Los agentes del aborto en la Argentina y una excomunión que no será

Aun para una historia patria tan coagulada de ignominias como la nuestra, los episodios y los actores intervinientes en el debate y posterior sanción de la ley del aborto supusieron, quizás como nunca antes,  una concentración inaudita de estímulos reconducibles a la pura náusea. La mascarada lúgubre desplegada por esos días cristalizó en una nómina de agentes fácticos del mal, del horror, de la vergüenza, que merecerá ser repasada para tomar debida nota de cuánto la pasión de la Iglesia, como la de su divino fundador, obliga ya sólo a argüir, ante un adversario endurecido en su funestísima opción y lleno de recursos político-financieros para imponerla, que «ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas».

Si enunciáramos los sujetos de esta comparsa macabra de menor a mayor, habría que empezar por las hordas de marimachos ululantes que infestaron las plazas con su clamor de sangre ajena e indefensa. Hablar de «aquelarre» sería dignificarlas: más bien se las diría semejantes a esos vermes que sobrenadan el abismo de las sentinas, amontonadas en una común obra de disolución. Que constituyan la ostensible fuerza de choque de los designios de agentes mucho más empinados no las eleva por encima del módico escenario de los detritus en la trama laboriosa de su nulificación. Enjaezadas con su solo odio, como de perras malditas, los peores esperpentos excogitados por el Bosco y Brueghel en sus descensos ad ínferos no alcanzan a traducir tanta fealdad, tal esmero por hacerse desagradable, aborrecible, abominable y ruin. Atisbadas al microscopio, no se acertaría a precisar si su contrafactura interior (tina de resentimientos múltiples contra la mera existencia, de fracasos irredentos, de nihilismo a pique) es más o menos monstruosa que su deformidad gestual. Preñarse y parir, y luego educar con amor materno al vástago de sus entrañas sería la medicina que las devolvería a su recusada humanidad. Pero ésta es justamente la medicina que rehúye el paciente –vale decir: el impaciente, el que no sabe sufrir, el que le sustrae al dolor toda posibilidad de trascenderse, enroscado sobre el pivote de su estéril egotismo.

Otro actor de los hechos, de abyección ya proverbial, es la hornada de plumíferos y parleros que prestaron solícita adhesión a la normativa del filicidio. Era esperable que ese aborto de la modernidad, como lo son los periodistas, se ciñera más pronto que tarde el cinto de la peor de las causas y le diera la más amplia difusión a los paralogismos y patrañas con que se le allanó el camino a la carnicería de nonatos. Con el consabido expediente de la tinta a cambio del mendrugo –estrechamente afín a aquel que llaman el más viejo de los oficios-, las entrelíneas de los todólogos fueron todas elipsis y eufemismos destinados a consagrar el más torcido de los derechos y a escamotear la evidencia del peor de los crímenes. El calamar, al menos, suelta el chorro de tinta para salvar su vida de sus depredadores naturales; estos viles, siempre a recaudo de cualquier peligro, la emplean como escudo de los grandes empresarios de medios, de los trusts de clínicas abortivas, de los financiadores del exterminio de pueblos, de los ideólogos del antinatalismo, de los prestamistas abrevados por luengas generaciones en los preceptos del Talmud.         

No faltaron los actorcitos muelles ni las bataclanas y pelandrunes más o menos célebres convocados a la gimnasia del oráculo. Casi todos, de consuno, daban muestra acabada de ese giro copernicano en el sentido común operado en unas pocas décadas –las que nos separan de la Escuela de Frankfurt y del Mayo Francés- y del afán por estar al día en materia de opiniones. Coincidentes en esa difusa superchería del progreso, todos tienen como timbre de honor el ser como esponjas para con las novedades, las que sean, al paso que coplan: «cómo a nuestro parescer/ cualquiera tiempo pasado / fue peor». Para tontos de esta ralea vertió Eugenio D’Ors aquel aforismo que dice que «copiará fatalmente quien no supo heredar. Todo lo que no es Tradición, es Plagio». Importan las mayúsculas, expresivas de una disyuntiva decisoria. Ya que la certeza moral de que no es lícito matar a un inocente, por el mismo hecho de que pertenece a la sindéresis, se inscribe en la Tradición –que jamás será un corpus de cultura desprovisto de definiciones morales que nos comprometen, como quisieran ciertos especialistas de un pasado que no comprenden en simpatía. Porque la cultura es obra de hombres, que no de espectros. Plagio, como actitud existencial, es el que se ofrece a miríadas de cabecitas huecas más dadas  a la mímesis que a la circunspección. La moda ante todo (así en el pensar como en el vestir), aun al precio de reivindicar la crueldad y la cobardía.

Lo que se observó entre los políticos en torno de este asunto es digno de un museo del oprobio. Desde el impresentable ministro de Salud, que sencillamente negó la vida del feto, definido en adelante por él como un «fenómeno» (un paso más en la deriva kantiana podría hacer del feto un «noúmeno», incognoscible por definición), hasta la Cretina viuda de Kirchner, quien antaño se había manifestado en contra de la legalización del aborto, pero que hogaño cambió de postura por influjo de su agraciadísima hija Florencia, dando pábulo a la real posibilidad de una educación “en reversa”, de hijos a padres. Cuando no haya que recordar que la tunante también justificó que el tema no hubiera sido tratado en el Senado en los días en que fue presidenta porque éste –palabras más palabras menos- “aún no estaba maduro”. Queda claro que para la mens progre las más primarias definiciones están sujetas a mutaciones mayores a las experimentadas por el covid en su trajín orbital. Es consecuencia necesaria del movilismo antimetafísico, cuando no de la más pedestre venalidad. No faltó a la cita del asco, para remache de esta penosa evidencia, la senadora que pasó de opositora de la ley en 2018 a partidaria de la misma en 2020. Por cierto, estos clamorosos cambios de conciencia en nada empecen a la honorabilidad de nuestras lacras.

El último actor local a considerar, ya que los mandantes reales fincan en otro hemisferio, es la Jerarquía eclesiástica. Acá es donde la indignación no acierta a hallar el proyectil más propicio, diga lo que diga el derecho canónico acerca de la zurra debida al pastor infame. Nuestros prelados hicieron todo lo que se esperaba de ellos: emitir un plañido elíptico, oblicuo, artistas consumados en esto de esquivar el quid por su tangente. «Esta ley que ha sido votada ahondará aún más las divisiones en nuestro país. Lamentamos profundamente la lejanía de parte de la dirigencia del sentir del pueblo». Ni siquiera el Concilio Vaticano II, con su cornucopia de omisiones y ambigüedades, se privó de calificar al aborto y al infanticidio como a «crímenes abominables» (Gaudium et spes, §51); los obispos argentinos, en cambio, haciendo gala de una virilidad igual o menor a cero, hallaron la enésima ocasión para no llamar a las cosas por su nombre. Pues, según lo sugerido por su densísimo silencio, ni el aborto es pecado que clama al cielo ni incurren en pena de excomunión los políticos y legisladores que lo fomentan. Francisco, desde Roma, le puso el sello de escuela a la perfidia episcopal, evitando pronunciarse acerca de este nuevo flagelo que estaba por caer sobre su patria, y musitando su archimanido leitmotiv de los “descartados” recién cuando la ley ya había sido aprobada en el Senado. Debe recordarse que en esta categoría del más ordinario cuño bergogliano entran, junto a los nonatos masacrados, los jóvenes sin empleo, los inmigrantes mal acogidos, los ancianos a los que se les niega una jubilación digna, etc.: toda una acumulación de objetos heteróclitos puestos en paridad imposible con el solo fin, como en la profecía de Isaías, de “allanar los valles y desmochar las cimas”. O de reducir la teología moral a sociología de chapuceros.      

Es sugestivo, con todo, que el Senado se reuniera para la postrera aprobación de la ley apenas un día después de la fiesta de los Santos Inocentes, con la sombría evocación de Herodes sobrevolando el recinto. El que los congresistas sesionaran justo en 29 de diciembre, conmemoración de santo Tomás Becket, obispo mártir en defensa de los derechos de la Iglesia ante las prepotencias del poder civil, obliga asimismo a una ulterior consideración. Y es la de que una excomunión fulminada a tiempo (y a destiempo, dado el olvido en el que cayeron ciertas medidas higiénicas desde que el último concilio prefirió usar de la “medicina de la misericordia” contra el rigor que exigirían casos como éste), aunque presumiblemente no hubiera hecho mella en el ánimo impío de estas hienas, al menos las habría inducido a algún temor acerca del efecto público de esta penalidad. Al tiempo que habría servido para exhibir los límites del poder temporal -que en nuestros días, como consecuencia del talante marcadamente idolátrico de la mentalidad moderna, tiende a usurpar las prerrogativas debidas a la autoridad sacra, o al menos a desconocer que hay cosas que caen en la jurisdicción de esta última. Los príncipes de la Iglesia han sido munidos por su divino Fundador del poder de “atar y desatar”, del que no pueden abdicar sin grave daño propio y de la sociedad toda. Un alto precio tendrán que pagar los obispos (empezando por «el de blanco») a causa de esta siniestra deserción que habrá costado riadas de sangre inocente.

Flavio Infante
Flavio Infante
Católico, argentino y padre de cuatro hijos. Abocado a una existencia rural, ha publicado artículos en diversos medios digitales, en la revista Cabildo y en su propio blog, In Exspectatione

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