Aparte de saber que no estamos solos[1], una de las cosas que nos puede enseñar la literatura es como pensaba la gente en otras épocas. No importa que una historia sea ficticia y todos sus personajes inventados, porque las obras de los grandes escritores siempre reflejan actitudes y comportamientos de su tiempo. Lógicamente, para que una historia sea creíble, para que tenga buena acogida entre el público, las motivaciones de los personajes tienen que ser propias de su época. Uno puede objetar diciendo que los hombres no han cambiado esencialmente desde que el mundo es mundo. Esto es verdad; por esta razón nos siguen apasionando las historias del pasado y nos siguen pareciendo relevantes hoy en día. Sin embargo, las estructuras sociales y la mentalidad que las sostiene sí han cambiado. En este artículo examinaré tres ejemplos literarios que reflejan eras pasadas que hablan de cuánto ha cambiado la sociedad respecto a la de hoy.
Primero, la novela Jane Eyre de Charlotte Brontë. La protagonista homónima se enamora del Sr. Rochester, el dueño de la casa donde trabaja como institutriz. A pesar de cierto misterio que rodea el pasado de Rochester, cuando éste le pide matrimonio, Jane no cabe en sí de gozo y acepta. El vuelco dramático tiene lugar en la iglesia, cuando el ministro que oficia la ceremonia dice la frase de rigor: «si alguno presente conoce algún impedimento por el cual estas dos personas no deben contraer matrimonio, que lo diga ahora o calle para siempre.» Un hombre en la sala exclama que no pueden casarse porque Rochester está casado con la hermana de éste. Ante el estupor de todos los presentes el novio lo reconoce; explica que de joven se casó en Jamaica con una mujer que luego se volvió completamente loca, que actualmente vive encerrada en el ático de su casa.
Hay que recordar un detalle importante: la autora y todos los personajes de su novela son protestantes; es decir, no creen en la indisolubilidad del matrimonio y en principio admiten el divorcio. No obstante, la protagonista entiende que las esperanzas de felicidad que había depositado en su unión con Rochester se han desvanecido para siempre. Presa de angustia y confusión, Jane se da a la fuga, con la intención de no volver a encontrarse jamás con su amado. Si la novela hubiera tenido lugar en la Inglaterra del siglo XXI en vez de principios del XIX, la solución a este problema hubiera sido muy fácil: un divorcio exprés y en 24 horas hubieran podido celebrar legalmente la boda. Una historia con este argumento no tendría ningún sentido hoy en día, simplemente porque un matrimonio previo no crearía conflicto alguno en la trama.
Si hasta los herejes protestantes, quienes negaban el sacramento, tenían en tan alta estima la fidelidad en el matrimonio, ¿como es posible que hoy en día la mayoría de católicos se divorcien, se rejunten y se vuelvan a casar por lo civil sin pensarlo dos veces? Hay que recordar además que el rey de Inglaterra, Eduardo VIII abdicó para poder casarse con una mujer americana divorciada, Wallis Simpson. Si el rey tuvo que elegir entre el trono y casarse con esta mujer, es una señal de que en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX todavía quedaba un poso de moralidad cristiana, a pesar del cisma de Enrique VIII 4 siglos antes, y a pesar de todas las herejías y sectas que trajo aquello. Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que en los 80 años sucesivos Inglaterra ha degenerado moralmente más que en los 400 años anteriores. Prueba de ello es que recientemente el príncipe Harry ha anunciado al mundo que también se quiere casar con una plebeya americana divorciada. En lugar de provocar un escándalo, que sería la reacción normal de un pueblo sano, se ha celebrado la noticia como si fuera un motivo de gran alegría.
El segundo ejemplo literario que habla de los cambios que ha sufrido la sociedad es la novela Keep the Apidistra Flying [2] de George Orwell, publicado en 1936, justo el año en que abdicó el rey Eduardo VIII. Esta novela narra las vicisitudes económicas y sentimentales de Gordon Comstock, un joven escritor idealista que deja su trabajo en una empresa publicitaria para intentar vivir de su arte. Su ilusión inicial pronto se desvanece y poco a poco pierde la esperanza de ver publicado el poema épico en que lleva años trabajando. Antes que volver a formar parte del sistema capitalista que tanto odia, el protagonista prefiere una vida de miseria; sin embargo, aún le queda un vínculo con lo que él llama la sociedad respetable: su novia, Rosemary. Rosemary es incapaz de entender porqué Gordon está arruinando su vida por una abstracción política, y le trata de convencer para que acepte un trabajo «de verdad». Orwell mismo era marxista, pero en esta novela critica duramente a los socialistas de salón que se suben al carro de las teorías progresistas de moda, a la vez que disfrutan de una vida acomodada y se benefician de todo lo que ellos mismos denigran. ¡Los progres de hoy en día han cambiado poco en este sentido con respecto a los años ´30!
A diferencia de Gordon, un librepensador cuyo anticapitalismo sofisticado conlleva el ateísmo, Rosemary aún no se ha emancipado de la moral cristiana, sobre todo en el terreno sexual. El sexo fuera del matrimonio en la Inglaterra de su día era considerado un pecado grave y la sociedad ponía todo tipo de obstáculos a la fornicación. Finalmente Rosemary cede ante la presión de Gordon y la pareja mantiene un encuentro íntimo, que el autor describe como un acto sórdido y decepcionante, tan desagradable que prácticamente pone fin a su relación. Un par de meses más tarde, cuando Gordon está a un paso de la indigencia, Rosemary aparece y le anuncia que lleva a su hijo en el vientre. Lo increíble, al menos para los criterios de hoy, es que Gordon, UN MARXISTA CONVENCIDO, no ve otra salida que casarse con su novia y aceptar un trabajo que desprecia para poder mantener a su incipiente familia. Orwell describe este final como la derrota del protagonista, atrapado por el destino. La opción del aborto pasa brevemente por la mente de Gordon, pero la descarta enseguida como una barbaridad. ¡Cómo ha cambiado el panorama en Inglaterra: un escritor marxista presenta el matrimonio como la única salida honrosa para una pareja que ha concebido a un niño!
Finalmente, para que no se piense que sólo leo literatura inglesa, ofrezco un extracto de un poema de José María Gabriel y Galán (1870-1905), un poeta que he descubierto recientemente gracias a uno de mis lectores. [3] Este gran poeta salmantino, católico devoto, de convicción carlista, representa lo mejor del tradicionalismo español del siglo XIX. Personalmente me es muy atractiva su obra, porque el mundo que describe es todo lo que añoro: la vida en el campo y una sociedad ordenada en base a la tradición y los ciclos naturales. Todos somos de campo en el fondo, ya que todos tenemos nuestro origen en el Jardín del Edén. La vida de ciudad embota nuestros sentidos; nos aleja no solamente de la naturaleza sino del Autor de la naturaleza. Creo que la belleza de la poesía de Gabriel y Galán reside en que expresa el modo tradicional e idóneo de la vida: la armonía entre el hombre, la naturaleza y Dios. Es un bálsamo para el alma en estos tiempos atormentados que nos han tocado vivir, un buen antídoto para la locura que se ha apoderado del mundo moderno. Espero que mis lectores disfruten de estas estrofas extraídas de un poema, que por mi profesión me gusta particularmente: Mi Música, de la colección Nuevas Castellanas.
MI MÚSICA
Naturales armonías,
populares canturías
cuyo acento musical
no es engendro artificioso,
sino aliento vigoroso
de la vida natural;
vuestras notas, vuestros ruidos,
vuestros ecos repetidos
en retornelo hablador,
son mis goces más risueños,
son el arte de mis sueños,
¡son mi música mejor!
alegre esquilón de ermita
voz de amores que recita
la romántica canción;
ruido de aire que adormece,
lluvia que entristece,
manso arrullo de pichón;
cuchicheos de las brisas,
melodías indecisas
del tranquilo atardecer,
aletazos de paloma,
balbuceos del idioma
que empieza el niño a aprender;
jugueteos musicales
que modula entre zarzales
el callado manantial
cuyo hilillo intermitente
da la nota transparente
de una lira de cristal;
melancólicos murmullos
sabrosísimos arrullos,
vibraciones del sentir,
que la madre en su cariño
le dedica al tierno niño
invitándole a dormir;
vuelo sereno de ave,
ritmo de aliento suave,
beso que arranca el querer,
nombre de madre adorada,
voz de la mujer amada,
llanto del niño al nacer;
pintoresca algarabía
de la alegre pastoría
derramada en la heredad,
trajinar de los lugares,
tonadillas populares,
tamboril de Navidad;
trino de alondra que el vuelo
levanta, cantando, al cielo,
de donde su voz tomó;
canto llano de sonora
codorniz madrugadora
que a la aurora se enceló;
dulces coros de oraciones,
suspiros de devociones,
sollozos de pecador,
voz del órgano suave
que llora con ritmo grave
la elegía del dolor;
aire quedo de alameda
que una música remeda
que el alma nunca entendió,
una música increada
que en el seno de la nada
para siempre se quedó;
las injurias de la suerte,
los horrores de la muerte,
los misterios del sentir
y el secreto religioso
del encanto doloroso
de la pena de vivir…
Yo os lo dije; vuestros ruidos,
vuestros ecos repetidos
en retornelo hablador,
son el pan de mi deseo,
son el arte en que yo creo,
¡son mi música mejor!
Christopher Fleming
[1] Esta es la razón, según George Orwell, por la que leemos.
[2] En español el título se suele traducir Que no muera la aspidistra.
[3] Desde aquí le mando un saludo afectuoso a Javier.