Encontré un blog escrito por un pastor protestante donde cuenta que ya está aburrido del concepto del cielo y del paraíso. En otro sitio que encontré, el autor, un ateo, se burla del concepto del cielo y dice, “aunque sabemos que el cielo no existe y no es nada más que un cuento para niños, de todos modos, aún si existiera, no me parecería muy interesante. El infierno, si existiera, sería más divertido.”
El evangelio nos dice: “seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, y a Santiago, y a Juan su hermano y subiendo con ellos solos a un alto monte, se transfiguró en su presencia.”
Les regaló este preciosísimo don, una visión de lo que experimentaremos si primero compartimos la cruz con él. Aun en medio de esta hermosa revelación, se encuentra la sombra del calvario. Moisés y Elías aparecieron allí con él, y ¿de qué hablaron? «de su muerte que había de cumplirse en Jerusalén.” Luego, cuando bajaron del monte, el Señor les ordenó que no dijeran a nadie lo que habían visto hasta que Él hubiera resucitado de la muerte.
La iglesia nos propone este evangelio en el segundo domingo de cuaresma para animarnos a perseverar en la lucha que hemos empezado. La razón para esto es muy simple. No se puede empezar un viaje, si no se conoce bien el destino.
Entonces el Señor subió el monte Tabor con sus tres discípulos preferidos, los mismos que serían también testigos de su agonía en el huerto de los olivos. Por haber visto este indicio de la gloria futura, podrían aguantar mejor los sufrimientos que son los medios necesarios para obtenerla.
La iglesia hoy hace lo mismo por nosotros. Debemos considerar la gloria eterna para ser animados a luchar durante la cuaresma. Tal vez el protestante que admitió su hastío de la idea del cielo, nunca avanzó más allá de un entendimiento infantil de las cosas divinas. Si pensamos que el cielo es nada más un lugar escondido donde nos convertiremos en angelitos rechonchos que siempre rebotan por las nubes mientras intentan tocar sus arpas, y si al mismo tiempo pensamos que el infierno es simplemente un lugar, pues, un poco caliente, donde pasaremos una eternidad con los placeres los cuales no habíamos podido disfrutar en el mundo, no vamos a encontrar las fuerzas necesarias para la lucha, para cargar la cruz con Cristo.
Aristóteles y Santo Tomás dicen que el fin o la meta tienen que ser lo primero en nuestras intenciones. Es decir, siempre actuamos para algún fin. Y el fin último, el fin que no está al servicio de ningún otro, que no es medio, sino el fin tal cual, es la felicidad. No hay nadie que no la quiera. No es posible que una persona pueda actuar para cualquier otro fin. Además, la felicidad que queremos, no es algo parcial ni temporal. Queremos ser felices al máximo que sea posible y sin temor a que nuestra felicidad se acabe.
En el mundo no alcanzaremos a conseguir este tipo de felicidad. Pero, por la fe tenemos la certeza de que ésta no será la última palabra.
Dice San Pablo: “Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento, cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman.”
Este es el cielo, la promesa inefable que Dios garantiza a los que perseveran hasta el fin, que por amor cargan sus cruces junto con Cristo.
Así lo describe San Alfonso:
“Hermanos, trabajemos durante lo que nos queda de nuestras vidas para ganar el cielo. El cielo es un bien tan grande que, para comprárnoslo Jesucristo sacrificó su propia vida en la cruz. Se asegura que de todos los tormentos de los condenados en el infierno, el peor viene de haberse dado cuenta que han perdido el cielo por su propia culpa.”
La razón entonces para este vistazo de la gloria detrás del velo, tanto para nosotros como para los discípulos, es que sabiendo la finalidad, podamos seguir adelante más fácilmente.
Digamos entonces con San Pedro: “bueno es que permanecemos aquí”, y considerando el cielo, estemos más motivados para hacer todo que sea necesario.
El gozo primero de los que entran en el cielo es la visión beatífica. Santo Tomás dice que la unión con Dios es la felicidad fundamental del cielo. San Agustín dice: “En Dios tenemos el compendio de todos los bienes. Dios es nuestro sumo bien. Ni debemos quedarnos más bajo ni buscar más arriba. Lo primero sería peligroso; lo siguiente, imposible.”
Cada alegría, cada delicia, y cada felicidad que podemos buscar en esta vida tiene su consumación en Dios.
San Pablo dice: “Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo y bajo imágenes oscuras, pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le conozco ahora sino imperfectamente; entonces le conoceré con una visión clara en la manera que soy conocido.”
En el momento en que se entra en la gloria, Dios le da al bienaventurado una gracia especial, la lumen gloriae, la luz de la gloria para posibilitar un gozo de Dios que supera todas nuestras capacidades naturales. Veremos a Dios por medio de Dios.
En el alma de Nuestro Señor, por ser Hijo de Dios, desde su concepción en el seno de María hasta su muerte, sepultura y descenso al infierno siempre estaba presente esta visión beatífica. Este misterio es increíble de considerar. El Padre Mateo comenta que en realidad la transfiguración de Cristo no fue tan milagrosa. Fue natural que la gloria que habita siempre en su alma se manifestara también exteriormente. Lo más milagroso fue que durante la mayoría de su vida, como hace también ahora en el Santísimo Sacramento, mantuvo esta gloria oculta para acomodarse a nuestras capacidades, especialmente durante las agonías de su pasión. ¿Cómo podía sufrir un corazón que gozaba la plenitud de la felicidad? ¿Cómo podía haber dicho en el Huerto?
“mi alma está muy triste hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo”
Solo por la inmensidad de su amor, que quiere compartir plenamente con nosotros en el cielo, pues, dice el libro del apocalipsis: “Y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y la muerte no será más; y no habrá más llanto, ni clamor, ni dolor: porque las primeras cosas son pasadas.”
Tendremos además la promesa de la resurrección final, cuando resucitarán nuestros cuerpos para participar en el gozo de nuestra almas y cuando será perfeccionada la justicia en el juico general. San Alfonso explica:
“El alma verá que todas las tribulaciones, la pobreza, las enfermedades, y las persecuciones que considera como infortunios en verdad han procedido del amor y han sido los medios empleados por la Divina Providencia para llevarla a la gloria. Verá todas las luces, las llamadas cariñosas, las misericordias que Dios le ha concedido después de haberlo insultado con sus pecados. Desde esta montaña bendita del paraíso verá tantas almas condenadas por menos pecados que los que ella había cometido y se dará cuenta de que ella misma es salva y está segura contra la posibilidad de perder a Dios jamás”, y con esta confianza, por fin, descansará.
De hecho, “¡Bueno es que permanecemos aquí!” como dijo San Pedro casi como embriagado por su éxtasis. Este es el mismo de antes, que al ver el milagro de la cosecha de peces, protestó “apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.” ¿Y no imaginaríamos que ahora se sentiría aún más su indignidad?” O, quizás ha empezado a entender que es precisamente porque somos pecadores que Dios nos ha condescendido tanto y nos ha mostrado tantas bellezas de su misericordia.
Y nosotros, ¿no debemos decir lo mismo? ¡Qué bueno es permanecer aquí! Porque recordamos que aunque tenemos mucho que sufrir, hemos recibido muchas más bendiciones. Se nos ha dado la vida de gracia en el bautismo, que es la semilla de la gloria. En verdad es el inicio de la vida del cielo. Nos la dio sin ningún mérito nuestro. Luego cuando hemos pisoteado su don al pecar, nos lo ofrece otra vez, y aún más porque cuando nos confesamos sinceramente y nuestra contrición es intensa, Santo Tomás enseña que el Señor no solamente nos restaura la gracia, sino que la fortalece, y también puede aumentarla.
Por eso dijo San Bernardo: “Si es tan dulce llorar por ti, que será alegrarse en ti”.
De veras ¡qué bueno estar aquí! Aquí en la santa misa, que es una transfiguración nueva, porque nos revela la dulzura de vivir junto con Él. Aquí no solo brilla sobre nosotros con un rayo de su gloria como hizo en Tabor, sino que nos alimenta con Él mismo, ya resucitado y viviendo en la gloria. Aquí nos da diario el anticipo de la gloria inefable. La consumación por la cual se debe esperar.
“Abre, pues, ahora los ojos de tu alma”, dice San Juan Crisóstomo, “y mira aquel espectáculo y concurso, formado por los que son mucho más de estimar que las piedras preciosas y que los rayos solares y que todo resplandor visible; no solo por hombres, sino por los que son mucho más dignos de aprecio que ellos, por ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, principados, potestades. Que acerca del Rey, ni decir se puede que tal sea. Tanto es lo que sobrepuja a toda palabra y pensamiento aquella hermosura, aquella belleza, aquel resplandor, aquella gloria, aquella majestad, aquella magnificencia. Y dime: ¿nos hemos de privar de tantos bienes por no padecer un poco de tiempo? Aun cuando fuera necesario padecer millares de muertes cada día aun el infierno mismo por ver a Cristo venir en su gloria y ser alistados en el número de los santos ¿no convendría tolerarlo todo? Oye, lo que dice el bienaventurado San Pedro: «¡Que bien estamos aquí!«
Padre Daniel Heenan, FSSP