En una coincidencia solo superficialmente sorprendente, en el día en que muchos satanistas realizan toda clase de estropicios, se conmemoran 500 años de la Revolución Protestante. ¡Tantas cosas que se pueden decir sobre este fenómeno omnidestructivo! Intentaremos en los siguientes párrafos esbozar algunos de sus signos mayores y su proyección en el catolicismo contemporáneo.
El sistema teológico de Lutero basado en el libre examen, esa definición misma de la herejía, según Romano Amerio, siempre tenderá a la descomposición interminable de todo vínculo trascendente. Decía agudamente Madame de Stael, trescientos años después de la revuelta, que no existía algo así como una Iglesia protestante ni siquiera dos ni tres: existían tantas iglesias como protestantes, cada protestante es una pequeña iglesia.
Lo curioso es que, según la antropología luterana, el hombre está totalmente depravado y carece de libertad y de razón (¡La razón, la más grande ramera del Diablo!, llegó a decir alguna vez el heresiarca desde el púlpito) pero a la vez, por el libre examen, su corazón se yergue en la suprema autoridad religiosa en esta tierra, más allá de la Jerarquía Eclesiástica, de la Tradición e incluso de la Escritura, pues es el individuo, en su intimidad, quien acaba dándole aparentemente el asentimiento. Aunque en teoría, según Lutero, siendo el hombre incapaz de cualquier mérito, el corazón, ese apex mentis, es el lugar de Dios, un sagrario mayor que cualquier otro en la tierra, donde Él actúa solamente, sin que el sujeto asuma mínima colaboración o mérito alguno directo. Es decir: el hombre no posee ninguna relación real con Dios, ni a través de sus facultades naturales ni a través de la gracia santificante de los sacramentos; pero Dios lo ilumina directamente en un borroso «no-lugar» equivalente a su espíritu, que es, en sí, corruptísimo. Si algo puede ser asimilado a la Ramera de Babilonia sería el hombre de la antropología luterana: totalmente corrupto y a la vez lugar-de-Dios.
De este principio radicalmente destructivo de toda doctrina filosófica y teológica y de todo orden natural y sobrenatural –y que incluso en vida de Lutero, provocó innumerables cismas, incluso armados y de visos totalitarios como los de Thomas Münzer y Karlstadt – surge todo el proceso de la Revuelta. Si las llamadas Iglesias reformadas pudieron sobrevivir fue, principalmente, por la fuerza extrínseca del poder político, que las convirtió en religiones civiles destinadas a apuntalar su soberanía absoluta. La figura de Melanthon, eterno símbolo de los pasteleros, que en varias ocasiones intentó firmar, contra la voluntad expresa de Lutero, los intentos de Carlos V de crear la religio media esencialmente católica, también permitió conservar una cáscara aristotélica y catolizante, que podía ser superficialmente potable, pero que no era más que el barniz de un sepulcro de corrupción y eterno devenir interminable.
Uno de los aspectos más perversos de Lutero se refleja en su visión del matrimonio como acto esencialmente pecaminoso pero al que Dios nos obliga. ¡Dios obligando a hacer el mal a los hombres! Esta sería la fase teológica y seudocristiana de la vieja verdad gnóstica del mal necesario, del mal con entidad metafísica, como principio ontológico junto con el principio ontológico del bien. Lutero sería así el puente entre la vieja gnosis y la necesidad dialéctica del mal, de su descendiente directo Hegel, signo absurdísimo y negador del principio de no-contradicción de todo totalitarismo, de toda radical inmoralidad en palabras de Kierkegaard. El hombre de Amoris Laetitia «obligado» inextricablemente a pecar mortalmente pero aun así «justificado» para comulgar no es más que una entre muchas de las consecuencias de esta aberración doctrinal gnóstica y totalitaria.
Pero la influencia de Lutero en el catolicismo contemporáneo es aún mayor en la liturgia. La guerra contra el ofertorio sacrificial, la mesa de la cena y la alteración del canon fueron los primeros cambios –que Lutero aplicó con más prudencia que Paulo VI, como refleja su correspondencia, tratando incluso de realizar una vernacularización de los ritos más lenta – de una revolución que se asemeja de manera pavorosa a la Reforma Litúrgica de 1969-1970. Sin embargo no se necesita ser excepcionalmente agudo para darse cuenta de eso: el mismo monseñor Bugnini, factótum del Novus Ordo, sostuvo que con la Reforma se pretendía quitar cualquier obstáculo o escándalo para los «hermanos separados». Por otro lado, a diferencia del simbolismo radical de Zwinglio, Lutero admitía una especie de «presencia real», que no era explicada por la transubstanciación, sino por la «presencia real pero misteriosa en y a través de la comunidad», entre otros elementos, que hacían superflua la reserva de las Sagradas Formas y la Adoración Eucarística. Esta doctrina es la que en los últimos años determinados grupos, incluso motejados de «conservadores» por lo medios, quieren difundir en medios católicos, a través, como es evidente, del gran espantajo y pretexto-para-todo llamado Concilio Vaticano II.
En conclusión, ni Lutero es poseedor de una «herencia espiritual» a la que habría que «ir como peregrino», como dijo Juan Pablo II en su viaje a Alemania de 1980, ni mucho menos es un «testigo del Evangelio», como dijo Francisco en Roma en 2016. Como persona fue un hombre atormentado, procaz, violento y en permanente angustia autodestructiva –para nada el reflejo de la serenidad sobrenatural que otorga la gracia, incluso entre los mayores sufrientes –, en cuanto teólogo fue contradictorio, caprichoso, arbitrario y herético. ¡Allá los ciegos que guían a otros ciegos hasta el despeñadero de la mentira y la condenación!
César Félix Sánchez