La sabiduría

A lo largo de los siglos, la historia ha contabilizado en sus particulares registros una serie de hombres entusiasmados con la idea de alcanzar la sabiduría. Ésta ha sido sin duda una meta anhelada por un gran número de individuos, pero no todos ellos supieron reconocer entre la multitud de artes, ciencias y letras a la dama más distinguida, o dicho de otro modo, el grado más alto del conocimiento.

Unos identificaron la sabiduría con la conquista de saberes ocultos, conocimientos prohibidos que les permitieran dominar elementos y fuerzas no naturales, a fin de obtener riquezas, fama y poder. También para lograr el favor de estas fuerzas oscuras y desconocidas, o al menos para protegerse de ellas. El deseo de no morir estuvo sin duda detrás de muchos de estos esfuerzos. Gilgamesh rozó la inmortalidad, pero en el último instante una serpiente le arrebató la planta que podría haberle hecho vivir para siempre. Es significativo que incluso los mitos insistan en enseñarle al hombre que su destino es morir. Chamanes, magos, nigromantes y alquimistas son los cofrades de este gremio sombrío de la humanidad. A pesar de sus esfuerzos, con los metales y los espíritus, ninguno logró trascender su condición e impedir que la muerte disfrutase de su momento de gloria. Ninguno logró la inmortalidad, ni accedió que sepamos al reino de los muertos conservando sus riquezas ni su grado entre los demás hombres.

Por otra parte, los gnósticos —que todavía existen entre nosotros, como los cofrades del anterior gremio sombrío— pretenden que la sabiduría se reduce a la posesión de verdades secretas que estarían en manos de unos cuantos iniciados. Ostentar estas recónditas verdades les garantizaría la salvación. Salvación, por supuesto, reservada únicamente a ellos. Hoy, los modernos gnósticos se reúnen en secreto para urdir el mal, y diseñan los destinos de naciones y pueblos de acuerdo a la sabiduría de Prometeo, o de su correlativo cristiano: Satanás. Pero ésta, según Santiago, es una sabiduría terrena, sensual, endemoniada, que nada tiene que ver con esa otra sabiduría que viene de arriba[1].

Toda la filosofía metafísica y presocrática, ocupada del ser y de los principios y causas primeras anduvo mucho más cerca de la verdadera sabiduría. Asimismo, algunas religiones han sido capaces de intuir la verdad suprema, y llegado el caso, algunos de sus fieles, han reconocido esa sabiduría eterna o increada, el Verbo divino manifestado en un niño. Pero por un designio elevado, estas cosas fueron escondidas a los sabios y los entendidos, y reveladas por el contrario a los sencillos[2].

A menudo se ha relacionado la sabiduría con la erudición, y más recientemente con la especialización o la cultura. Con todo, tampoco consiste la sabiduría en el conocimiento profundo de las ciencias, las artes y las letras. De la clase de sabios y entendidos que, teniendo a la vista las maravillas de Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias, San Pablo dice que pierden el tiempo en razonamientos vanos y que su corazón está lleno de oscuridad. Y por eso alardeando de sabios, se vuelven necios[3]. No hay sencillez en estas almas, que no han sabido conciliar su erudición con los misterios divinos.

¿Dónde reside así pues la sabiduría? ¿Dónde el grado más alto del conocimiento? ¿Cuál es el saber fundamental que vuelve al hombre sabio? ¿Quién es a fin de cuentas el hombre sencillo?

Para el autor del libro del Sirácida, «toda sabiduría viene del Señor»[4]. Y esta sabiduría «estriba en el temor de Dios»[5]. Abundando en esa misma idea, el autor del libro de la Sabiduría profiere una advertencia contra aquellos que aborrecen la verdadera sabiduría: «Desgraciado el que desprecia la sabiduría y la disciplina; vana es su esperanza, infructuoso su trabajo e inútiles sus obras»[6]. Aquí se precisa la relación que existe entre sabiduría y disciplina. Pedro, en la primera de sus cartas, dirá: «comportaos sabiamente»[7]. Y Santiago, que el hombre sabio muestre con su buena conducta su sabiduría[8]. Por eso descubre el cristiano que la Sabiduría con mayúsculas, la auténtica Sabiduría, es una persona, Cristo crucificado, locura para los necios del mundo, pero sabiduría de Dios, y por tanto modelo de todo hombre sabio[9].

Un hombre temeroso de Dios será aquel que demuestre que lo ama, aquel que recibe su palabra y la da por válida, cumpliendo lo que el Señor le pide. La petición más sucinta de todas por parte de Dios quizá sea la de apetecer la santidad: «sed santos en toda vuestra vida, como es santo el que os ha llamado, pues así lo dice la Escritura: Sed santos, porque yo soy santo»[10].

Salomón, ejemplo de rey sabio en los anales de la historia, pidió un corazón prudente para gobernar con justicia y saber discernir entre lo bueno y lo malo. Y Dios añadió a esta petición riquezas y fama, a cambio de seguir sus mandamientos y cumplir sus leyes[11]. El necio por el contrario dice en su corazón: Dios no existe, y sigue sus propios caminos. Por eso el hombre opuesto al necio es el sabio, el que sabe ajustarse a lo que le conviene, que es la gloria divina y su felicidad en ella.

En sentido bíblico, así pues, la sabiduría consiste en descubrir a Dios y en cultivar su amistad, tratando de parecerse lo máximo posible al modelo supremo, Jesucristo, la sabiduría de Dios encarnada. Sabio es por tanto quien reconoce esa verdad y vive conforme a ella.

El gran maestro espiritual de La vida interior se preguntaba «¿cuándo, en fin, comprenderé yo mi dignidad… y la estimaré lo suficiente para no rebajarme jamás?… Llamado a elevarme hasta Dios, ¿cómo descenderé hasta el animal?»[12]. Todo hombre, en definitiva, tiene ante sí dos modos de gobernarse: o se conduce sabiamente y opta por el camino que le ha marcado Dios, o vive como un necio, apostando por un camino alternativo, en cuyo final muy probablemente no hallará a Dios.

La sabiduría reside en esa elección.

Luis Segura

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[1] Santiago 3, 15.

[2] Mateo 11, 25.

[3] Cf. Romanos 1, 18-23.

[4] Sirácida 1, 1.

[5] Ibid., 19, 20.

[6] Sabiduría 3, 10.

[7] 1 Pedro 3, 7.

[8] Santiago 3, 13.

[9][9] Cf. 1 Corintios 1, 18-29.

[10] 1 Pedro 1, 15-16.

[11] 1 Reyes 3, 9-14.

[12] Joseph Tissot: La vida interior, Herder, 2011, 2ª edición, p. 74.

Luis Segura
Luis Segurahttp://lacuevadeloslibros.blogspot.com
Escritor, entregado a las Artes y las Letras, de corazón cristiano y espíritu humanista, Licenciado en Humanidades y Máster en Humanidades Digitales. En estos momentos cursa estudios de Ciencias Religiosas y se especializa en varias ramas de la Teología. Ha publicado varios ensayos (Diseñados para amar, La cultura en las series de televisión, La hoguera de las humanidades, Antítesis: La vieja guerra entre Dios y el diablo, o El psicópata y sus demonios), una novela que inaugura una saga de misterio de corte realista (Mercenarios de un dios oscuro), aplaudida por escritores de prestigio como Pío Moa; o el volumen de relatos Todo se acaba. Además, sostiene desde hace años un blog literario, con comentarios luminosos y muy personales sobre toda clase de libros, literatura de viajes, arte e incluso cine, seguido a diario por personas de medio mundo: La Cueva de los Libros

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