Las sorpresas de Dios y las ocurrencias del Clérigo

En su encarnizada guerra particular contra la Iglesia, y contra todo aquel que se esfuerce por permanecer católico en estos tiempos calamitosos, el Papa Francisco recurre con frecuencia a un ariete dialéctico que, por lo visto, debe ser muy de su agrado: la contraposición entre el Dios de las sorpresas y los falsos religiosos (fariseos, doctores de la ley, y demás caterva) encerrados en sus cómodas tradiciones.

Verdaderamente, la idea debe ser muy de su agrado, porque la repite una y otra vez, en los más diversos contextos y ocasiones. Da lo mismo que se trate de resumir las conclusiones de un sínodo que de comentar un pasaje del libro de Samuel ―que además, como bien han explicado los que se toman la molestia de leer en serio la Escritura, en realidad dice todo lo contrario de lo que pretende el Papa; pero eso, ¿qué importancia puede tener para él?―. Lo mismo da que se trate de una charla informal que de una catequesis pública, o de una entrevista con cualquier motivo: Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, el Papa Francisco insistirá e insistirá de nuevo en que los que se atienen a la enseñanza católica de siempre se equivocan. Más aún, le cierran las puertas a Dios, y no cumplen con su voluntad.

Desde luego, mal vamos si, pretendiendo ser fieles a la voluntad de Dios, resulta que terminamos enfrentándonos a Él. De manera que la amonestación de Francisco nos está empujando a neutralizar y a poner en duda cualquier convicción y cualquier praxis previa,… no vaya a tratarse de una idea o de un uso antiguo, que ya no resulta del agrado del Dios de las sorpresas.

No obstante, aún nos llegan de la Escritura viejas advertencias que no se dejan desactivar con tanta facilidad. Y son los propios apóstoles los que nos advierten. Es Pablo el que, con toda claridad, nos escribe que «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y para siempre. No os dejéis seducir por doctrinas extrañas y llamativas». Y es Pedro el que afirma que «habrá también falsos maestros entre vosotros, los cuales encubiertamente introducirán herejías destructoras». Y Juan nos amonesta que: «no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus para ver si son de Dios, porque muchos falsos profetas han salido al mundo».

De forma que nadie nos va a quitar el trabajo de tener que discernir cuáles son las verdaderas sorpresas de Dios y cuáles son las ocurrencias del clérigo de turno, o del profeta autoungido, o del iluminado por sí mismo. Porque de todo esto hay mucho también. Hay mucho «teólogo» y mucho cura por ahí suelto que creen que Dios es una especie de marioneta en sus manos, a la que ellos le prestan su voz y su ocurrencias.

¿Cómo podríamos distinguir entonces entre los nuevos impulsos del Espíritu Santo y la voz de los ventrílocuos?

Bien, a veces se nota enseguida. Por ejemplo, cuando un cura se arroga la potestad divina del juicio particular sobre un difunto, y afirma con toda seguridad que «ya está en el Cielo», podemos estar casi seguros que ―salvo que nos hallemos ante un caso de revelación extraordinaria― tenemos ante nosotros a uno de esos impostores que se han acostumbrado a emplear a Dios como un muñeco a su servicio.

Sin embargo, el discernimiento no siempre resulta tan sencillo. Afortunamente, la propia Escritura nos ofrece algunas pautas para esta tarea. Y sobre todo el Evangelio, que es el lugar de la verdadera gran sorpresa de Dios.

Si repasamos, por ejemplo, el Sermón de la Montaña, escucharemos muchas novedades: «Sabéis que se dijo… en cambio yo os digo…» No obstante, hay un denominador común en todas ellas: El listón de las exigencias antiguas nunca se rebaja, sino que tiende a elevarse. Y lo mismo encontramos, por ejemplo, en la conversación con el joven rico, o en el pasaje en el que Cristo abole la ley mosaica del divorcio. Las sorpresas de Dios, por lo visto, no van en la dirección de facilitar los mandamientos que se refieren a la disponibilidad frente a Dios, y al cumplimiento de la palabra dada, y a la fidelidad prometida. De manera que si, por ejemplo, alguien nos habla de una sorpresa de Dios relativa a la comprensión del matrimonio cristiano, será prudente que nos preguntemos si lo que se propone es un fortalecimiento o un debilitamiento del vínculo. Si es un debilitamiento, entonces lo más probable es que nos hallemos, de nuevo, ante uno de esos charlatanes empeñados en hacer de ventrílocuos de Dios.

Otro rasgo de la acción del Espíritu Santo es que no agrada al mundo, y no suscita aplauso en general: «Si fuérais del mundo, el mundo amaría lo suyo», nos ha dicho el Salvador. Y de ahí se sigue también un criterio para valorar las supuestas sorpresas divinas: ¿Se trata de novedades que agradan al mundo, y que suscitan aplauso en los medios de comunicación mundanos? Pues entonces, sospechad de ellas.

Y, por último, contamos con el consejo que nos dio el mismo Jesucristo: «Cuidaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos?» Esta observación nos permite aplicar un criterio que en ocasiones resulta bastante nítido: La nueva propuesta, y el que la propone, ¿suscitan frutos de fidelidad y conversión a Dios? ¿O más bien resecan el corazón del pueblo de Dios, y lo debilitan y lo matan de hambre? Por ejemplo, hace ya muchas décadas que las comunidades protestantes europeas se lanzaron por caminos de sorpresas e innovaciones, que las han dejado prácticamente exánimes. ¿Son esas mismas sorpresas y esos mismos caminos los que se nos proponen ahora a los católicos?

En definitiva, es bueno y necesario estar abiertos a la acción del Espíritu de Dios. Pero, precisamente por eso, resulta muy necesario también resistir las ocurrencias de los clérigos ventrílocuos. Y esta especie abunda y sobreabunda en el clero de los calamitosos tiempos que nos ha tocado vivir. A todos los niveles de la jerarquía, por desgracia.

Francisco José Soler Gil

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