
Mucho se ha escrito sobre el Sínodo extraordinario celebrado hace apenas unos meses, y quizás alguien se plantee qué pinta hablando de ello una simple madre de cinco hijos. En principio, daría la razón a quienes desconfían, pues carezco de formación teológica suficiente para opinar y tampoco asistí a las reuniones, por lo que desconozco del contenido de las mismas. No obstante, me siento legitimada para hablar sobre la Relatio desde el momento en que la misma lanza a las familias cristianas (y por tanto, a la mía) una seria obligación: “Evangelizar es responsabilidad de todo el pueblo de Dios, cada uno según su propio ministerio y carisma. Sin el testimonio gozoso de los cónyuges y de las familias, Iglesias domésticas, el anuncio, aunque fuese correcto, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras que caracteriza nuestra sociedad (cfr. Novo Millennio Ineunte, 50). Los Padres sinodales hicieron hincapié en más de una ocasión en que las familias católicas, en virtud de la gracia del sacramento nupcial, están llamadas a ser sujetos activos de la pastoral familiar.”
La Relatio considera esencial que el Evangelio de la familia sea anunciado por las propias familias cristianas, con testimonio gozoso. Hasta aquí, nada que discutir. Sin embargo, teniendo en cuenta el estado actual de la Iglesia donde parece que “no hay nada claro”, pienso que quizás hubiese convenido recordar con exactitud en qué consiste ese “Evangelio de la familia” antes de proceder a buscar novedosas formas para anunciarlo. De no hacerlo así, se corre el riesgo (como de hecho está pasando) de forjar vistosos, aunque inútiles, castillos en el aire.
Y es que tengo la desagradable sensación de que la Iglesia ha desaprovechado una gran ocasión optando por permanecer ciega a una realidad que, sin embargo, las familias que intentamos seguir la Evangelio observamos con creciente preocupación: que la Iglesia (o una gran parte de ella) ha dejado de creer en el Evangelio de la familia.
Salvo que la Iglesia sea valiente y reconozca esta realidad, difícilmente podrá hacer una evangelización eficaz. De lo contrario, ¿cómo se va a anunciar el Evangelio de la familia si, según a la parroquia que se vaya, al sacerdote que se escuche, o al movimiento al que se pertenezca, éste se interpreta de una forma u otra?
No creo que nadie se escandalice a estas alturas por este comentario, baste algunos ejemplos personales para ilustrarlo: ¿Por qué cuando, recién casada, al confesarme con un sacerdote sobre las tentaciones para usar medios anticonceptivos me comentó exasperado que lo que necesitaba era un psicólogo? ¿Por qué cuando se dio una charla en un movimiento católico sobre la ilicitud de los métodos anticonceptivos, tras la misma, la presidenta del movimiento, terriblemente escandalizada, se levantó y pidió disculpas por el contenido? ¿Por qué en el último cursillo prematrimonial que nos atrevimos a dar acudió un divorciado con su nueva novia justificándolo el párroco porque “la nulidad de su anterior matrimonio estaba prácticamente asegurada”? ¿Por qué la pastoral familiar se deja a manos de laicos cuyo nivel de compromiso y conocimientos es desconocido por el propio párroco?
Podría seguir poniendo ejemplos, pero no creo que haga falta. La experiencia personal de cada uno podría llenar muchas páginas de un libro. Desde mi óptica como madre, observo como una gran parte nuestra Iglesia se siente acomplejada por el Evangelio de la familia y pretende adecuar de una manera falsa su contenido a las exigencias del mundo. Si no, querido lector, no se puede entender que en una Relatio sobre la pastoral familiar, se hable de los “derechos de la mujer” pero no se mencione el importantísimo papel que desempeña la madre en el seno familiar (quizá quiera el lector averiguar por su propia cuenta la cantidad de veces que dicho término es empleado en la Relatio). Con tristeza, percibo como trámite obligado más que a una verdad inexorable el hecho de que se cite a María una sola vez y al final del texto para decir que “la pastoral y una devoción mariana son un punto de partida oportuno para anunciar el Evangelio de la familia”. Me recuerda demasiado a los discursos políticos donde se saluda primero a los asistentes más importantes y al pueblo llano al final… ¿Es concebible que solo se cite a la Madre de Dios en una Relatio sobre la pastoral familiar una única vez? Es más, ¿cuántas veces se menciona en el texto a la Sagrada Familia?
Es escandaloso que se reflexione sobre la posibilidad de que los divorciados y vueltos a casar accedan a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, pero no se admita de que el verdadero problema está en que la gran mayoría de los que viven en esta situación ¡ya comulgan con el beneplácito del sacerdote! Que se hable sobre la problemática de las familias en cuyo seno albergan personas con orientación homosexual (muy de moda en la actualidad), pero no se mencione la cruenta (e incómoda) realidad del aborto eugenésico ni de la dificultad que encontramos los matrimonios cristianos de encontrar ginecólogos católicos que no te criminalicen por querer tener los hijos que Dios desee. Que se plazca en decir que “la Iglesia desempeña un rol precioso de apoyo a las familias, partiendo de la iniciación cristiana, a través de comunidades acogedoras. Se le pide, hoy más que nunca, tanto en las situaciones complejas como en las ordinarias, que sostenga a los padres en su empeño educativo, acompañando a los niños, muchachos y jóvenes en su crecimiento mediante itinerarios personalizados” pero que no reconozca de que se deja la pastoral catequética de Comunión y Confirmación a laicos sin preparación alguna…
En fin, tantas cosas… Da la impresión de que el Sínodo volvió su mirada hacia el mundo ansioso por vender una “Iglesia cercana” y se olvidó de mirarse hacia dentro. Necesitábamos un Sínodo de la familia, pero de la familia cristiana, no de la familia mundana. Necesitábamos mirar de nuevo a la Sagrada Familia, recordar las virtudes cristianas (no esos ¿“valores”? que cita la Relatio), devolver la ilusión a todos aquellos que luchamos diariamente por seguir el Evangelio, corregir a todos aquéllos que han dejado de creer en el… ¡Cuantas cosas! Y sin embargo… ¡qué gran ocasión perdida!
Al final, el texto de la Relatio me recuerda mucho al médico que diagnóstica con mucha palabrería pero que se equivoca en su estimación. Y mal me temo como acaba ese paciente…
Mónica Ars