Spiritus Domini: el vaso medio lleno

(Fabio Adernò, Messa in Latino – enero de 2021) Agradezco de corazón a Fabio Adernò, conocido por ser uno de los abogados más jóvenes del Tribunal Apostólico de la Rota Romana, por habernos enviado este texto suyo-excelente, articulado y claro análisis en profundidad -sobre el nuevo motu proprio «Spiritus Domini», que de ahora en adelante abre formalmente también a las mujeres, de forma estable e institucionalizada con un mandato específico, los ministerios del Lectorado y del Acolitado. Sobre las «órdenes menores» y el aspecto litúrgico, véanse también las notas al pie de página.

El nuevo Motu Proprio del Papa Francisco suscitó una gran sensación y un cúmulo de comentarios que «novela» -en negativo, privándola de un muro de contención- el canon 230, §1 del Código de Derecho Canónico.

Por una parte se han hecho oír los habituales y desequilibrados «hosanna» al Pontífice innovador y revolucionario que finalmente da espacio al papel de la mujer en la Iglesia «visible» institucionalizando la posibilidad de que los fieles de sexo femenino accedan a los llamados «ministerios establecidos»; y, por otra, estalló el escándalo, al final de cuentas, con la entrada del caballo de Troya para socavar los fundamentos del sacerdocio viril.

Personalmente creo que todo cuanto ocurrió con la promulgación del MP Spiritus Domini no es más que la consecuencia lógica de la Carta Apostólica Ministeria quaedam con la que Pablo VI había dispuesto no conferir más las Órdenes Menores (de hecho, nunca abolidas explícitamente) y había transformado el Lectorado y el Acolitado de «órdenes» a «ministerios«. Desde 1972 -año de la promulgación de esa Carta Apostólica- hasta la fecha la praxis litúrgica ha demostrado que, si bien la norma general preveía la institución de acólitos y lectores por parte de los Obispos, en las simples parroquias estos roles los asumían indistintamente fieles voluntarios que se ponían a disposición de los párrocos… Cuanto más tiempo pasaba, más disminuía el clero, más aumentaban los laicos que deambulaban por los presbiterios … los más celosos se revestían con alba y túnica, con o sin cíngulo… y los más «modernos» añadían las «monaguillas» que, disonantes para expresarse y antinaturalmente antiestéticas de contemplar (sin quitar nada, se comprende, a la graciosa dulzura de esas niñas aunque revestidas como no proponibles tarcisianas) querían ser una manifestación ostentosa de una sensibilidad «acorde con los tiempos» y ya no más claramente clerical y machista.

Cuando la praxis, incluso aquella contra legem, se convierte en una costumbre, el juego está terminado. Por otra parte, la liturgia reformada después del Concilio, lejos de ser una forma de culto ordenada y respetuosa, se presta bien a una constante manipulación. Una vez enviadas las rúbricas al altillo, cada uno lo hace a su manera… las diversas “alternativas” que constan en el Misal hacen de la liturgia reformada un conjunto arlequinesco que poco a poco transforma el culto divino en una receta sin ingredientes establecidos: con el sentimiento, dirían las amas de casa.

La continua voluntad compulsiva de adaptarse, entonces, lleva al culto a ajustarse continuamente sobre la base de «las necesidades» y a las presuntas exigencias colectivas, olvidando muy a menudo que la forma litúrgica de la verdadera Religión es la fenomenología trascendente, la teofanía, no la inmanencia precipitada o, precisamente, el funcionalismo. Y la última reforma de la liturgia en idioma italiano es de ello un ejemplo vergonzoso, tan obsequioso a la ostentación de género que incluso olvida las reglas básicas de la gramática italiana… Pero es así.

Demos entonces un paso hacia atrás, porque una vez más el día de hoy no se puede comprender sin el ayer.

En el n  III del documento Ministeria quaedam Pablo VI dispuso: «Los ministerios pueden ser confiados a seglares, de modo que no se consideren como algo reservado a los candidatos al sacramento del Orden.». Poco antes, de hecho, el Pontífice de la reforma litúrgica, queriendo también reformar la disciplina de la primera tonsura, de las órdenes menores y del subdiaconado, había destacado que los «oficios» del Lectorado y del Acolitado ya no debían llamarse «órdenes» sino «ministerios», precisamente para destacar su diferencia con el Sacerdocio, a cuyo servicio -desde el punto de vista del Reformador- habrían estado «orientados» pero no «ordenados «, como en cambio quedaba el Diaconado. Por esta misma razón, al modificar una ley de tiempos inmemoriales, Paulo VI estableció que no fuera conferida la primera tonsura (aquella con la cual se ingresaba en el estado clerical) y estableció la regla según la cual únicamente al recibir el diaconado los fieles pueden considerarse “clérigos”.

Ahora bien, dejando de lado la cuestión de los complejos contenidos de Ministeria quaedam, y considerando la disposición del Papa Francisco, parece que ésta, de hecho, no se desvía en absoluto de lo establecido por Pablo VI. Puede decirse que Spiritus Domini corrige un defecto formal que tenía ese documento, es decir, el referirse a ministerios sustancialmente desconectados del Orden Sagrado (en la perspectiva de la Reforma, entiéndase) aplicándoles categorías específicas de este último, como lo es la reserva únicamente a los fieles de sexo masculino, como también lo es por derecho divino el Sacerdocio. De hecho, siempre se ha hablado de «ministerios laicales» por lo que sonaba como una vistosa anomalía que estuvieran reservados solo a los hombres si la exigencia sustancial seguía siendo solo el bautismo.

Por tanto, no hay ningún enfoque «feminista» en el fondo de la disposición, sino simplemente la aplicación del principio de igualdad de los fieles en el marco del «estatuto canónico» al que pertenecen.

Este no es el lugar oportuno para comentar la cuestión del «orden» y del «ministerio». “In re canonica – dice sin embargo la doctrina – non fit quaestio de meris nominibus”. Lo que significa que si se usa un término, no se lo hace al azar.

Basta recordar aquí que dicha nomenclatura es típica del postconcilio que, entre los diversos arqueologismos, extrajo el término «munus«, con el cual la Iglesia de los primeros siglos entendía el concepto de «función» en un sentido muy amplio, un poco como si se detuviera a discutir sobre lo que los latinos querían decir con «res». El munus, por tanto, es una función, pero también es un oficio, un cargo. Quien es juez eclesiástico, por ejemplo, ejerce un «munus» participando de los «tria munera» (enseñar, santificar y gobernar) de Cristo Salvador, y lo hace en virtud de un mandato específico que le confirió la Autoridad competente. Del mismo modo, desde el punto de vista de Pablo VI, quien ejerce la «función» de acólito o lector lo hace en virtud de un mandato del Obispo, participando también él (o, desde hoy, también ella) de aquellos munera Christi en virtud del Bautismo recibido. De hecho, sin embargo, más allá del presupuesto carismático (el Bautismo) -que es como pedir la ciudadanía para ejercer los derechos civiles- los ministerios no otorgan más que una función, en una misión; ni más ni menos de cómo el Obispo puede nombrar a su secretario o su chofer.

La comparación no pretende ser irrespetuosa… ¡respecto a los secretarios y chóferes de los Obispos! Pero es un ejemplo que pretende hacer comprender que en realidad todo se reduce al mero funcionalismo. ¿Necesito alguien que lea las lecturas? Bueno, instituyo un lector… necesito dos, instituyo dos. Y así sucesivamente.

El ministerio establecido, en la perspectiva de la reforma deseada por Ministeria quaedam, es ni más ni menos que una tarea, una función instrumental a cargo de «tareas prácticas» para cuyo desarrollo, de hecho, sólo se necesita un poco de familiaridad, que se puede aprender sobre el terreno… pero no tiene nada que ver con el Orden Sagrado, y por tanto con una conformación ontológica. Nada cambia del punto de vista ontológico para el lector o el acólito instituido. Solo puede hacer algo, pero no es solo algo.

En el mismo texto, de hecho, Pablo VI recuerda que en los dos ministerios de lector y acólito se incluyen (complectitur en el texto latino) las funciones (partes y no «oficios») del Subdiácono, pero no dice – y por otra parte no podría haberlo dicho- que constituyen la substitución del Subdiaconado. Desempeñar una función que le pertenecía a otro no significa ser ese otro, salvo que se haga cargo del mismo oficio. Pero dado que ese oficio ya no es otorgado (no del todo, como veremos) sería como mínimo risible equiparar los ministerios establecidos con el Subdiaconado, a pesar de que el número IV del Ministeria quaedam deja margen a una interpretación amplia en este sentido en lo que dice respecto al Acólito.

Dejando de lado, por tanto, analogías impropias, es evidente que Pablo VI ya había marcado un surco entre los ministerios y el Orden, considerando uno funcional al otro, pero no encadenado a él, como lo son en cambio las Órdenes Menores, que forman una «gradualidad» para alcanzar el Sacerdocio.

La actual disposición de Spiritus Domini, por tanto, constituye en mi opinión una brecha aún más profunda -y diría insalvable y definitiva- entre los ministerios y el Orden Sagrado, ya que desde el momento en que se contempla la posibilidad de que ellos también puedan ser otorgados a las mujeres, no se hace otra cosa que marcar completamente la diferencia entre ellos, confirmando lo que siempre se ha sustentado criticando esa innovación montiniana, y simultáneamente decretando entre ellos, contextualmente, también una objetiva incompatibilidad.

Llegamos a esta conclusión gracias a cuanto el mismo Papa Francisco escribe al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en la carta adjunta al nuevo M.P., citando a Juan Pablo II en la Ordinatio sacerdotalis, especificando que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir Órdenes Sagradas a las mujeres.

Los ministerios «laicales», como también los llama expresamente el Papa, son, pues, funciones que pueden ser realizadas por cualquier persona, siempre que esté bautizado, y su posible otorgamiento a las mujeres es una respuesta afirmativa a determinadas instancias sinodales expresamente mencionadas, pero también una aplicación. del principio expuesto en la Exhortación Apostólica post-Sinodal Verbum Domini de Benedicto XVI, en la que se recordaba que el papel del lector es un ministerio precisamente laical.

El Papa Francisco, por tanto, con su nuevo Motu Proprio no hace más que plasmar en una norma lo que hasta ahora se ha venido practicando, pero aún más -y esto es lo que más interesa- aumenta dramáticamente la brecha entre la función y el Orden Sagrado.

A partir de hoy, de hecho, parece aún más evidente que la cuestión de la ontología del carácter sagrado recibido con la Ordenación es absolutamente incompatible con el mero funcionalismo ministerial; y esta deducción, de hecho, también bloquea el camino a cualquier hipótesis sugestiva sobre el llamado «diaconado femenino», porque si la Ordenación -tal como se confirma en los hechos por lo que escribe el mismo Papa- es indisponible para ser otorgada a las mujeres, el Diaconado (que es indiscutiblemente una «orden» y no un simple «servicio») nunca podrá ser extendido a los fieles de sexo femenino. En paz, la comisión para el diaconado femenino tendrá que encontrar otra cosa que hacer.

Pero con respecto a los ministerios, sin embargo, surge una pregunta de contenido jurídico, es decir, qué hacer con los candidatos al sacerdocio.

Actualmente, de hecho, siguiendo una praxis consolidada, los ministerios están siendo otorgados en gran parte a los seminaristas que cursan sus estudios, camino a las Órdenes Sagradas. Rara vez se instituyen acólitos seculares, y menos aún lectores, a no ser entre los seminaristas.

Deteniéndonos, hoy, también menos en profundizar aquella residual analogía entre «ministerios» y «órdenes menores» -más aún a la luz de cuanto dispuso el actual Pontífice- se plantea la cuestión de la oportunidad de instituir lectores y acólitos entre los candidatos al Sacerdocio, ya que esto crearía esa confusión que el mismo Legislador Supremo solicita remover, fundamentándose en lo establecido por el Papa Montini.

Si, de hecho, se admite que los ministerios son «laicales» y, como tales, propios del laicado, no sería lógico extenderlos a quien no será laico, ya que se integraría un inadecuado (e inútil) acercamiento.

Por lo tanto, planteada con firmeza la enseñanza recordada de fe mantenida sobre la exclusividad de la Ordenación únicamente para los bautizados, la única solución sería la de distinguir los dos caminos, volviendo a conferir las Órdenes Menores.

Volviendo, de hecho, a dar las Órdenes Menores (Ostiario, Lector, Exorcista y Acólito y Subdiácono) a los candidatos al Orden Sagrado se implementaría lo establecido, dejando así el funcionalismo práctico a los laicos y reservando para los candidatos al sacerdocio un camino de formación espiritual propio y no promiscuo.

Por otra parte, la experiencia del mundo tradicional -que es, de hecho, la única realidad espiritual viva y activa que hoy resiste, con un número creciente y sólido de adhesiones y vocaciones- demuestra que esa antigua práctica disciplinaria ha sobrevivido y da sus frutos, probablemente porque, además de infundir una gracia especial, responsabiliza al candidato en su camino, marcando las distintas etapas de su formación.

El retorno a dicha disciplina, coherente con la tradición de la Iglesia de la diaconía y aún actual tanto en la Iglesia oriental como en las realidades vinculadas a la forma extraordinaria del Rito Latino, sería una respuesta válida y eficaz a la legislación moderna, inspirada en exigencias de naturaleza ontológica, imprescindibles cuando se trata de sacramentos que imprimen un carácter indeleble como, precisamente, el Orden Sagrado.

De hecho, teniendo fe en Dios, no podemos ignorar que hay una Mano que guía también a quienes la conservan y que, por tanto, una vez más, por una heterogénesis de finalidades, la verdadera Iglesia saliente resulta ser la que parecía estar en retirada.

Fabio Adernò

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Citas de la iglesia y post-Concilio

1. Según la Tradición de la Iglesia:
– el episcopado se identifica con el sacerdocio de Melquisedec y recuerda el de Aarón;
– los sacerdotes – presbíteros (ancianos) (como los 72 enviados por Jesús) se identifican con los 70 ancianos. Los «cohanim» oficiaban la ofrenda de los sacrificios cotidianos. En hebreo = cohen designa el que está «de pie» adelante y a la cabeza de la Asamblea al impartir la bendición sacerdotal;

– las órdenes mayores o sagradas (subdiácono, diácono, sacerdote) y todas las demás órdenes menores (acólito, exorcista, lector, portero) se identifican con los levitas (descendientes de la tribu de Leví con un papel de culto subordinado al del sacerdote), es decir, los ayudantes añadidos.

Pablo VI (con la Ministeria quaedam) transformó las llamadas «órdenes menores» (ostiariado, exorcizado -realizado bajo otras formas-, subdiaconado) cambiando la misma definición de «órdenes sagradas» por «ministerios», haciéndolos parcialmente accesibles también a los laicos, según la orientación del Concilio Vaticano II. Obvia deducción: abolido el Sacrificio, transformado en Cena, el ‘servicio al Altar’ también está abolido [aquí]. Entonces, ¿qué eliminó Pablo VI? Eliminó la «clase sacerdotal», junto con los datos ontológicos resultantes de la asignación de una función específica ahora degradada a un mero ministerio laical, al que se introducía a los jóvenes seminaristas a través de la tonsura que no consistía solo en cortar algunos mechones de cabello, símbolo de la renuncia al mundo y de la pertenencia a Cristo. A lo largo del rito los futuros sacerdotes se ponían por primera vez la vestimenta sacerdotal, vestimenta que, si no hubieran abandonado el seminario antes de su ordenación presbiterial, seguiría siendo la misma durante toda su vida futura.

Cada orden menor comporta algunas funciones que le son propias y permiten al clérigo participar más de cerca en la sagrada liturgia, por lo demás providencialmente presentes en el mundo tradicional. Pero hoy en día, con la reforma de Paulo VI y las consecuencias de allí derivadas, el mismo clero se transformó ideológicamente en «servicio», dado que todos los fieles son también sacerdotes (de hecho se crea una confusión entre el sacerdocio de orden del sacerdote -alter Christus- y el bautismal de los fieles). Una reforma que, si tenía la intención de eliminar la distancia entre los fieles y el clero, y a reducir los efectos del clericalismo de los «ordenados», en realidad no logro sino causar una cierta confusión en el catolicismo, provocando lo que Benedicto XVI definió como «la clericalización de los laicos y la laicización del clero», pero de hecho corresponde a la disminución del sacerdocio ordenado.

2. Precisión complementaria.

La explicación canónica es interesante pero debe integrarse desde el punto de vista litúrgico, que no se centra solo en los roles sino también en el contexto en el que actúan las personas: la Santa Misa.

La Liturgia Eucarística, a diferencia de la Liturgia de las Horas, es enteramente la expresión del Sacerdocio ordenado. Dividirla, diciendo que una parte lo es (el Canon) y otra no lo es del todo (la Liturgia de la Palabra), significa enturbiar las aguas. Si toda la liturgia eucarística es una expresión del Sacerdocio ordenado, se comprende por qué incluso las lecturas, en el pasado, eran hechas por el sacerdote o un ministro ordenado y esto también en un monasterio femenino.

Lo que observamos hoy es exactamente esto: el rebajamiento de la liturgia Eucarística (con un sacerdote cada vez más similar al laicado en su misión y en su esencia) y el ascenso de los laicos (con la introducción del concepto de «pueblo de Dios» que «concelebra» a su manera la Liturgia Eucarística).La ofrenda de los fieles (y de la asamblea) es consecuente con la de Cristo, cuando todo está cumplido [ver] En cambio, la Liturgia Eucarística, aunque recibe el «Amén» de los fieles, no los hace concelebrar de ningún modo porque el alma de la misma es el sacerdote que invoca al Espíritu y hace presente al Señor, en el pan y en el vino, actuando in persona Christi. No es casualidad que, desde los primeros siglos, se decía que el obispo es el «vicario de Cristo» o más bien lo representa en la celebración eucarística (Ignacio de Antioquía).

Rechazar este título (como lo hizo Bergoglio recientemente) significa, ¡incluso aquí!, rebajar el sacerdocio que se representa para aproximarse cada vez más al papel y a la identidad laical.

En consecuencia, se rebaja la misma Misa y si se rebaja el ministerio ordenado, de hecho se acerca cada vez más a los llamados «ministerios» deseados por Pablo VI, realidades puramente funcionales (más que ontológicas), así como es funcional el título de «pastor» en el mundo luterano.

Introducir oficialmente a las mujeres en el campo de la Liturgia Eucarística, por tanto, no es un homenaje al sexo femenino (como podría ser visto por algunos) sino destacar una función estrictamente laical en el campo eucarístico -campo que debería ser de exclusiva pertenencia del clero- con la ulterior disminución oficial del sacerdocio.

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