Rorate se complace en ofrecer a sus lectores esta maravillosa homilía predicada por un sacerdote el domingo 22 de noviembre pasado.
El domingo después de Pentecostés
22 de Noviembre de 2015
Este domingo, de hecho durante todo el tiempo de Adviento (que empieza el próximo domingo), la iglesia nos quiere hacer reflexionar sobre la Venida de Nuestro Señor Jesús el día del Juicio Final. Desde hace un par de semanas la liturgia ha tocado este tema. Recordando la parábola del trigo y la cizaña de hace dos semanas: estas crecen juntas, pero solo “hasta la cosecha”. En ese momento se les dirá a los segadores «recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla» y luego a recoged el trigo en el granero de su señor. Cuando los discípulos del Señor preguntaron el significado de la parábola, Él les dijo: “como se arranca la cizaña y se quema, así mismo será al final de los tiempos. El hijo del hombre enviará sus ángeles y ellos sacarán de su reino a todos los causantes de escándalo y de maldad, y los arrojarán a la caldera de fuego, donde será el llanto y crujir de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre”.
La semana pasada escuchamos acerca de los Tesalonicenses, a quienes San Pablo elogió por su gran fe. Los cuales regresaron“ a Dios desde los ídolos para servir al Dios Vivo y Verdadero y esperan la venida del Hijo desde el cielo (quien resucitó de entre los muertos), Jesús, quien se ha entregado por nosotros”. Este domingo, la venida de Cristo toma el centro del escenario.
Siempre que pensamos en la Segunda Venida de Cristo – su carácter definitivo, la finalidad de la sentencia que lo acompaña, el castigo impuesto a los malhechores – es comprensible que podamos sentir un poco de miedo – al igual que habrían sentido miedo los discípulos del Señor ante la idea de la destrucción del Templo. Pero Nuestro Señor asoció su venida gloriosa con la destrucción del Templo. Y además, acercándose el Adviento, siguiendo la exhortación de San Pablo, tendríamos que regocijarnos porque el Señor está cerca, sin necesitar pedir disculpas a nadie por la sensación, al menos, un poco, de temor acerca de la Venida del Señor, el gran y terrible día de la ira.
El evangelio de hoy se ha tomado del capítulo 24 del Evangelio de San Mateo, versículos 13-25. Pero quiero centrar la atención en algo que sucede al comienzo de este capítulo; es decir, la salida de Nuestro Señor del templo. Nuestro Señor ha estado enseñando en el templo. Más concretamente, ha sido escarnecido por los fariseos y los escribas. Se han negado a aceptarlo como el Mesías, y así Él les denuncia con siete «plagas» (maldiciones indicativas de juicio). Y concluye con el siguiente lamento (cap. 23, 37-39): “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisisteis! He aquí vuestra casa abandonada y desolada. Porque yo digo que no me veréis más, hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”. Y entonces, Mateo nos dice (y esto es a lo que quiero que presten realmente atención), (cap. 24) «Jesús salió del templo y se fue…»
Bueno, ¿Y qué? ¿Por qué es eso tan importante? Podemos asegurar que los mismos discípulos probablemente no pensaron en nada en aquel momento. Pero como el Señor se marchó, Mateo aclara que los discípulos (incluido él mismo) no estaban atentos a la marcha de Nuestro Señor, sino al Templo en sí mismo y edificios adyacentes. De hecho intentan llamar la atención del Señor sobre lo admirable del mismo: “sus discípulos le señalaron los edificios del templo”. Sin duda el templo era una estructura impresionante, un espectáculo deslumbrante para la vista, incluso una octava maravilla del mundo.
Pero tras una reflexión más atenta, San Mateo seguramente ha visto un significado profético más profundo en la partida del Señor, y quiere que entendamos este significado también. Nuestra primera pista de que la salida de Nuestro Señor es algo más que una salida simple desde el recinto del templo, es la manera en la que Nuestro Señor responde a sus discípulos acerca del mismo. He aquí lo que dice: “¿Veis todo esto? Pues os aseguro que se derrumbará sin que quede piedra sobre piedra. Como el Templo era tan increíblemente hermoso, esas palabras premonitorias habrían servido para conseguir la atención de sus discípulos a lo que el Señor estaba diciendo. La segunda pista que Mateo nos da es “Cristo, sentado en el Monte de Los Olivos”. ¿Cómo la salida de Nuestro Señor del Templo y su marcha hacia el Monte de los Olivos, arroja luz sobre Su salida del Templo?
Bueno, al hacer estas cosas Él repetía lo que ocurrió antes, cuando el Templo de Salomón fue destruido en 586 antes de Cristo, como lo atestigua y describe el profeta Ezequiel. En los capítulos 10 y 11 de su libro, Ezequiel nos refiere la salida de la gloria de Dios del templo: «La gloria del Señor se alzó de en medio de la ciudad, y se posó sobre el monte que está al oriente de la ciudad. “(Ez. 11, 23). ¿Qué hay en el lado Este de Jerusalén? El Monte de los Olivos. Se podría decir entonces, que en ese momento, cuando la gloria de Dios se apartó del Templo de Salomón, sufrió una especie de «horror de la desolación» o un sacrilegio destructor; una especie de preludio de la destrucción del Templo. Para los Judíos fue un paso incorregible en la idolatría. El juicio de Dios no tardaría en caer sobre ellos.
¿Pero no es acaso el Señor Jesús la Gloria del Padre? ¿Él no se manifiesta en la bondad de Dios? En verdad Él lo es. Y nosotros estamos advertidos de esta verdad al final de la mayoría de todas las Misas: Que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y vimos su Gloria, la Gloria del Unigénito del Padre, lleno de Gracia y Verdad”. Por lo tanto, cuando Jesús sale del Templo, la Gloria del Unigénito del Padre ha salido del Templo. Y teniendo en cuenta el contexto, el horror de la desolación de la que Nuestro Señor habla, si no totalmente cumplida, ya ha comenzado en el signo profético de la partida de Nuestro Señor.
Y la desolación o la profanación del Templo de la que Daniel había profetizado y que tuvo lugar en el año 167 antes de Cristo. En ese año, el gobernante gentil Antíoco Epifanes IV quemó Jerusalén, saqueó el Templo de sus artículos sagrados y erigió un ídolo al dios griego Zeus dentro de su recinto (1Mac. 1, 31-37. 54). Obviamente idolatría y culto divino son incompatibles, por lo que esta acción profanó el Templo.
En el momento que viene al caso, no había ídolos en el Sancta Sanctorum del templo. Sin embargo los líderes de los judíos han rechazado al Mesías y han buscado destruirlo. Y Cristo, la Gloria de Dios, salió del Templo. Unos cuarenta años después, sobre el 70 después de Cristo, la desolación del Templo se redujo a escombros. Dios visitó a su pueblo como Juez.
¿Cómo nos concierne esto? El Templo de los judíos pertenece al pasado. Además, nunca fue nuestro. De hecho la intención de Dios no fue nunca morar en él, en una edificación, sino morar en nosotros. Nosotros somos sus templos, somos como piedras vivas del templo de su cuerpo, el cual es la Iglesia.
Nuestro señor nos lo asegura. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn. 14, 23)
Y San Pablo recuerda varias veces a los cristianos de Corinto decadentes que son, todos y cada uno de ellos, templos de Dios:
1 Cor. 3, 16-17: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros”.
1 Cor. 6, 19-20: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?
2 Cor. 6, 16: “¿Es compatible el templo de Dios con los ídolos? Pues vosotros sois templo de Dios vivo, según Dios dijo: ‹‹Yo habitaré y andaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo››.”
Incluso el oficio de ofrecer sacrificios, el cual se desarrolla en el Templo, San Pablo dirige el relato al templo de nuestros cuerpos, cuando exhorta a los cristianos de Roma: “Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional. Que no os conforméis a este siglo, sino que os transforméis por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta”. (Rom. 12, 1-2). Nosotros no podemos hacer lo que queramos con nuestros cuerpos. Como si Dios habitara sólo en nuestra alma y fuese indiferente a lo que hacemos con nuestros cuerpos.
Si entonces, nosotros somos templos del Dios vivo, es Dios quien debe habitar en nosotros, no ídolos o el demonio que están detrás de ellos. Dependiendo de cómo elegimos vivir nuestras vidas, Dios habitará en nosotros o se irá de nosotros. Si nosotros nos esforzamos por amarnos a sí mismos hasta el desprecio de Dios; si nosotros cambiamos a Dios por un ídolo, sacamos al señor de nuestras vidas; Si nos conformamos con nosotros mismos y con el mundo en lugar de conformarnos con Cristo, no podemos sorprendernos al descubrir que Dios se aparta de nosotros. ¿Por qué debe coexistir el Dios que nos creó para sí mismo con los ídolos que hemos elegido para nuestros dioses? Él no lo hace. Dios, que es la Bondad y la propia santidad, no puede coexistir con pecado mortal, libre y conscientemente elegido. Él partirá y dejará desolado ese templo profanado. Para asegurarnos de cómo vivimos, debemos arrepentirnos y la conversión siempre será posible. Su misericordia permanece siempre disponible. Nunca se negará a volver a la casa de un corazón contrito. Pero si morimos impenitentes, nuestro templo desolado sufrirá asimismo el juicio de Dios. A diferencia del Templo, nuestros cuerpos y almas no dejarán de existir.
En cambio, después de la resurrección de la carne, los condenados deberán de sufrir el dolor de la pérdida (la presencia de Dios), así como sentir diversos grados de dolor (de acuerdo con la magnitud de sus pecados) para toda la eternidad. Al igual que la cizaña que el enemigo sembró en el campo de trigo, tales almas serán «arrojadas al horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes.» En lugar de la vida eterna, los condenados sufrirán la muerte eterna: una especie de destrucción, estad seguros, pero no una aniquilación de su propia existencia.
Por otro lado, si nos esforzamos por amar a Dios hasta el desprecio de sí mismo; si nos negamos a ser engañados por los falsos mesías; si nos negamos a considerar el dinero, el placer, la riqueza, el honor o el poder como nuestros ídolos, si perseveramos en medio de la persecución; si nos mantenemos firmes mientras que los demás abandonan la fe y caen en la apostasía, Dios siempre estará con nosotros. Aun cuando, en medio del sufrimiento, creamos sentir como si Dios nos hubiese abandonado, sin embargo, Él todavía estará con nosotros.
Como ya he mencionado, los Apóstoles fueron golpeados por el esplendor hacia lo externo de la belleza del templo, y sin duda se perturbaron por la sola idea de su destrucción. ¿Cuánto más, entonces, debemos apreciar el esplendor y la belleza de nuestros cuerpos y almas vestidas en la gracia de la filiación divina? ¿Cuánto más debemos ser perturbados por la sola idea de cometer un solo pecado mortal?
Consideremos también que Cristo es la Vida y la Luz del mundo. Siempre y cuando somos fieles a Él, Él morará en nosotros. Y mientras Él habita en nosotros, seremos capaces de llevar la luz y la vida al mundo. Vamos a ser agentes del Reino de los Cielos y de los cultivadores de la cultura de vida. Pero si somos infieles a Cristo, si rechazamos al Señor de la vida y buscamos la luz de tal o cual ídolo, a continuación, de una manera u otra nos encontraremos al servicio del reino de Satanás, las fuerzas de la oscuridad, y la cultura de la muerte. Nos encontraremos siguiente falsos Cristos, falsos profetas, que nos dejarán moralmente confusos, incluso ciegos.
El Papa San Juan Pablo II dijo hace como unos 20 años en su importante encíclica, Evangelium Vitae (El Evangelio de la Vida). En un pasaje que voy a citar, que se refiere específicamente al delito de aborto, pero se puede sustituir aborto con muchos otros delitos contra la vida y contra la naturaleza humana. De hecho, y por desgracia, los pensamientos revelados en el reciente Sínodo de los obispos hacen de este pasaje aún más relevante:
«La aceptación del aborto en la mentalidad popular, en el comportamiento y en la misma ley, es un signo revelador de una crisis extremadamente peligrosa del sentido moral, que se está convirtiendo cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando el fundamental derecho a la vida está en juego. Dada una situación tan grave, necesitamos ahora más que nunca tener el valor de mirar a la verdad a los ojos y llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación del autoengaño. A este respecto el reproche del Profeta [Isaías] es extremadamente sencillo: «¡Ay de los que al mal llaman bien, y al bien mal; que de la luz hacen tinieblas, y de las tinieblas luz; y dan lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!» (Is. 5, 20) «.
Dada la incompatibilidad entre Dios y el pecado, aquellos en la Iglesia que tratan de convencernos de que los que viven en pecado pueden recibir dignamente al Señor en la Sagrada Comunión, tendrán mucho de que responder.
Por último, recordemos esta verdad fundamental de la fe: Este mundo es finito; estamos de paso. Pero estamos hechos para disfrutar de la eternidad inmutable, llena de felicidad, infinita que sólo Dios puede dar al permanecer en nosotros y nosotros en Él. Por lo tanto, nuestra felicidad no se encuentra en los bienes de este mundo. Es por ello que, como San Pedro nos dice (2 Pe 3, 13-18) “Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según su promesa. Por esto, carísimos, esperando estas cosas, procurad con diligencia ser hallados en paz, limpios e irreprochables ante Él… Vosotros, pues, amados, que de antemano sois avisados, estad alerta, no sea que, dejándoos llevar del error de los libertinos, vengáis a decaer en vuestra firmeza. Creced más bien en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A El la gloria así ahora como en el día de la eternidad”, Amén.
[Traducción Ángela Arias. Artículo original]