¿Serán estos los últimos tiempos?

Ignoro si estos son los últimos tiempos. Y la verdad es que no tengo curiosidad por saberlo. Las palabras de a quien tengo por Señor y Maestro son que el día y la hora en que volverá de nuevo para establecer definitivamente su Reino «nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24, 36). Y aunque da unas indicaciones o señales precursoras acerca de cuándo será el fin, me basta con recordar dos de sus parábolas para saber de qué va esto.

La parábola del gran banquete, que encontramos por ejemplo en el capítulo 22 del Evangelio según San Mateo, se refiere al convite que un rey celebra por las bodas de su hijo. Este gran rey decide llamar a muchos invitados, pero éstos se excusan para no ir a la comilona. A pesar de todo, el gran rey insiste, y envía a sus criados a que salgan a las calles y a las plazas y a las encrucijadas de los caminos para llamar a muchos otros. Al final la sala de bodas se llena de invitados. Sin embargo, no conviene olvidar que fueron muchos los que no participaron de ese gran banquete; «porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos» (Mt 22, 14).

Por otra parte, la parábola de las diez muchachas necias —sin entrar en demasiadas profundidades— viene a decir lo mismo, pero con el matiz de que aquí se exhorta a estar preparado para cuando llegue ese momento, ya sea la muerte propia o la consumación de los últimos tiempos.

Dice la parábola, descrita en Mateo 25 y Lucas 12, que de las diez muchachas, cinco eran necias y cinco sensatas. Al parecer todas iban al encuentro del esposo con lámparas, pero lo que distinguía a unas de otras es que las necias no se proveyeron de aceite para mantener su vela encendida durante mucho tiempo. «Como el esposo tardaba, todas sintieron sueño y se durmieron. Mas a medianoche se oyó un grito: ¡He aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro! Entonces se despertaron todas las muchachas y se pusieron a arreglar sus lámparas. Mas las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan». Replicaron las prudentes y dijeron: «No sea que no alcance para nosotras y para vosotras; id más bien a los vendedores y comprad para vosotras». Mientras ellas iban a comprar, llegó el esposo; y las que estaban dispuestas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Después llegaron también las otras muchachas diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él respondió: «Os aseguro que no os conozco». Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25, 5-13).

En realidad, como ya notara San Jerónimo, las diez vírgenes o muchachas simbolizan a todos los cristianos. Es decir, la parábola advierte a los fieles, augurándole un penoso final a los que no estén preparados. Porque la lámpara sin aceite es la fe muerta; la fe verdaderamente viva es la que produce la luz de la esperanza que nos mantiene siempre en vela. Y lo que no se ama no puede ser esperado porque no se desea. Por eso aquí ni siquiera alude Jesús a los que no quieren ser parte de su Reino ni piensan asistir a su boda final con la Iglesia.

Me preguntaba al principio si serán estos los últimos tiempos. Yo no lo sé. No puedo saberlo. Pero sí tengo claro que una miríada de personas tiene «mejores» cosas que hacer que prepararse para asistir al banquete al que todo un Dios ha decidido invitarnos. Y que muchos cristianos, no sólo duermen mecidos por el arrullo del mundo y sus modas, sino que defienden las causas de los que pierden aceite y llaman amor a lo que para Dios es un acto abominable.

Pero allá ellos —qué le vamos a hacer—. A mí me queda el consuelo de las promesas de Jesús, y sus palabras finales a San Juan en el último capítulo de libro del Apocalipsis: «No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está próximo. Que el pecador continúe pecando, que el inmundo siga en su inmundicia, pero que el justo continúe practicando la justicia y que el santo siga santificándose. Yo voy a llegar en seguida, y llevo conmigo la recompensa que voy a dar a cada uno según sus obras» (Ap 22, 10-12).

En fin, parecerá lo que quiera y será más o menos duro, pero a mí no me parece locura nadar contracorriente, sobre todo cuando las aguas corren hacia cataratas. Principalmente en unos tiempos en los cuales «no sentir la putrefacción del mundo es indicio de contagio»[1].

Luis Segura

[1] Nicolás Gómez Dávila.

Luis Segura
Luis Segurahttp://lacuevadeloslibros.blogspot.com
Escritor, entregado a las Artes y las Letras, de corazón cristiano y espíritu humanista, Licenciado en Humanidades y Máster en Humanidades Digitales. En estos momentos cursa estudios de Ciencias Religiosas y se especializa en varias ramas de la Teología. Ha publicado varios ensayos (Diseñados para amar, La cultura en las series de televisión, La hoguera de las humanidades, Antítesis: La vieja guerra entre Dios y el diablo, o El psicópata y sus demonios), una novela que inaugura una saga de misterio de corte realista (Mercenarios de un dios oscuro), aplaudida por escritores de prestigio como Pío Moa; o el volumen de relatos Todo se acaba. Además, sostiene desde hace años un blog literario, con comentarios luminosos y muy personales sobre toda clase de libros, literatura de viajes, arte e incluso cine, seguido a diario por personas de medio mundo: La Cueva de los Libros

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