Durante el mensaje navideño de la reina Isabel, la monarca más longeva en toda la historia británica, algo me llamó la atención. Me pareció que en sus ojos había una tristeza perceptible, como si quisiera permitirnos columbrar fugazmente lo que quisiera ser como monarca de la Gran Bretaña —una monarca cristiana neta— y no lo que se le permite ser.
Véalo usted mismo:
Ya hace mucho que dejé de esperar el día en el que la reina Isabel alzara su voz en una defensa estentórea del matrimonio, de los nonatos o de la familia, todos tan gravemente hostilizados en su país, quizá más que en ningún otro. Otorgarle el título de caballero a Elton John fue, para mí, la gota que colmó el vaso.
Sin embargo, gracias a mis amigos católicos ingleses entiendo que, si hay algún reo en el palacio de Buckingham es ella; quizá esto no sea más que una ilusión por su parte, lo ignoro. De cualquier forma, no cabe duda de que la gracia y la elegancia del mensaje navideño de la reina, junto con el vídeo que lo acompaña, nos hace recordar un mundo (¡y uno mucho mejor!) que está desapareciendo rápidamente y que verá su crepúsculo con el fallecimiento de esta generación isabelina. Posiblemente, este recordatorio viviente, explica esa tristeza a ambos lados de la cámara.
A pesar del caos social y religioso que desgarra a la Gran Bretaña, estos pocos retazos de la gran tradición de la familia real —personificada en la ya casi nonagenaria reina— representan más esperanza para los hombres de todo el mundo, de lo que el gobierno de David Cameron es capaz de imaginarse o comprender; ya no se diga aportar.
Incluso los católicos tradicionalistas de aquel país, le otorgan el beneficio de la duda a “su dama”, mientras se aferran a los fugaces y marchitos recuerdos de aquellos días magníficos que ella representa. Se le ha arrebatado casi todo el poder real, con excepción de su poder personal para rememorar cual era el tenor de la gracia y la bondad, su apariencia, su voz y su actitud, antes de que ese mundo fuera entregado, de modo sumario, a los vándalos.
Sería bueno que el Papa Francisco pudiera ver esto. El implacable igualitarismo de su cosmovisión juzga a esos mismos bastiones de la fe, la nobleza y la monarquía como cosas del medievo dignas del desprecio de “nosotros, el pueblo”. Es más, considera que su deber es derribarlos, prefiriendo los hoteles a las habitaciones papales; el calzado negro de trabajo en lugar de las zapatillas encarnadas (que simbolizan la sangre de los mártires) y el lenguaje burdo del vulgo al discurso selecto de los vicarios de Cristo. ¡Cuán extraño y burgués le parecerá éste reciente sucesor de Pedro a la noble reina inglesa que, amén de sus defectos, obviamente comprende a la perfección la abrumadora responsabilidad de su alto oficio!
¿Dónde está, por ejemplo, el Fiat de la reina Isabel? ¿Por qué no arma un alboroto vulgarizando su vestido, sus expresiones y sus modales? La reina Isabel comprende perfectamente que, todo el boato nobiliario, tiene muy poco que ver con sus atributos o sus privilegios personales y mucho en relación con su deber y su responsabilidad para con el elevado oficio que desempeña.
Para su pueblo, la reina Isabel representa todo cuanto está vinculado a la esperanza y al compromiso de un futuro fundamentado en la fe y en las preciadas tradiciones del pasado. Su único anhelo es que continúe ocupando el trono de sus predecesores y que gobierne con amor. Ella es su madre, su dama, su reina; lo más ajeno a su expectativa, lo que no están dispuestos a consentir, es que se rebaje a su nivel, sería una cosa impensable e indigna, tanto para ella como para ellos.
La reina Isabel es una de las figuras más amadas de nuestros días en todo el mundo. ¿Por qué? Porque tiene la humildad y la gracia de aceptar la responsabilidad de la corona que recayó sobre ella, hace casi sesenta años, cuando accedió a dedicar su vida a servir a sus súbditos, no convirtiéndose en uno de ellos, sino para ser apartada de ellos por el bien de ellos, en el nombre de Dios y por su patria.
Son ilimitados los asuntos en los que podemos discrepar con la reina Isabel y hay muchas cuestiones, acerca de su situación, de las que sabemos poco, o más bien nada; mas, en términos de su inquebrantable compromiso de vivir según su condición, es un ejemplo para el mundo moderno democratizado, un ejemplo que uno o dos papas harían bien en considerar cuidadosamente.
Quizá no soy más que un yanqui sentimental, harto de las premisas falsas y de las promesas fingidas de la democracia moderna pero, tras comparar el mensaje navideño de la reina con la sosa vacuidad de nuestro presidente con motivo de las “festividades”, pido de antemano disculpas por dejar los desacuerdos a un lado para gritar:
¡Larga vida a la Reina!
Michael Matt
[Traducido por Enrique Treviño. Artículo original]