Leyendo el Comentario de Santo Tomás sobre las Sentencias de Pedro Lombardo, me di cuenta de que hace un argumento basado en la Colecta para el Domingo de Pascua. Fui a mirar mi Baronio Misal y encontré que, en efecto, la oración que utilizamos hoy en el usus antiquior es idéntica a la que citó alrededor del 1250.
A veces, durante la Misa o cuando leo a los Padres y Doctores de la Iglesia, quedo a menudo poderosamente impresionado por cuán vasto es el legado de la historia, la cultura y la oración que está imbuido y preservado en la liturgia Romana tradicional. Nuestras oraciones y ceremonias se remontan en muchos casos al primer milenio de la Iglesia. El Rito tradicional Romano habla en el mismo idioma, respira la misma atmósfera que los Padres y Doctores de la Iglesia y todo el ejército de los santos, y nos lleva a su presencia.
La mayoría de nosotros estamos bajo la influencia del nombre equivocado de: «Misa Tridentina», – una frase que, aunque defendible como lo es, lleva a algunas personas a la implicación de que esta forma litúrgica se inventó alguna manera o masivamente se cambió en la era del Concilio de Trento. Como los estudiantes de la historia litúrgica saben, sin embargo, la realidad es muy diferente: la sustancia del Misal de Pío V ya había estado presente durante muchos siglos, y, de hecho, si nos remontamos al tiempo de San Gregorio el Grande (m. 604), encontraremos el «núcleo» del Rito Romano ya ahí (por eso la preferencia que algunos tienen para llamar el usus antiquior el «Rito Gregoriano»). Como el Padre Hunwicke ha señalado, el Canon Romano es tan antiguo que su teología de la consagración precede a la controversia sobre la divinidad del Espíritu Santo, y por lo tanto carece de una epíclesis de la clase que la liturgia Bizantina, para combatir esta herejía e insertada en una fecha posterior. El Canon Romano opera en la creencia mas antigua de que todo lo que el Padre aprueba y ratifica se llevará a cabo – incluso la renovación del sacrificio de su Hijo bajo el pan y el vino consagrados. El Padre lo quiere, y se hace.
(Creo que, por cierto, el P. Hunwicke merece el apodo de «Canonista romano» por sus muchos finos artículos en defensa de la antigüedad, la primacía, la pureza y la rectitud del Canon Romano para los ritos litúrgicos Occidentales que deben su origen a Roma, y sus críticas apuntadas a la calamitosa innovación de la introducción de múltiples oraciones Eucarísticas. Ver aquí, aquí, and aquí.)
Volviendo al punto de partida: ¿Cuál es el valor de simplemente hacer lo que hicieron nuestros ancestros? ¿Cuál es el valor de participar en una Misa que es, en gran parte de su formulación y ceremonias, la misma que la que oraba Santo Tomás de Aquino o San Francisco de Asís, San Carlos Borromeo o Santa Teresa de Lisieux? ¿Cuál es el valor de ir llevando en la mente y en el corazón de uno, susurrando en nuestros labios, o cantando con nuestra propia voz, las oraciones que se remontan, sin cambios, siglo tras siglo tras siglo?
Aunque puede ser difícil expresar este valor sutil en palabras, no es difícil ver por qué tal oración, a través de los siglos, a través de los continentes, a través de las culturas, de la profundidad llamando a la profundidad, de época a época y de santo a santo, tenga tan grande atractivo para los jóvenes que están descubriendo o redescubriendo su fe. Hay fuerza en saber que te sujetas de una gigante e indestructible cuerda que te conecta a un sinnúmero de santos hombres y mujeres antes de nosotros, todos los cuales están ahora en la gloria celestial, para los cuales esta misma liturgia los preparó en la tierra. Hay consuelo en sentir que, en medio de un mundo de constante cambio, en efecto un mundo moderno de casi neurótica movilidad, desplazamiento, y desperdicio, las cosas más importantes no cambian, de hecho nunca cambiarán. Hay una inmensa paz en volver, semana tras semana, a las lecturas, las oraciones, las antífonas, las ceremonias, que han sobrevivido a cada guerra, hambre, peste, y persecución, y llevar con ellos el aura de atemporalidad, el ardor de la adoración, el sabor de la santidad, la dulzura de la salmodia. Uno viene a Misa, y se encuentra que es verdaderamente, simplemente, puramente la Misa – como era, como debería ser, como será hasta el fin de los tiempos.
Sí, ha habido cambios, pero estos cambios son como ondas en la superficie de un vasto mar, tranquilo en sus profundidades. La identidad y la integridad de la liturgia se reducen incluso a nosotros, cada generación manteniendo lo que se le entregó mientras lo embellece con ofrendas de su propia devoción.
Aun cuando no podemos ponerlo en palabras, esta realidad, esta sensación de inmensa profundidad y amplitud, del colapso del tiempo y la distancia a medida que entramos en comunión con una innumerable multitud de fieles, es parte de la experiencia indefinible de asistir a la Misa Tradicional en latín. Bendito sea Jesucristo, «el mismo ayer, hoy y siempre», que ha plasmado su amor eterno en una liturgia que es su despejado espejo.
Si pienso en Dios tengo que gemir; si cavilo, mi espíritu desfallece.
Tu mantienes insomnes mis ojos; estoy perturbado, incapaz de hablar.
Pienso en los días antiguos y considero los años eternos.
Por la noche medito en mi corazón, reflexiono y mi espíritu inquiere:
¿Es que nos desechará el Señor por todos los siglos? ¿No volverá a sernos favorable?
¿Se habrá agotado para siempre su bondad? ¿Será vana su promesa hecha para todas las generaciones?
¿Se habrá olvidado Dios de su clemencia? o ¿en su ira habrá contenido su misericordia?
Y dije: «Este es mi dolor: que la diestra del Altísimo haya cambiado».
Recordaré, pues, los hechos de Yahvé; sí, me acuerdo de tus antiguas maravillas;
Medito todas tus obras y peso tus hazañas.
Santo es tu camino, oh Dios, ¿Qué Dios hay tan grande como el Dios nuestro?
(Salmos, 76: 4-14 Biblia Mons. Straubinger)
[Traducido por Eduardo Alfaro Robles. Artículo original. Posteado por ]