Por eso mismo, vale la pena detenerse a pensar de qué modo un buen número de intelectuales contemporáneos al Concilio vivieron las reformas y lo que estaba sucediendo ante sus ojos. Aquí va una selección, que parece apropiada iniciarla con palabras de Chesterton: «La Iglesia es lo único que salva al hombre de la degradante servidumbre de ser hijo de su tiempo».
Escribía Evelyn Waugh “Woodruff [director del
The Tablet] sufre un encaprichamiento senil por un sacerdote muy peligroso llamado Hans Küng -no es chino, sino centroeuropeo-; un hereje que en días más felices que estos habría acabado en la hoguera».
«La función de la Iglesia ha sido en todas las épocas conservadora: la de transmitir, ni disminuido ni contaminado, el credo heredado de sus predecesores», y atacaba a los teólogos reformistas alemanes: «Es propio de los alemanes armar jaleo. Esos mítines encendidos y vociferantes de las Juventudes Hitlerianas eran expresión del entusiasmo nacional… Nosotros no repetimos “Sieg Heil” Nosotros rezamos en silencio. “Participar” en la misa no quiere decir que se oigan nuestras propias voces. Quiere decir que Dios escucha nuestras voces».
En una de sus cartas a Lady Diana Cooper, en respuesta a otra «muy triste» recibida de ella, procuraba animarla: «Rezar no consiste en pedir, sino en dar… ¿Alguna vez has hecho penitencia? Lo dudo. No me extraña que estés con la moral por los suelos. ¿Crees en la Encarnación y en la Redención con todo el sentido histórico con que crees en la batalla de El Alamein? Eso es lo que importa. La fe no es cuestión de sentimientos».
El 3 de enero de 1965 volvió a dirigirse al arzobispo Heenan, esta vez, en un tono de exasperada resignación: «Cuando asisto a misa no me siento ni confortado ni edificado. Nunca -así se lo pido a Dios- apostataré, pero ahora ir a la iglesia se ha convertido en un suplicio».
El 20 de febrero, el Sunday Telegraph informaba que Waugh se hallaba «en vías de recuperación después de un angustioso año de melancolía nerviosa» debida a la pena provocada en él «por los cambios de la liturgia católico-romana que habían despojado a la misa de su latinidad tradicional». Lo cierto es que Waugh distaba mucho de estar recuperándose. «He envejecido mucho estos dos últimos años», le escribía a Lady Diana Mosley en una carta de fecha 9 de marzo. «No estoy enfermo, pero sí muy débil. No tengo ganas de ir a ningún sitio ni de hacer nada, y sé que soy un aburrimiento. El Concilio Vaticano ha podido conmigo». Tres semanas después volvía a escribirle con la Semana Santa y el Triduo Pascual en la cabeza: «La Pascua significaba mucho para mí. Antes del Papa Juan y de su Concilio: ellos han acabado con la belleza de la liturgia. Todavía no me he rociado de gasolina y me he prendido fuego, pero ahora tengo que aferrarme tenazmente a la fe sin ninguna alegría».
Ya describimos en otro post cómo fue su muerte. Y vale la pena aclarar que Waugh murió antes de ver elNovus Ordo tal como lo tenemos ahora; lo mataron las primeras reformas del Papa Juan.
Christopher Sykes intentaba explicar las razones de la obstinada oposición de Evelyn Waugh a la reforma de la Iglesia. «Su oposición a las tendencias reformistas», escribió Sykes, no era la simple expresión de su conservadurismo o de sus preferencias estéticas. Estaba basada en algo más profundo. Pensaba que, en su larga historia, la Iglesia había desarrollado una liturgia que permitía al hombre corriente y sensual (en oposición al santo, que queda al margen de cualquier generalización) acercarse a Dios y ser consciente de la santidad y de la divinidad. Echar por tierra todo eso con la excusa de actualizarse le parecía no solo una tontería, sino también peligroso… no soportaba pensar en una liturgia modernizada. «Si se afina esa cuerda», pensaba él, se perderá la fe… El que su miedo estuviera o no justificado solo «la ineludible sentencia del tiempo» lo podrá demostrar.
En 1964, David Jones se hacía eco de Evelyn Waugh en cuanto a las reformas litúrgicas propuestas. La Iglesia corría el riesgo de «cometer el mismo error que esos profesores de lenguas clásicas que suelen decir que el griego y el latín han de mantenerse porque enseñan a pensar con claridad, a escribir correctamente en inglés y a formar a quienes han de prestar un competente servicio civil».
Lo que los profesores deberían decir es que las lenguas clásicas forman parte integrante de nuestra herencia occidental y solo por este motivo merecen ser defendidas. La jerarquía de la Iglesia tiene aún más razones para salvaguardar dicha herencia, empapada de sacralidad. No es una cuestión de conocimiento, sino de amor. Es terrible pensar que el lenguaje de Occidente, de la liturgia occidental, e inevitablemente el canto romano, puedan estar virtualmente extinguidos.
En el fondo, creo que no se trata de un asunto «religioso»; creo que forma parte del declive de Occidente. Quizá es una tontería, no lo sé; pero la clase de argumentos empleados me parece muy poco satisfactoria».
Robert Speaight escribía «De lo que se trataba era de sacralizar el mundo, y no de secularizar la Iglesia. Es posible que -en la medida en que las cosas de ese estilo nos preocupaban- deseáramos simplificar el altar, pero nunca sustituirlo por una mesa de cocina. El latín de la misa nos resultaba no solo familiar, sino también grandioso, y no queríamos salir perdiendo con el cambio por las lenguas vernáculas que ha acabado confirmando nuestros peores miedos. No deseábamos sacerdotes vestidos de parroquianos, como no deseamos que los jueces vistan igual que los miembros del jurado. Eramos antimodernistas y (excepto en el aspecto estético) antimodernos, y radicales solo en el sentido de que intentábamos volver a las raíces, y no arrancarlas. Nos preocupaba más preservar los valores de una antigua civilización que sentar las bases de otra nueva».
Alec Guinness era otro cuyo entusiasmo por la reforma se vio defraudado por el desarrollo de los acontecimientos. «Desde el pontificado de Pío XII», escribió Guinness en Blessings in Disguise, «bajo los puentes del Tíber ha corrido mucha agua, llevándose consigo el esplendor y el misterio de Roma».
«Sé que los principios continúan firmemente arraigados, y la misa postconciliar me parece más sencilla y, en general, mejor que la tridentina; pero las vulgares y banales traducciones que han desbancado la sonoridad del latín y la concisión del griego poseen una calidad de supermercado francamente inaceptable. Los apretones de mano y las embarazosas y satisfechas sonrisas han reemplazado a la antigua cortesía; ahora arrodillarse está pasado de moda y lo que se lleva es guardar cola, y el tono general está más próximo al de un programa de radio para niños… La Iglesia ha demostrado no estar agonizando. «Todo irá bien» -creo- «y todos los estilos serán buenos» mientras el Dios al que se adora sea el Dios de todos los tiempos, del pasado y del porvenir, y no el Ídolo de la Modernidad, tan venerado por algunos de nuestros obispos y sacerdotes y unas cuantas monjas en minifalda».
En medio de esta múltiple oposición a la reforma litúrgica, la más llamativa fue quizá la de Hugh Ross Williamson, quien, en 1969, publicó un folleto tituladoLa Misa moderna: el retorno a las reformas de Cranmer, y al año siguiente La gran traición, en contra de las reformas que habían conducido a la desaparición de la misa tridentina. Ambas obras iban más allá de la mera protesta y contenían un amargo ataque -casi una declaración de guerra- dirigido contra la jerarquía.
En torno a las mismas fechas en que escribía tan polémicos folletos, ese «germen bélico» contraído en su adolescencia, del que nunca lograría librarse, lo incapacitó hasta el punto de confinarlo en su casa: sus últimos ocho años de vida transcurrieron en una habitación de su residencia, en Bayswater. «Hubo que amputarle una pierna», explicó su hija.
«Vivíamos en un cuarto piso sin ascensor, así que pasó ocho años metido en una habitación; solía venir un sacerdote que decía misa para él, en latín. No le gustaba nada el Concilio Vaticano II, al que dedicó dos o tres folletos. Fue uno de los miembros fundadores de la Latin Mass Society: se negaba a oír la nueva misa, algo en lo que coincidía con Evelyn Waugh, quien escribió a The Times una carta divertidísima a este respecto. Nunca asistió a una misa, moderna; pensaba que los cambios resucitaban todo lo que había hecho la Reforma. Como historiador de esa época, le hacía sufrir que los mártires hubiesen muerto por nada, y que todo lo que él había escrito sobre la Reforma -o, por ejemplo, el libro de Waugh sobre Edmund Campion- fuese despreciado».
Hugh Ross Williamson murió el 13 de enero de 1978, poco después de haber cumplido setenta y siete años. Como Evelyn Waugh, falleció a la sombra de unas reformas que nunca fue capaz de aceptar.