Uno de los mayores desastres que la herejía modernista -el compendio de todas las herejías, según San Pío X- ha causado en el Catolicismo ha consistido en la eliminación de la belleza.
El Modernismo ha acabado con la belleza de la Escritura -al fin y al cabo el único libro cuyo Autor es el Espíritu Santo-, después de haber negado por activa y pasiva su veracidad histórica. Y por eso mismo ha terminado también con la belleza de las Palabras de Jesucristo y hasta con la de su misma figura y la sublime grandeza de sus enseñanzas. Igualmente ha destruido la belleza de la Liturgia, mediante la simplificación de las ceremonias y la eliminación del esplendor de la Música Sacra sobre todo, que ha sido sustituido por el ruido estridente de la músicapop y el golpeteo y los tañidos de modernos instrumentos de percusión. Acompañado todo ello a veces, a modo de teatro de barrio, de las ridículas contorsiones de artistas especializados en profanar el Arte e irritar a Terpsícore, la diosa pagana de la danza. En cuanto a la Misa, como acto más elevado y sublime del Culto Cristiano de cuya grandeza se dijo que es el puente más apropiado que se conoce entre el Cielo y la Tierra, el Modernismo la ha sustituido por otra distinta reconocida como legítima por la Iglesia, pero que no puede dejar de evocar la figura de un esqueleto sin alma.
Dado que la belleza es el transcendental más próximo al amor (la belleza precede intencionalmente al amor), la batalla del Modernismo contra este último está siendo encarnizada. Téngase en cuenta que el Cristianismo eleva el concepto del amor a extremos hasta entonces desconocidos por el Hombre. Ni siquiera el Antiguo Testamento había elaborado hasta su máxima perfección la idea del amor. La cual —la del amor perfecto— solamente aparece con Jesucristo.
De dos modos elevó Jesucristo el concepto del amor a un estado de perfección hasta entonces no alcanzado por el ser humano. El primero mediante la Encarnación, desde el momento en que tomó como suya una Naturaleza Humana e hizo posible que el hombre pudiera amar a Dios al modo humano, pero divinizado por la Gracia. Dicho de otra forma, el hombre ahora podía sentir verdadero amor por el Hombre Jesucristo al que en su Persona Divina alcanzaba en su Naturaleza Divina y lo reconocía como su Dios. Pues el ser humano puede amar a Dios, pero no enamorarse de lo Puramente Invisible o de un Dios que, como Espíritu Puro que es, incluso ni siquiera es imaginable.
El segundo modo, en cuanto que Jesucristo convirtió el amor puramente humano en divino: amor divino–humano. En este sentido sus palabras fueron determinantes: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros.[1] Dos cosas, por lo tanto, a tener en cuenta: el mandato es un mandamiento nuevo. La otra consiste en que los discípulos deben amarse unos a otros como yo os he amado, lo que equivale a decir que deben amarse de la misma forma y con el mismo sentimiento con que Él lo ha hecho con ellos. La conclusión, por lo tanto, es clara y obvia: ahora resulta que el amor meramente humano se ha convertido también en divino.
No debe olvidarse que el Amor se identifica con Dios, según afirma San Juan (1 Jn 4:8), y siendo Dios también la Belleza infinita, es imposible negar la vinculación entre los tres: Dios, el amor y la belleza. En este sentido vale decir que la belleza acerca a Dios y que, después de todo, el amor acaba siendo la entidad más bella que Dios ha colocado en su Creación.
Esto establecido, y habida cuenta que el amor es el sentimiento más próximo a la belleza y que, gracias a Jesucristo, de ser puramente humano se ha convertido en divino–humano, es por lo que es ahora el objetivo más próximo a ser destruido por el Modernismo. El cual se ha esforzado en sustituir la belleza y la majestad del amor por su contrario, a saber: la horrenda fealdad del odio, difundido esta vez a través de las ideologías marxistas de laTeología de la Liberación.
Puesto que en la Naturaleza no cabe el vacío, era absolutamente imprescindible que la belleza fuera sustituida por la fealdad. Luzbel era el Ángel más luminoso del Cielo, y por su rebelde soberbia se convirtió en una Entidad cuya horrorosa fealdad ni puede ser imaginada por ningún ser humano en este mundo (la gravedad del pecado mortal es un abismo de maldad cuya profundidad ni siquiera en el Infierno llegará a ser comprendida por la criatura). Desde entonces vive consumido en su rabia, y de ahí la razón de la suprema fealdad del odio (igual daría llamarla horror), en cuanto que a la malicia propia de su naturaleza une el espantoso ridículo del mayor de los fracasos: El Odio no es más que el rencor de la Soberbia fracasada. El ser creado necesita difundir algo: si no puede difundir amor, esparce el odio. En este sentido, la Teología de la Liberación no es sino la expresión de un amor que quiso ser el Amor por sí mismo y no logró otra cosa que convertirse en la suma del rencor. La Luz esplendorosa de la mayor belleza creada se convirtió en la oscuridad abismal e inimaginable de la mayor fealdad de la Creación.
Teniendo en cuenta su origen, no es de extrañar que el Modernismo haya procurado acabar con todo lo que el Catolicismo ha tenido de suprema belleza. Por eso ha atacado también singularmente al lenguaje.
El lenguaje es un don sublime concedido por Dios al hombre cuyo papel llena dos finalidades: la de ser vehículo de comunicación entre los hombres (y puesto que el hombre fue creado para amar, en este sentido el lenguaje es instrumento necesario de comunicación del amor), y la de ser instrumento de la Poesía como medio de expresar y comunicar la belleza mediante la palabra.
El lenguaje es el imprescindible instrumento utilizado por la Poesía para expresar y transmitir la belleza mediante la palabra. De ahí el cuidado que puso la Iglesia, a través de los siglos, para cuidarlo con esmero y expresarlo en toda su grandeza, tanto a través de la Liturgia como de las formas expresivas del Magisterio. La secular gravedad, la misteriosa profundidad emanada en las formas de explicar el misterio revelado, la grandeza de las expresiones de las ceremonias litúrgicas y el espartano y medido modo de decir del Magisterio, no son sino la expresión de la sublime belleza del Lenguaje de la Iglesia.
En este contexto era necesario acabar con el uso de la grandiosa, universal y bella lengua latina. La introducción de las lenguas vernáculas ha significado la sustitución de la elegancia de un lenguaje artístico, prodigio de estructuración mental y uso inteligente de los vocablos, maravilla aún no lograda por otro lenguaje humano, por lenguas auto denominadas vulgares y que, tal como sucedió en Babel, consiguieron fraccionar la unidad linguística de la Iglesia y con ella el sentimiento universal, extendido entre los fieles, de formar un Cuerpo único. Ahora habla la Iglesia con lenguaje de aldea limitado a cada uno de los innumerables villorrios que la pueblan: Divide y vencerás.
Por la misma razón ha introducido el Modernismo en el Catolicismo actual como cosa habitual la vulgaridad y el desaliño propios del lenguaje soez y chabacano. En el lenguaje del Magisterio por supuesto, e incluso en Documentos oficiales; pero sobre todo y principalmente en la Predicación y en los modos normales de comunicación de la mayor parte de la Jerarquía (lenguaje que algunos en ocasiones tratan de elevar a la categoría de Magisterio Ordinario). Nada tiene de extraño si se considera que una doctrina que camina a ras de tierra, desprovista de los elementos sobrenaturales que le hubieran correspondido como propios, no puede expresarse sino por medio de la ordinariez utilizada por el habla soez y chocarrera (decía el adagio que la corrupción de lo mejor es lo peor). Cicerón en la Antigüedad y San Juan Crisóstomo en el siglo IV hablarían ahora el lenguaje del tabernero.
Uno de los mayores monumentos erigidos por el Modernismo a la fealdad, y con ella al ridículo dentro de la Iglesia, es el que ofrece la imagen de sacerdotes bailando dentro de la Misa con los ornamentos sagrados o en ocasiones fuera de ella. A la que hay que unir las de frailes y monjas danzarines bailando con sus hábitos, también acompañados a veces por sacerdotes con los sagrados ornamentos. Si bien es de reconocer que a todas supera con creces, desde el punto de vista del ridículo, la de los Obispos con sus distintivos bailando a coro en las playas de Copacabana y dirigidos por un homosexual.
Puestos a buscar buenas intenciones, como exigiría la caridad cristiana, resulta difícil adivinar qué es exactamente lo que se proponen tales adoradores de la danza. La hipótesis de que pretenden una acción pastoral de testimonio, como ahora se dice (nadie ha explicado todavía a lo que se refiere ese vocablo tan divulgado en las Cancillerías), resulta difícil de admitir, salvo que se presuma que el resto de los fieles son unos imbéciles. Por otra parte, lo de pensar bien, tal como exige el Manuel de Caridad Cristiana para uso de ingenuos, no resulta compatible con el mandato de Jesucristo de ser sencillos como palomas pero astutos como serpientes.
Resulta más fácil de admitir la explicación de que tales danzantes de turno (¿alguien recuerda a las bacantes del dios Baco?) están sencillamente aquejados de un penoso complejo de inferioridad motivado a su vez por una falta de fe de camello, que es como lo expresaría el lenguaje de la juventud actual y el clero de avanzada.
Al tratar el Modernismo de eliminar del Catolicismo toda traza de elementos sobrenaturales, ha hecho descender al hombre al nivel terreno de lo puramente animal. Así es como lo ha privado de toda posibilidad de adentrarse en el mundo de los ensoñaciones y de las ilusiones, de esperar en lo elevado y lo desconocido Aquello que lo sobrepasa y de aventurarse en el intrincado mundo de los misterios del amor: única cosa para la que fue creado. Ahora es ya un ser sin esperanza, desprovisto de la capacidad de soñar.
San Francisco de Asís es un personaje emblemático que, a lo largo de toda la Historia del Cristianismo, supo conjuntar como nadie lo ha hecho la dureza del terrible Misterio de la Cruz con la poesía y la belleza que se desprenden de las criaturas. Su Cántico al Hermano Sol y su Cántico a las Criaturas lo consagran como un poeta y un juglar a lo divino que supo captar la Suprema Belleza, que él veía reflejada en la belleza creada de las cosas que lo rodeaban. La grandeza y la belleza de la figura del Poverello se derivan, en último término, de que era también el sublime enamorado de la belleza de las cosas que lo conducían hasta la Belleza del Creador de todas ellas.
Por eso el Modernismo se apresuró a reducirlo a la categoría de personaje ecológico.
Pero jamás lo sublime había sido tan vilmente rebajado a la condición de lo vulgar. Y nunca la excelsa belleza de la santidad se había visto convertida en la ordinariez de una labor cuyo horizonte no es otro que el de cuidar del ambiente.
En la pequeña ermita de la Porciúncula, estando todavía en ruinas, San Francisco oyó un día cantar coros de ángeles y una voz que le mandaba levantar la iglesia (o la Iglesia, según ha entendido siempre la Tradición). Ahora el minúsculo templo se ha convertido en la Basílica de Santa María de los Ángeles y en ella, después de tantos siglos, se han visto entronados sobre su altar la imagen de Buda junto a la de otros ídolos.
Pero esta metamorfosis introducida a través del tiempo es algo más que un mero símbolo expresivo de un cambio de situaciones. Cuando los cantos de ángeles son sustituidos por cultos e himnos a los ídolos, algo tremendamente grave ha sucedido en la Iglesia. El Serafín de Asís había sido el Santo del sublime canto a la Pobreza y a la Poesía que entona la belleza de la Creación.Y también, en la luminosidad de su amor divino–humano, a la posibilidad del hombre de dialogar con el hermano fuego o con el feroz Lobo de Gubia, reducidos ambos a la mansedumbre por la fuerza y la belleza del amor.
Indudablemente el Modernismo ha conseguido su gran victoria: reducir la inigualable belleza de la Iglesia de Jesucristo a la condición de una Institución que se ha abajado a la condición del Mundo. Lo Santo ha dado paso a la mediocridad, lo sublime a lo vulgar, y en último término y en definitiva, lo que era hermoso de ver a aquello que, contemplado de cerca, alguien elige pasar rápido y no mirar.
Padre Alfonso Gálvez
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[1] Jn 13:34.