Trae tu mano, métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel

Había un señor muy devoto y piadoso, pero de una familia mundana y no muy practicante que estuvo en un choque horrible. Tuvo muchos problemas y los médicos no creían que iba a sobrevivir. Cuando se despertó después de sus cirugías, su familia le decía que todo iba a salir bien aunque todavía estaba en peligro grave. No querían asustarlo, y por eso, cuando pidió un sacerdote, le dijeron que no era necesario, y que de repente volvería a casa. Ellos habían interpretado su devoción religiosa como un miedo de la muerte y consideraban más compasivo no decirle la verdad. También ellos, por su falta de fe, preferían no confrontar la posibilidad de la muerte de su familiar.  Entonces, durante la noche, cuando todos sus visitantes se habían retirado, cuando él estaba solo, el señor murió por las complicaciones de sus heridas y su familia se compadeció diciendo: “Por lo menos no tuvo que vivir por mucho tiempo temiendo su muerte inminente,” y pensaron que habían sido muy misericordiosos.

La misa de hoy nos habla del gran premio ganado por el sacrificio y resurrección de nuestro Señor.

No puede ser ninguna duda que toda la misión de Nuestro Señor era una misión de misericordia. Lo vemos fácilmente. Su condescendencia y humillación en decidir hacerse hombre para convivir con nosotros en nuestra naturaleza fue pura misericordia. Se demuestra en su compasión por los pobres, los enfermos, los incapacitados,  los ignorantes, y aun a los muertos. Tomó tanta compasión de nuestra condición como pecadores que murió en la cruz para rescatarnos, y resucitó el tercer día para regalarnos una vida nueva y divina. Y aun después de todo eso, Él sigue mostrándonos su misericordia.

En el evangelio de hoy los discípulos estaban escondiéndose por miedo de los judíos, y Jesús les apareció para animarlos, tomando compasión de su timidez. Y les regaló su paz y el don del Espíritu Santo. Les concedió también en este momento el poder de perdonar pecados, tomando en cuenta la debilidad de la naturaleza humana. Y a Tomás, que no estaba presente la primera vez, lo compadeció bastante. Aunque su infidelidad merecía un castigo, el Señor concedió su petición y lo invitó a meter su mano en sus heridas y aun a meterla en su costado hacia su sagrado corazón para darnos con esto una lección

La misericordia de nuestro Señor es tanta que no descansará hasta que todos se sometan al fuego de su amor misericordioso e incansable.

Y con cada uno de nosotros quiere hacer lo mismo que hizo con Tomás. Él quiere que tengamos una confianza casi infinita en su misericordia si no sería como si hubiera muerto en vano.

El P. Mateo dice que esta falta de confianza en la misericordia divina es la falta más inconcebible. En verdad, es como decir “Yo sé, Señor, que padeciste y moriste por todos los pecados del mundo… excepto los míos, porque mis pecados son más fuertes que la misericordia que demostraste en tu pasión.

Tu sacrifico bastó para perdonar los pecados de todos los demás, pero no los míos.” Es decir que su sacrificio fue algo deficiente.

“¿Qué me vas a regalar?” Cristo preguntó a San Jerónimo. “Señor,  ya te he dado todo que tengo, ¿qué más me falta? “Jerónimo, todavía to me lo has dado todo. Te falta entregarme tus pecados.”

“Me queman las llamas de la misericordia” dice el Señor a Santa Faustina, “Y anhelo derramarlas sobre las almas humanas. ¡Ay, qué pena me da cuando no las aceptan!”

Escuchamos mucho en estos tiempos de un supuesto nuevo imperativo de ser misericordioso, y a veces parece que algunos piensan que esto significa que debemos tolerar e ignorar cualquier pecado.

Desafortunadamente, la misericordia es muy mal entendida hoy en día, así como en el caso del señor que les conté. Su familia pensaba que era misericordiosa dejándolo morir sin preparación.

Esto es una misericordia falsa.

San Agustín dice que la misericordia es conmiseración sincera por la aflicción del otro, incitándonos a socorrerlo si podemos.

“Sed pues misericordiosos, dice el Señor “como también vuestro Padre es misericordioso.” Y no promete: “Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia.”

Santo Tomás enseña que la misericordia o el apiadarse es un sentimiento de pena al ser confrontado con los sufrimientos de otros.

Pero él distingue dos tipos de misericordia. El primer tipo es nada más que una pasión natural al ver que otro sufre, y lo sentimos como si fuera nuestro sufrimiento. Principalmente es una reacción corporal que resulta de la tendencia de nuestra naturaleza a huir de cualquier dolor o angustia. Este tipo de compasión no es virtud ni fruto del Espíritu Santo.

La compasión virtuosa es principalmente por el mal verdadero, el mal que se opone al fin último del hombre. Podemos compadecernos del mal del otro porque lo sentimos como mal nuestro, y esto es efecto del amor, que une las voluntades de las personas y nos hace desear su bien como si fuera nuestro.

Sin duda debemos sentir compasión al ver los sufrimientos de nuestro prójimo, pero para ser una virtud, necesita ser regulada por la inteligencia y siempre tiene que guardar la justicia, dándose cuenta que aunque el sufrir es un mal, el pecar, y más el perder su alma, es mucho peor.

Santo Tomás dice que de todas las virtudes relacionadas al prójimo que podemos tener, la misericordia es la mejor, y su forma más perfecta es apiadarse de un pecador porque está en peligro de perder su alma.

En Dios están unidas perfectamente, sin ninguna contradicción, la misericordia y la justicia. Si Dios tiene compasión de nosotros en nuestras debilidades, y si por un tiempo retiene o aún quita su castigo, es solamente porque sabe que al hacerlo logrará la perfección de la justicia,  que es obtener el fin por el cual fuimos hechos.

La misericordia verdadera no ignora el daño del pecado. Exige el arrepentimiento, y después perdona el pecado para que no detenga jamás a alguien que se ha convertido y quiere seguir adelante. Pero no puede ocultar el mal del pecado ni callarse cuando el mal se finge como bueno.

Así como es falta de misericordia no castigar a los hijos cuando lo merecen, para que sean buenos, también es falta de misericordia no avisarle al prójimo cuando algo que hace arriesga su alma.

Es falta de misericordia no defender la verdad simplemente para mantener amistades.

Al mismo tiempo necesitamos tomar en cuenta plenamente que aunque nuestro Señor sabía cuándo necesitaba regañar, lo que sobresale más es su suavidad y paciencia con nuestra condición debilitada y herida.

Él lloró cuando vio a Jerusalén y supo su falta de arrepentimiento y también lloró cuando escuchó de la muerte de Juan Bautista. Él dijo de Judas que habría sido mejor si no hubiera nacido pero también pidió desde la cruz que sus asesinos fueran perdonados.

Es bueno, entonces, que compadezcamos y socorramos a los que sufren, porque fácilmente el sufrir puede ser un obstáculo a la felicidad por la cual Dios nos creó.

Y es bueno tener paciencia y aún una cierta indulgencia con los pecadores, porque nos damos cuenta que Dios ha sido bastante paciente con nosotros y muchas veces pecamos porque en realidad no sabemos lo que hacemos. ¿Cuántas veces hemos aprovechado el perdón de Dios sin merecerlo, y sin embargo lo negamos al prójimo?

Hay una historia de la revolución francesa, cuando una región  muy religiosa, después de haber sido amenazada, torturada, perseguida por su fe y sujeta a los peores salvajismos, por fin había logrado una victoria contra los soldados del gobierno y tenía tantas ganas de vengarse de sus perseguidores, que el general, prudente y piadoso, les exigió que rezaran un Padre Nuestro antes de matar sus enemigos. Siendo una gente creyente, se detuvieron un momento y rezaron, y después de haber dicho las palabras “Perdónanos nuestra deudas, así como nosotros . . .” les dijo:

“¡Párense! Y consideren lo que están al punto de rezar y lo que están a punto de hacer y decidan si deberían proceder.”

Por eso Dios nos ha prometido que a los que muestran misericordia, les será mostrada misericordia, y nos da el ejemplo de la misericordia divina que es infinita.

En verdad, cuando alguien obra misericordiosamente, está actuando de la manera más divina posible, porque la misericordia es su obra más excelente.

¿Esto no es la característica que brilla más cuando consideramos su presencia continua entre nosotros en la Santa Eucaristía? Su compasión no le permitió dejarnos solos, y también sabía que no nos acercaríamos por temor o vergüenza si lo viéramos como es en su gloria. Entonces se queda en una forma tan sencilla y humilde, tan accesible y manso y siempre nos invita no solamente a estar cerca del Él sino a vivir por medio de Él. Y si caímos, nos levanta tantas veces como se lo pidamos.

Que grosería es no aprovechar esto. Los que demoran o temen confesarse son las más deplorables criaturas porque desdeñan lo que es más maravilloso, más divino de Dios. Y si no confían en su misericordia ¿tendrán acaso, un recurso más seguro en su justicia? No hay excusa para mantenerse lejos de Dios, cuando su amor misericordioso ha decidido abrir su costado e invitarnos a meternos allí, donde está el trono de gracia y la fuente de toda misericordia.

Padre Daniel Heenan, FSSP

Padre Daniel Heenan
Padre Daniel Heenanhttp://www.fsspmexico.mx/
Miembro de la Fraternidad Sacerdotal San Pedro. Es Párroco de la cuasiparroquia personal de San Pedro en Cadenas en Guadalajara, México

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