En este artículo presento la hermosa realidad de un tesoro poco conocido (y menos apreciado) que nos llega a través de la Iglesia desde el infinito Amor de Dios: las INDULGENCIAS. Que esta presentación sirva para acercarnos más y mejor a ellas y, desde ellas, al prójimo y a Nuestro Señor.
Como aproximación a la idea de INDULGENCIA, nos acercamos al código de derecho canónico y al catecismo de la Iglesia católica con objeto de enmarcar el tema. De ese modo tenemos:
Canon 992 del Código: La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia , la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos.
Y el punto 1471 del Catecismo señala exactamente lo mismo, aludiendo también a los cánones 993 y 994 del código, y con el previo a la definición de que: La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están estrechamente ligadas a los efectos del sacramento de la penitencia.
Tras la definición ya dada, la indulgencia, según el magisterio, puede ser plenaria o parcial según libere de la pena temporal debida por los pecados ya sea en parte o totalmente. A la pregunta de quien puede lucrarla, la Iglesia responde con que: Todo fiel puede lucrar para si mismo o aplicar para los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias.
DESARROLLO
De la etimología latina, indulgencia procede del verbo INDULGEO que significa “conceder”. La Iglesia concede la indulgencia que nunca debe confundirse con el perdón del pecado. Ese perdón viene a través del sacramento de la penitencia, y la indulgencia está relacionada con la pena temporal no cubierta por la absolución tras confesar los pecados. Esa pena temporal supone el rastro del pecado que puede purgarse en esta vida a través de obras buenas de caridad y de oraciones ó mortificaciones, y, si no ha sido del todo satisfecha antes de morir, se hará en el purgatorio tal como enseña la Iglesia en su magisterio dogmático. El alma salvada no puede presentarse ante Dios en el cielo con mancha alguna de una pena temporal no desagraviada, y para ello la Iglesia , por los méritos de Jesucristo en su amor infinito y misericordioso, tiene autoridad para dispensar las indulgencias que ayuden a reducir o liminar del todo la pena temporal.
Hablar hoy de indulgencias es, ciertamente, un tema controvertido en la sensibilidad del católico del siglo XXI. La referencia más inmediata nos viene del conflicto de Lutero con la Iglesia jerárquica allá por el siglo XVI, cuando el mal uso de las indulgencias por parte de la institución eclesiástica motivó, entre otras causas, la rebelión de Lutero y posterior cisma de la Iglesia católica. En esa época las indulgencias eran tratadas a modo de compensación interesada entre una autoridad que parecía vender la salvación eterna por la obtención de unos “santos certificados” que no incluían la exhortación a una auténtica vida cristiana basada en la verdad y la caridad. Esa lejana controversia ha causado, y sigue causando aún, una visión peyorativa y negativa de las indulgencias como algo enterrado en una rancia tradición e incompatible con la vocación a la santidad bautismal tal como la anuncia el concilio Vaticano II.
Sin embargo, hay que decir que el sentido de la indulgencia seguirá mientras la Iglesia exista, pues lo que no tiene sentido es encuadrarla en un tiempo determinado. Sencillamente porque hay que proclamar las maravillas del amor de Dios manifestado en Cristo que acoge a cada hombre (a todos los hombres) por el ministerio de la Iglesia para decirle, como le dijo al paralítico: “Tus pecados están perdonados, coge tu camilla y echa a andar”. Él no sólo perdona nuestras culpas, sino que también, a través de su Iglesia, difunde sobre nuestras heridas el bálsamo curativo de sus méritos infinitos ofrecidos por la humanidad. Y en ese tesoro de los méritos de Cristo se incluyen también, porque el Señor los posibilita y hace suyos, las buenas obras de la Santísima Virgen María de los santos. Y es un tesoro, en fin, confiado a la Iglesia en virtud de la potestad de atar y desatar que el mismo Cristo confirió a Pedro y a los apóstoles, y, a través de ellos, a sus sucesores, el Sumo Pontífice y los Obispos, para que sean aplicados en remisión de los pecados y de sus consecuencias.
Por supuesto que la indulgencia no sustituye nunca, ni eclipsa, al sacramento de la penitencia. Pues el perdón de los pecados se lleva a cabo de modo principal, y cuando se trata de pecado grave de modo necesario, mediante el sacramento de la reconciliación. No obstante, incluso perdonado ese pecado, queda aún pendiente una purificación ulterior, como ya se ha dicho, y del tesoro admirable de la Iglesia , también mencionado, fluye la indulgencia que permite remitir aquella pena temporal.
La doctrina de la fe sobre la indulgencia y la práctica laudable de ésta confirman los misterios tan profundamente consoladores del Cuerpo Místico de Cristo y de la comunión de los santos, y con gran eficacia contribuyen a la consecución de la santidad.
Sobre este tema hay que citar, como magisterio más reciente, la Bula Incarnationis Mysterium, del Papa Juan Pablo II con motivo de la convocatoria del gran jubileo del año 2000. Este documento mantiene lo fundamental sobre los principios de las indulgencias, y revisa algunas normas para adecuarlas a los documentos emanados por la Sede Apostólica. Veamos:
– Se incorpora una concesión general con la que se otorga indulgencia al testimonio explícito de la fe que se da en determinadas circunstancias de la vida cotidiana.
– Otras concesiones refuerzan los fundamentos de la familia cristiana (consagración de las familias), la comunión en la plegaria de la Iglesia Universal (participación fructuosa en los días dedicados universalmente a alguna finalidad religiosa o en la semana de oración por la unidad de los cristianos), y el culto debido a Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento (procesión eucarística)
– Se presentan con más extensión algunas de las concesiones ya publicadas; por ejemplo la que se refiere al rezo del Santo Rosario, a la lectura de la Sagrada Escritura o a la visita de los lugares sagrados.
En definitiva, la indulgencia es tan actual como pudiera serlo en el siglo XVI, pues aunque entonces fuera objeto de mercadeo y causara su mal uso graves daños a la Iglesia , no se trata de abolir lo que procede de un don de la misericordia y bondad divina, sino de recibir con auténtico espíritu cristiano ese don y hacerlo bueno para uno mismo y para el prójimo con quien tenemos la oportunidad de amar en comunión.
NORMAS SOBRE LAS INDULGENCIAS
1: Cualquier fiel bautizado (no excomulgado) puede ganar indulgencias para sí mismo o puede aplicarlas a los difuntos como sufragio. No las ganará para otro fiel que esté vivo.
2: Ninguna autoridad inferior al Romano Pontífice puede otorgar a otros la potestad de conceder indulgencias a no ser que la Sede Apostólica se lo haya otorgado expresamente. La facultad de otorgar indulgencias queda reservada al Papa, a los cardenales y a los Obispos
3: La indulgencia plenaria solo puede ganarse una vez al día. No así la parcial que puede ganarse más veces. La excepción a esta norma sería cuando el fiel la gane “in articulo mortis” ese mismo día.
4: Es necesario tener la intención de ganar la indulgencia, además de realizar el acto piadoso que la causa. Obvio que ello no afecta a los difuntos, que la ganan por nuestra intención. También es necesario, para la indulgencia plenaria, haber comulgado y confesado al menos siete días antes o después de realizar el acto piadoso que la justifica. Y unirse en oración a las intenciones del Romano Pontífice.
5: Por supuesto que se pide al fiel que mantenga en su corazón una aversión al pecado grave, o al menos una desafección al mismo.
Esta última norma es fundamental a la hora de asumir esta enseñanza de la Iglesia como profundamente ligada a la conversión personal. No se trata pues de convertir la gracia es una “cosa” que se gane o pierda a través de una actitud de mera piedad formal, sino que la indulgencia ha de ir ligada a la actitud interior del cristiano que en su vida trata de amar a Dios y al prójimo siguiendo el mandato evangélico de Jesucristo.
ALGUNAS CONCESIONES DE INDULGENCIAS
Como ejemplo señalo las siguientes:
- Indulgencia plenaria:
– Por la visita al Santísimo Sacramento para adorarlo por espacio al menos de media hora
– Por participar en la procesión del Corpus Christie, ya sea dentro o fuera del Templo ó recinto sagrado
– Por practicar ejercicios espirituales al menos durante tres días completos
- Indulgencia parcial:
– Por participar en un retiro mensual de al menos media jornada
– Por rezar piadosamente el cántico del Magnificat
– Por invocar al Ángel Custodio en una oración debidamente aprobada
VALORACIÓN
Una de las ocupaciones principales de la Iglesia , sobre todo tras el concilio Vaticano II, ha sido y sigue siendo adaptar el lenguaje pastoral en la medida que pueda ser lo más comprensible al oído y el corazón de la persona del presente. El tema de la indulgencia parte ya de un prejuicio histórico consolidado en gran parte del pueblo fiel, y ello hace algo difícil esa sana tarea de adaptación, de modo que en no pocos casos hay agentes de pastoral que prefieren obviar el tema o, peor aún, presentarlo como algo superado y que sólo merece el estudio “arqueológico” sin pretensión de hacerlo actual. Ello es debido, sin duda alguna, a la influencia protestante en nuestra teología (sobre todo en la época del post-concilio) combinada con una inflación poco rigurosa de la leyenda negra habida en la historia de la Iglesia.
No obstante, a pesar de los supuestos señalados, se puede y se debe hacer hoy día una eficaz catequesis renovada sobre las indulgencias, partiendo del origen de las mismas que no es otro que el amor infinito de Dios nuestro Señor manifestado en los méritos de su Hijo Jesucristo y permanente siempre en el seno de la Iglesia que es obra de Dios. Desde ahí, se puede enfocar esa catequesis en dos direcciones: hacia Dios y hacia el prójimo y la Iglesia misma.
A: Hacia Dios. La indulgencia es un derroche del amor de Dios siempre misericordioso y que quiere que toda persona se salve. Por ello Dios aborrece el pecado y perdona a su vez al pecador arrepentido, y la indulgencia es una continuidad perfecta del perdón de Dios dado en el sacramento de la penitencia. Por tanto, ante un regalo que viene de Dios, ¿cómo mostrar indiferencia, rechazo u olvido?
B: Hacia el Prójimo y la Iglesia misma. La Iglesia nos posibilita ganar indulgencias para aplicarlas a otros seres que ya han fallecido. Es una invitación a ejercer un grado precioso de caridad con aquellos que ya terminaron su tiempo de merecer en vida. Esa obra de misericordia con el prójimo nos hace vivir de modo auténtico la comunión de los santos, superando toda inmanencia, y unirnos de ese modo a la Iglesia purgante en su camino hacia la Iglesia Celestial.
De ese modo, integramos en el lenguaje pastoral la indulgencia desde la doble categoría de gratitud a Dios y caridad/solidaridad con el prójimo y dentro de un sentido de unidad eclesial. En una época donde realmente la sensibilidad solidaria es grande en el pueblo de Dios, donde parece haberse superado el “individualismo espiritual” que a veces convertía el ideal de perfección en pelagianismo práctico, catequizar sobre indulgencia supone hacerse cercano al alma que más sufre, es decir, la que sabiéndose salvada aún ha de purgar la pena temporal. Y, como enseñaba Santa Catalina de Génova, no hay obra de amor más grande que la de aplicar Misas e indulgencias por las almas del purgatorio.
Planteada a catequesis de esta manera, se liberaría de todo poso de egoísmo o resto rancio que pudiera quedar a causa de adherencias que nada tienen que ver con el Evangelio de Cristo. Si las indulgencias, en fin, son un tesoro que nuestro Padre nos regala, ¿no es de buen nacido ser agradecido?