«Quae utilitas in sanguine meo?» (Sal. 30, 10). «¿De qué me servirá derramar la sangre?» Estas palabras del Salmista pueden servir de punto de partida para una meditación en un mes como el de julio dedicado a la preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Son palabras que expresan una honda tristeza, la angustia de quien duda que su propio sacrificio, que ha llegado al derramamiento de la sangre, haya sido en vano.
Este pensamiento, esta tristeza, atormentaba a Jesús desde cuando tenía uso de razón, en el seno de su santísima Madre, porque desde entonces ya había entendido que la mayoría de los hombres pisotearían su Sangre y menospreciarían la Gracia que contenía.
Fue la tristeza que lo hizo llorar el Domingo de Ramos, cuando contempló una ciudad en fiesta cuyo trágico destino Él conocía. Fue el pensamiento que le supuso sudar sangre en el Huerto de los Olivos cuando consideró el misterio del mal en los siglos venideros. San Alfonso María de Ligorio escribe en sus meditaciones para el tiempo de Adviento que esa pena fue el amargo cáliz del que Jesús imploró al Eterno que lo liberase, con las palabras transeat a me calix iste (Mt, 16, 39). ¿Qué cáliz? No el del sufrimiento físico, sino el de ver cómo se despreciaba su amor. Por eso exclamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt. 27, 46) La tentación de abandonar provenía de pensar que la mayor parte de los hombres no tendría en cuenta esa Sangre derramada y seguiría ofendiendo a Jesús como si Él no hubiera hecho nada por amor de ellos. Es indudable que en aquel momento Nuestro Señor tenía a la vista todas las crisis que a lo largo de los siglos se darían, como en crescendo, en el interior de la Iglesia que nacería de su costado atravesado en la Cruz. Y sin embargo, bastó una gota de su Sangre derramada en el Gólgota para convertir al Buen Ladrón. Muchos rechazarían los frutos de su Sacrificio, pero al corresponder a la Gracia, quienes lo acogieran compensarían todo sacrilegio e infidelidad dando más gloria a Dios. La Sangre de Cristo seguiría irrigando a la Iglesia hasta el final de los siglos.
La vida de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, está contenida en su sangre. Como el corazón, la sangre es el principio vital. Nada hay más venerable que la Sangre de Cristo, sangre de un Dios y por tanto más valiosa que todos los tesoros de la Tierra. Cada gota de esta Sangre posee un valor infinito. La Sangre de Cristo nos recuerda el misterio central del cristianismo, el de la Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, Dios y Hombre que pagando el precio de su Sangre nos rescató y destinó a la felicidad eterna. Dice San Pedro: «De vuestra vana manera de vivir, herencia de vuestros padres, fuisteis redimidos, no con cosas corruptibles, plata u oro, sino con la preciosa sangre de Cristo» (1 Pe.1,17-19).
La Sangre de Cristo es ante todo expresión simbólica y real de la Redención, misterio que nos recuerda que Jesucristo, pagando con su Sangre (expresión de su Amor), arrebató al género humano del pecado y del Demonio y lo reconcilió con Dios. Esa Sangre se continúa derramando y ofreciendo en la Misa, que perpetúa de forma incruenta el Sacrificio del Calvario, ya que es la Víctima misma, Jesucristo, la que se ofrece, y el propio sacerdote, Jesucristo, quien ofrece la inmolación de Cristo para aplicar sus frutos a cuantas generaciones haya hasta el fin de los tiempos.
Ahora bien, la Pasión de Cristo no concluyó en el Gólgota ni ha terminada jamás; tal es la condición de la vida de la Iglesia, que siempre triunfa pero también siempre padece, combate y derrama su sangre. Jesucristo sigue sangrando con los ultrajes y profanaciones que tienen lugar en sus templos y altares, con la infidelidad de sus ministros, con la tibieza de los buenos y con todos los obstáculos que se interponen a la expansión de la Iglesia.
En este combate puede suceder que quien se esfuerza por ser fiel a la Iglesia y su Ley no alcance a ver los frutos de sus sacrificios, y hasta que tenga la impresión de que sus esfuerzos, oraciones, padecimientos y luchas no son aceptados por Dios y se pregunte por la utilidad de sus sacrificios. Pero sí la tiene: toda pizca de sacrificio hecho con pureza de intención se une a cada gota de las que vertió Cristo y obtiene de esa Sangre su fecundidad. Los sacrificios de quien lucha en la Iglesia son la propia Sangre de Cristo, que circula en la Iglesia y la vivifica. La Iglesia está viva y es fecunda porque por sus venas corre la Sangre de Cristo, que se derrama en el Sacrificio del Calvario.
Dice Pío XII que la Iglesia es «Esposa de Sangre (Ef.4,25) . (…) Pero la Iglesia no tiene miedo. Quiere ser esposa de sangre y de dolor para reflejar la imagen de su divino Esposo y sufrir, luchar y triunfar con Él».
El triunfo de la Iglesia, que será también histórico, es la perspectiva que presenta la promesa de Fátima, y con ese estado de ánimo es como podemos vivir la fiesta de la Preciosísima Sangre. Recuerda Dom Guéranger que dicha festividad es una de las conmemoraciones más espléndidas de la Iglesia. Pío IX había sido desterrado de Roma en 1848 por la Revolución triunfante; en aquella misma época, al año siguiente, vio como se restablecía su autoridad. Durante los días 28, 29 y 30 de junio, bajo el amparo de los Apóstoles, Francia, fiel a su glorioso pasado, expulsaba de la Ciudad Eterna a los enemigos. El 2 de julio, festividad de María, terminaba la reconquista. En seguida un doble decreto dada cuenta a la Ciudad y al mundo de la gratitud del Sumo Pontífice y la manera en que él tenía pensado perpetuar el recuerdo de aquellos sucesos en la sagrada liturgia. El 10 de agosto, desde Gaeta, donde se había refugiado durante la tormenta, Pío IX se dirigió antes de retomar el gobierno de sus estados al Jefe invisible de la Iglesia y se la confió con la institución de esta festividad recordándole que por esta Iglesia había derramado toda su Sangre.
Sangre que es símbolo de padecimiento y lucha, pero también promesa de victoria en el tiempo y en la eternidad.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)