el único camino de la Redención universal, y Él se llama Jesús que significa Salvador. Para hacerlo cumple los designios tan dolorosos impuestos por el Padre.
Y en tercer lugar, sufre su Pasión desinteresadamente. Vino a salvar. Enseñó la senda de la salvación con palabras y con obras. Pero muchos no quisieron recibir su mensaje. Es angustioso escuchar a Jesús: Si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado no tendrían pecado, pero ahora están en pecado y no se pueden disculpar. Si no hubiera hecho ante ellos cosas que antes nadie había hecho no estarían en pecado pero las han visto y me odian a Mí y a mi Padre.
Morirá por todos, comenzando por los judíos, aun cuando sabe que no lo apreciarán como ya lo comprobó según testimonio de Juan: Después de tantas señales milagrosas que Jesús había hecho delante de ellos los judíos no creyeron en Él.
Jesús tiene plena conciencia de su papel de Salvador, por cuyo cumplimiento acepta todas las torturas. Lo dijo sin disimulos: No he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo.
La actitud de Jesús ante el dolor, es una escuela nueva de fortaleza, de serenidad de generosidad para con los demás.
Cristo sufrió por los pecados previstos, luego, es normal que los discípulos de Jesús sufran por el pecado que ven ante la innegable acción diabólica en el mundo: ideologías inicuas, olas de perversión sexual, corrupción generalizada.
El Apocalipsis responde muy claramente a la cuestión afirmando la acción del diablo: la potencia política que se hace adorar (12, 1-10), la potencia espiritual de falsos profetas y falsos místicos (13, 11-17), la seducción de las riquezas materiales (17, 1-6).[7]
La lucha es inevitable, pero la victoria segura, si somos ser fieles.
Germán Mazuelo-Leytón
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[1] Cf.: Diccionario de teología dogmática.
[2] Cf.: GÉNESIS, VIII, 21 y IX, 13-20.
[3] Cf.: CARTA A LOS HEBREOS, VII, 26-27.
[4] PÍO XII, Encíclica Mediator Dei, 92.
[5] Cf.: Diccionario de teología dogmática.
[6] LUCAS, 22, 42.
[7] Cf.: RIVERA RAMÍREZ, Siervo de Dios JOSÉ, La Semana Santa.