Pax Vobis (reflexiones desde las torres de Cawala)

El mundo atraviesa la crisis más grande de su historia.” (R.P. Leonardo Castellani)

Cuando niño me gustaba jugar a las escondidas. De grande, comprendí a las escondidas como una actividad esencial y no ya como un juego. Pienso que Cristo fue y es por el momento, un amante de las escondidas: vivió varios años oculto; en su vida pública solo una vez se transfiguró; se iba al desierto; rezaba de noche; desde su humanidad y estando crucificado, le dijo al Padre aquellas palabras misteriosas y desoladoras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; desde la Última Cena se oculta amorosísimamente en la Eucaristía; y al amante de las escondidas le complace ver nuestro interés en su búsqueda para que le encontremos, de ahí su advertencia: “Buscad y encontraréis”. Pero nadie mal interprete lo anterior, pues eso no significa esconder al Mesías, silenciarlo. A Él debe confesárselo privada y públicamente; Él pidió que se predique el Evangelio en todo el mundo; el usó de un látigo para expulsar a aquellos que convertían su templo en casa de ladrones; Él desafiaba públicamente a los fariseos; públicamente hacía milagros y expulsaba demonios probando así Su poder divino; y Suyas esas palabras que afirman: ‘A todo aquel que me confiese delante de los hombres, Yo también lo confesaré delante de mi Padre celestial; mas a quien me niegue delante de los hombres, Yo también lo negaré delante de mi Padre Celestial (Mt. 10, 32). Cada cosa en su lugar.

Lo de Cristo es una escondida limpia, caritativa, misericordiosa, redentora y colmada de santas intenciones. Completamente contraria a la práctica demoníaca que se mueve en la oscuridad para hacer mal y que se oculta para tendernos trampas; completamente distinta a los ocultos planes masónicos llenos de malas intenciones y de aviesos proyectos. Lo paradójico de Cristo siempre será que, aun estando algo escondido, siempre será luz por antonomasia; mientras que los enemigos de Él, los infernales y los mundanales, aun aparentando ser ángeles de luz”, son tinieblas, espanto, oscuridad y daño.

En nada se asemeja la paz de Cristo a la paz humanitaria, la que es seudopaz, la querida por la ONU y por los que hoy vemos con tristeza doblegados a tales entramados mundiales.

Los romanos, aún siendo paganos, decían algo mucho más cercano a la verdadera paz: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Hoy se dice todo lo contario: “si quieres la guerra, prepárate para la paz”. Y desde luego que una seudopaz. Van inventando cosas que son a la postre verdaderas guerras (de todo tipo), destructivas del hombre.

Parece que ogaño está permitido hablar del ‘Apokalypsis’ o de temáticas ‘apocalípticas’ solo si se trata de alguna película de Hollywood, donde abunda el macaneo, el horror, la angustia, la desesperanza, y las escenas del tipo que al final salta de un rascacielos a otro rascacielos que está a veinte metros de distancia, para entregarle el budín de pan a la chica del quinto piso. Pero si alguien quisiera hablar del Apokalypsis en su sentido religioso-profético-católico, todo cambia. Se lo ve como profeta de calamidades, un molesto. Hasta da la sensación de que para los tales, el Espíritu Santo se equivocó al inspirar ese último libro. Lo que no se dice es que es un libro máximamente esperanzador, un libro ‘apoyo’, un libro que al desplegarse va probando la verdad preanunciada. El Apokalypsis es, paradójicamente, un libro equilibrante de mentes y afectos, de espíritus, el cual impide al católico naufragar entre los engaños y las males que se cantan con antelación. Es la gran medicina para una humanidad desesperanzada, y, por eso mismo, la actividad demoníaca se deleita en presentar a ese remedio como un veneno al que se debe evitar. El Apokalypsis es prueba rotunda de la reyecía de Cristo, Dueño y Señor absoluto de todo, dominador de los tiempos, y que, por conocerlos en su totalidad de antemano, en su misericordia infinita, adelantó a la mente humana lo que sucedería, pidiéndole principalmente dos cosas: que conserve la fe que le fuera transmitida y que vea las señales. Dejar de lado el último libro de la Biblia es dejar de lado la completa palabra de Dios; pues si se aparta la profecía joánica, no se puede interpretar de manera acabada las promesas de Cristo.

El Redentor vino a la tierra y muy pocos lo recibieron: un puñadito de personas. Cristo está en la Eucaristía y, por lo que se ve, muy pocos lo tienen presente. Y Cristo vendrá pronto –está profetizado-, mas se vive como si eso no fuese a ocurrir jamás. Está cada vez más cerca esta última venida, y es así no porque lo diga un pensador de Argentina, sino porque todo cuanto se señaló en orden a tal venida se despliega ante nuestras narices y de manera vertiginosa. En otras palabras, el Apokalypsis de San Juan, la gran profecía que es esperanza y vida para un católico, se desarrolla hoy taxativamente conforme a todo lo que se anunció.

El principal problema de la humanidad actual, no es una guerra ni varias guerras. Ni es una guerra librada entre dos colosos. Ni es una guerra entre Rusia y Ucrania; eso sería, a mi entender, caer en una lectura reduccionista. El principal problema que vivimos actualmente es la colosal crisis y pérdida de la fe, lo que equivale a lo anunciado por San Pablo a los de tesalónica: la apostasía (2 Tesalonicenses 2, 3).

Hoy se está desdibujando el punto central, vale decir, lo que indiqué en la última parte del párrafo anterior, y se focaliza todo en las nociones de ‘guerra y paz’. Mas el foco es la fe. Por eso Fátima es principalmente una advertencia sobre la fe, pero esto se sigue silenciando de varias maneras, como así también, guste o no guste que se lo recuerde, la Virgen en La Salette hizo hincapié, ¡clarísimamente!, en que “Roma perderá la fe y será la sede del Anticristo”. No es que la Virgen haya inventado algo, es que vino a desplegar un poco más lo que ya estaba anunciado siglos atrás: la apostasía.

Jesús anunció: “Acaso cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿hallará la fe sobre la tierra?” (Lc. 18, 8). Monseñor Straubinger comentando tal expresión, manifiesta que se trata del “gran misterio que San Pablo llama de iniquidad y de apostasía”.

Refresquemos algo de suma importancia para calibrar la cuestión “Rusia” en su rol mundial y bajo la mirada mariana: María Santísima apuntó no a una Rusia que solo haría guerras con armas, sino a una Rusia que “esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia”. Esto es, principalmente, una guerra espiritual. Y eso pasó y sigue pasando. De varias maneras Rusia envenenó al mundo con sus errores.

Lo tremendo hoy no es una o mil guerras, lo horroroso es el indignísimo trato para con Cristo Eucaristía, y eso no se llama Rusia, sino que tiene que ver estrictamente –una vez más- con la fe. El acento principal no debe ponerse en las muertes físicas, sino las posibles muertes espirituales: “No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; más bien temed a aquél que puede perder tanto el alma como el cuerpo en el infierno” (Mt. 10, 28). ¿De qué serviría que todos hombres vivieran “tranquilos” hasta los 120 años, viniendo a morirse meciéndose en una silla, alejados por completo de Cristo, sin conocerlo, sin su gracia, sin su amistad?

El célebre escritor argentino Hugo Wast (al que aún hoy muchos buscan silenciar), ha dicho en su libro ‘El Sexto Sello’: “Cuando la indiferencia religiosa haya caído como una mortaja sobre los pueblos; cuando el ateísmo práctico y teórico haya secado en las almas la raíz de las preocupaciones supremas, es seguro que se habrán aplacado todas las controversias teológicas” (ed. Dictio, Buenos Aires, 1980, p. 21). Y agregó: “Pero esta paz aparente, ¿no es infinitamente deplorable? Es como la salud que reina en un cementerio, donde se han concluido las enfermedades porque los muertos no se enferman” (p. 21). Esa indiferencia religiosa campea hoy por doquier promovida por doctrinas tan falsas como novedosas.

La paz verdadera es fruto de la fe verdadera; de modo que la ecuación exacta es esta: que si no hay fe verdadera, podrá darse algo a lo que se llame paz, mas no será la paz católica. Recordaré con todos los grandes exegetas de siempre, que el Anticristo -al cual Cristo llamó simplemente “el otro”- será un gran pacifista.

La fraternidad universal como causa de paz, no es noción católica, es noción masónica, y, por tanto, anticrística. Esa fraternidad brega por una paz mundanizada. Cristo fue sumamente claro: “Os dejo la paz, os doy la paz mía; no os la doy Yo como la da el mundo (Jn 14, 27). Y a fuer de ser insistente, advertiré una vez más que la paz católica tiene su única fuente verdadera en la fe católica: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5, 1).

Que hoy se rumbea en busca de una falsa paz es ya evidente, y esa evidencia se nota en el desprecio a la verdad. Todo parece posible, menos decir la verdad; todo parece admitirse, menos la verdad completa. Hace años que el fallecido Padre Leonardo Castellani nos lanzó una advertencia: “El mundo atraviesa la crisis más grande de su historia” (El Apokalypsis, ed. Jus, México, 1967, p. 350), agregando que “la confusión mental que reina en nuestros contemporáneos es espantosa (ob. cit. p. 344), y profetizando esto otro: “Solo se hallarán de frente el Mártir y el Tirano; o sea prácticamente todo el mundo contra el Mártir; que nada podrá hacer, fuera de rendir su vida por lo que cree; y eso en medio de una atmósfera turbia y oscurecida por las más potentes falacias y seducciones –en medio de la noche oscura, como fue el caso del mártir inglés Tomás Moros” (ob. cit. p. 345). En los tiempos de la seudopaz anticrística, “los cristianos serán una minoría, y aparecerán como delincuentes a los ojos de todos” (ob. cit. p. 320). Ya en su tiempo Castellani cantó lo que veía, diciendo “lo que SE VE”. ¿Y qué veía? “La Religión Idolátrica, o modernismo como religión del Anticristo, por ser lo que yo he estudiado, y lo que SE VE” –las mayúsculas en el texto son de él- (ob. cit. p. 313). Sobre ese modernismo, dirá también el padre que está “vigente (…), que ya espantaba a Newman; es la peor herejía que se puede imaginar: la adulteración sutil y total del Cristianismo” (ob. cit. p. 301). En otro lugar sostuvo: “Satanás dirá con sorna a los Santos: ‘¿dónde está vuestro Dios?’ y ellos callarán. Les espejará las más peligrosas ilusiones, y los hará caer en líos endiablados. El estado descompuesto y falsificado de la Iglesia (el Atrio pisoteado por los paganos) los sumirá en desconsuelo y perplejidad. Los prelados ‘mercenarios’ los castigarán y hostigarán, hasta hacerles imposible el ganarse la comida. Su fidelidad a la Iglesia –a la imagen lejana de la Iglesia, y el núcleo atormentado de hoy- será más que heroica, casi imposible” (ob. cit. 206).

La vida de un católico, la paz de un católico, no se halla en las alianzas con el mundo, en el simpatizar con él o congraciarse con él, sino en la fidelidad a la fe bimilenaria, pues dicho está que “el justo vivirá por la fe” (Romanos 1, 17). La paz del alma en un católico es un gozo exquisito que se experimenta cuando se ama a la verdad, cuando se testimonia a la verdad y cuando se la defiende. Esta paz no la entendió el mundo, no la entiende ni la entenderá, porque la luz vino a este mundo y el mundo no la recibió. El católico en paz espiritual repite con el Maestro al cual sigue: “Para esto vine al mundo, a fin de dar testimonio de la verdad” (Jn. 18, 37). “Si el mundo os odia –dice Jesús-, sabéis que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí de entre el mundo, por eso el mundo os odia” (Jn. 15, 18-19). Resulta ser que la expresión del Maestro es una regla de medición: una medida concreta ante la amistad con Él o la amistad con el mundo. No parece mera coincidencia que Nietzsche, que escribió a favor de todo lo anticristiano y promoviéndolo en su libro titulado ‘El Anticristo’, haya dicho cosas que hoy son de estricto cumplimiento: “declaración de guerra a todos los antiguos conceptos de ‘verdadero’ y ‘falso’.” (ed. Gradifco. Buenos Aires, 2007, p. 34).

Que la Reina de Cielos y Tierra, la Santísima Virgen María, que también adoró a Cristo escondido en su tabernáculo corporal, nos alcance, a nosotros míseros pecadores, la paz verdadera.

Las reflexiones anteriores hechas desde ‘Las Torres de Cawala’, son de quien no quiere un mar para admirar un bote, sino de quien quiere un bote para contemplar el mar.

Tomás I. González Pondal

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