Se ha dicho no sin razón que la imaginación es “la loca de la casa”. Pero librándonos de momento de esa locura, buscaremos ayuda en ella para imaginar algunas escenas de lo más cuerdas posibles.
Imagina que ahora mismo son las ocho de la mañana y te llaman por teléfono. Al atender escuchas la voz de tu mamá que dice: “¡Hijo… ayúdame, me estoy quemando!” Se corta la llamada. Desesperado intentas saber dónde está tu madre, pero sin éxito alguno. Al mediodía se repite igual llamado e igual reclamo: “¡Hijo… ayúdame, me estoy quemando!” Y eso se repite a la noche. Por sentido común entendemos que nadie se quedaría de brazos cruzados. Hay un deber imperioso que nos impele a ayudar a quien amamos y que sabemos está sufriendo. Y bien, mencionamos tres llamados a lo largo de todo un día. Imaginemos que efectivamente esas quemaduras fueren bien reales pero solo en tres momentos diarios, los tres indicados. Solo tres, sí, pero: ¡¿acaso no nos hemos quemado nunca?! Quien se ha quemado en alguna oportunidad aunque sea tan solo un segundo (¡literal, un segundo!), habrá experimentado lo insufrible que se siente. De modo que tres quemadas al día resultan ya de por sí algo terriblemente insoportable. Con todo, continuemos. Hemos llegado hasta aquí, hemos activado un poco la imaginación. No perdamos el hilo.
Vía experiencia sabemos lo que significa en nosotros quemarnos un segundo. Logramos alcanzar por la imaginación lo que sería quemarnos unos segundos más. Si aún lográsemos extender nuestras imágenes a un minuto o varios minutos quedaríamos sin palabras. Ahora: un esfuerzo más. ¿Podemos imaginar lo que sería una hora de estar quemándonos? ¿Se puede? ¿Y cinco horas? ¿Puedes? ¿Y quince horas de fuego? ¿Alcanzas? ¿Y veinticuatro horas de intensas llamas? ¿Y tres días? ¿Y una semana? ¿Y un mes? ¡Un mes! ¿Y un año completito? Impensado. Parece que ya no podemos más. Nos parece algo completamente imposible. Sería enloquecedor saber que efectivamente un ser amado sufre tormentos indecibles. Pero aun así: ¿qué no haríamos para intentar aliviar esos sufrimientos de la persona que decimos amar, hasta, si pudiésemos, hacer que desaparezcan?
Por analogía con lo anterior, veamos qué sucede tras el fallecimiento de quienes mueren en gracia, pero que aún deben pagar. Aunque aquello imaginado en párrafos anteriores nos resulte desorbitado, inimaginable, excesivo tanto en tiempo como en sufrimientos, aun así nos quedamos cortos cuando se trata del Purgatorio. En una mentalidad fuera de los ámbitos de la fe verdadera, hablar de sufrimientos por fuego resultaría una invitación a despreciar a Dios. Mas, desde los dominios de la fe revelada, estamos parados ante la justicia y misericordia divina. Allende a la muerte existe una suerte de cárcel, hoy tan olvidada, llamada, repito, Purgatorio. Es un lugar de grandísimos sufrimientos, pero aceptados por quien los sufre con un amor también grandísimo hacia Dios, justo y misericordioso. El alma acepta con un amor decidido purgar allí por lo que aquí en esta vida no se purgó. No hay ningún tipo de cuestionamiento de la decisión divina, ninguna queja rencorosa, ninguna posibilidad de agregar algún nuevo pecado por mínimo que fuere. El alma purgante está ya confirmada en gracia, la voluntad está fijada ya en el Amor Divino, y, el alma que padece está certísima de que, sea cual fuere el tiempo que deba padecer, finalmente llegará el momento en que volará purísima al encuentro glorioso y eterno con Dios, Nuestro Señor. Los muertos en pecado mortal jamás van al Purgatorio. Para estos últimos está reservado el infierno eterno, esto es, el lugar donde irán los condenados y en el que están los demonios con su cabeza, Satán, lugar eterno, sin posibilidad de cambio, tristísimo, henchido de pesares, de tormentos sin fin, de oscuridad, de desesperación, de asquerosidad y hediondez, de soledades tenebrosas, y donde principalmente lo que más atormentará (mucho más que los sufrimientos físicos) será lo que se conoce como la pena de daño (distinta a la otra llamada pena de los sentidos), y que es saberse fuera de la amistad del Amor sin igual, es decir, de Dios.
‘Visitar a los que están en la cárcel’ es una de las siete obras de misericordia corporal, y ‘rezar por los vivos y difuntos’ es una de las siete obras de misericordia espiritual. Por la razón que fuere, no siempre se va a visitar a los presos de este mundo, pero pienso que no cuesta nada rezar por quienes están presos en el otro, en el Purgatorio, al que por analogía se lo puede ver también como una cárcel.
Es imperioso que recemos por las almas que se purifican. Y como no sabemos a ciencia cierta donde están nuestros seres amados, donde ha ido a parar tal o cual alma, debemos rezar diariamente por ellos. Así, nuestras diarias oraciones por los difuntos serán de inmensísimo consuelo para ellos en caso de que alguno se halle aun experimentado los pesares del lugar destinado a purgar, para así más luego volar al cielo.
He denominado al Purgatorio ‘La Prisión Naranja’, atento a qué, allí hay fuego y las llamas se me figuran del color indicado. El fuego del purgatorio debe ser algo luminoso. El fuego del infierno quema sin iluminar: tinieblas ardientes llenas de espanto, desolación y torturas.
En el Nuevo Testamento vemos que Cristo dijo: “Si alguno habla contra el Hijo del Hombre, esto le será perdonado; pero al que hablare contra el Espíritu Santo, no le será perdonado ni en este siglo ni en el venidero” (Mt. 12, 32). Con eso de “siglo venidero” hace referencia a lo que sucede del otro lado de esta vida. Y si hay lugar donde aún se puede alcanzar el perdón, eso prueba de que hay Purgatorio.
Lo que por sobre todo consuela a las almas del Purgatorio son las Santas Misas que por ellas se pide. Las alivian nuestras comuniones, las oraciones y las indulgencias. También es excelentísimo alivio el Santos Rosarios, pues es remedio eficacísimo para librarlas del fuego. El deber es rezar a diario para que salgan de allí. ¿Qué nos ha dicho el gran Concilio de Trento? “Cuiden con suma diligencia que la sana doctrina del Purgatorio, recibida de los santos Padres y sagrados concilios, se enseñe y predique en todas partes, y se crea y conserve por los fieles cristianos”. San Juan Crisóstomo ha dicho en el siglo V estas bellas palabras: ““Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (Jb. 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? (…). No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos” (Homilía 43).
Hoy ya no se piensa prácticamente en el Purgatorio. Ingresa en el haber del modernismo el que ya poco se tenga en cuenta el consabido lugar. Hablar de Purgatorio, de fuego, de penas, de sufrimientos, de purgar, al parecer no hace bien a los oídos modernos. Dios sería un ser malo, si sometiera a una purificación. Entonces muchos se dicen: “¡Oh!, ¿qué es eso del fuego?” He concurrido a velorios en donde el sacerdote poco más ya canonizaba al difunto. Parece que para muchos, todos, al fallecer, vuelan al cielo. Y hasta está muy extendida la moda de considerar que las mascotas al morir, parten rumbo a una morada celestial en la que disfrutarán de sabrosos trozos de carne y manjares sin cuento.
Pocos son, según enseñanza de los santos, los que luego de morir ingresan al cielo directamente sin pasar por el Purgatorio. Debemos pedir a Dios, siempre, todos los días, nos ayude a bien morir, esto es, en Su amistad. La Virgen pidió en Fátima penitencia, y mostró a los tres pastorcitos cómo una inmensa cantidad de almas, al modo en que caen las gotas de la lluvia, eran precipitadas en el infierno por, verbigracia, seguir las modas indecentes… En fin, por vivir y morir en pecado mortal, alejadas de Dios. El alma en gracia que no haya alcanzado a reparar todos sus pecados en este mundo, lo deberá hacer en el venidero. Quizá nos toqué ese paso.
Recemos por todas las almas del Purgatorio, y roguemos para que, si llegamos a estar algún día allí, otros rueguen por nosotros.
Santa Catalina de Génova afirma: “El Señor es todo Misericordia: está ante nosotros con los brazos abiertos para recibirnos en su gloria. Pero veo también que la Esencia Divina es de tal pureza que el alma no puede sostener su mirada a menos que sea absolutamente inmaculada. Si tal alma encontrara en sí misma el menor átomo de imperfección, en lugar de quedarse con una mancha en presencia de la Infinita Majestad, se precipitaría a las profundidades del Infierno. Al encontrar que el Purgatorio se encuentra dispuesto para limpiar las impurezas, el alma se precipita en él; además, considera que es merced a una gran misericordia que un lugar así le es dado, para lograr liberarse de aquello que le impide acceder a la Felicidad Suprema”.
Hermosas son las palabras que uno puede leer en el libro del Antiguo Testamento llamado Tobías. Se nos dice: “la limosna libra de la muerte, y es ella que borra pecados y hace hallar misericordia y vida eterna” (Tobías 12, 9). Comentando este pasaje, enseñó Mons. Straubinger: “Por limosna han de entenderse aquí todas las obras de misericordia. ‘Así como el fuego del infierno –dice San Cipriano- se apaga con el agua saludable del bautismo, así la llama del pecado se apaga con la limosna y las obras buenas’. ‘Las limosnas –dice San León Magno- borran pecados y preservan de la muerte y del infierno’.” Como se ve, no solo por limosna se entiende el dar dinero o algo material, no. Queda comprendido bajo el término “limosna” todo tipo de obras de misericordia. Entonces, no tenemos ninguna excusa para decir “yo no puedo dar limosnas”, pues es tan amplia la gama de obras de misericordia, que deberíamos constantemente estar rebalsando de ellas. El hombre más pobre del mundo en cuanto a dinero, puede ser riquísimo en cuanto a limosnas para dar.
No hagamos oídos sordos a las siguientes palabras de la Biblia negadas por el protestantismo, y –no podía ser de otra manera-, silenciadas por el modernismo: “Es pues un pensamiento santo y saludable el rogar por los difuntos, a fin de que sean libres de sus pecados” (2 Macabeos 12, 46).