Ultimas conversaciones de Benedicto XVI con Peter Seewald

Los testamentos, tanto notariales como espirituales, se abren post mortem. Pero hoy, en la edad mediática y de las entrevistas, existen los testamentos de quien todavía está vivo. Las Ultime conversazioni de Benedicto XVI (se omite Papa emérito), a cargo de Peter Seewald (editado en Italia por Garzanti y sacado en una edición especial del «Corriere della Sera» [trad. En castellano: Ultimas conversaciones con Peter Seewald, Mensajero]), son propuestas como «testamento espiritual, el legado íntimo y personal del papa que más que ninguno ha conseguido atraer la atención tanto de los fieles como de los no creyentes acerca del papel de la Iglesia en el mundo contemporáneo». Así viene escrito en la solapa de la portada de este bestseller, aparecido ayer contemporáneamente en el mundo y que deja un profundo amargor en la boca. Estamos frente a unas memorias, reflexiones, comentarios de un profesor y de un funcionario en descanso que ha trabajado en la Iglesia, más que servido a la Iglesia.

Es un libro que desencanta

Se trata de un texto muy importante, aconsejable sobre todo a quien se había hecho la ilusión de que con Benedicto XVI se habría podido “volver a casa”, a la Fe auténtica. Es un libro que provoca un amargo dolor; pero es fundamentalmente, porque habla a quien no hubiese comprendido que las causas de la pandémica crisis de la Iglesia deben buscarse en el Concilio Ecuménico Vaticano II, en el cual el joven Joseph Ratzinger, formado en la teología de vanguardia, participó en calidad de consultor teológico del Cardenal Josef Frings. Con patente evidencia emerge que en el Concilio vencieron los progresistas: «¿Qué le fascinó más del escenario conciliar?», pregunta el entrevistador:

«Ante todo, simplemente, la universalidad del catolicismo, su pluralidad, el hecho de que hombres provenientes de todas las partes de la Tierra se encontraran, unidos en el mismo ministerio episcopal, y pudieran hablar, buscar un camino común. Para mí fue además enormemente estimulante encontrar figuras de la altura de De Lubac – aun sólo hablar con él – de Daniélou, de Congar. O también discutir con los obispos. La pluralidad y el encuentro con personajes eminentes, que además tenían la responsabilidad de tomar decisiones, fueron verdaderamente experiencias inolvidables» (p. 122).

El estaba alineado en el partido progresista: «En aquella época, ser progresista no significaba todavía romper con la fe, sino aprender a comprenderla mejor y vivirla de manera más adecuada, volviendo a los orígenes. Entonces creía todavía que todos nosotros queríamos esto. También progresistas famosos como De Lubac, Daniélou y otros tenían una idea similar. El cambio de tono se percibió ya el segundo año del Concilio y se perfiló con claridad en el curso de los años sucesivos». Si todos los efectos tienen una causa, está claro que fueron precisamente los Lubac, los Daniélou, los Congar, quienes hicieron descarrilar el tren de la Iglesia, llevando corrupción doctrinal, desacralidad, desorden, insubordinación.

Es un libro que impresiona

La actitud respecto al Concilio, ya en el curso de los años Sesenta, cambia en Ratzinger, pero sus críticas no se resuelven, ya que buscó el error desde entonces en la interpretación de los textos, en la aplicación de los textos y jamás en los mismos textos. Benedicto XVI es un convencido afirmador de la libertad religiosa y del ecumenismo, de la colegialidad, evidentes elementos de fractura con la Iglesia preconciliar.

Sus manifestaciones de 1966 en el Katholikentag de Bamberg trazan un balance que expresa escepticismo y desilusión postconciliar. Un año más tarde, durante una lección en Tubinga, advierte de que la fe cristiana está circundada «por la niebla de la incertidumbre como nunca antes en la historia». ¿Por qué? «La voluntad de los obispos era renovar la fe, hacerla más profunda. Sin embargo, hicieron sentir cada vez más su influencia también otras fuerzas, especialmente la prensa, que dio una interpretación totalmente nueva a muchas cuestiones. En un cierto momento, la gente se preguntó: ¿si los obispos lo pueden cambiar todo, por qué no podemos hacerlo nosotros? La liturgia comenzó a resquebrajarse deslizándose hacia la discrecionalidad y muy pronto quedó claro que aquí, las intenciones positivas eran empujadas en otra dirección. Desde 1965, por tanto, sentí que era tarea mía poner en claro lo que verdaderamente queríamos y lo que no queríamos» (p. 135).

Es un libro que deja al descubierto las consideraciones del Papa emérito

Todo, para Benedicto XVI, forma parte de una dinámica evolutiva de memoria hegeliana. ¿Cómo no hacer, entonces, referencia al riguroso libro que Monseñor Bernard Tissier de Mallerais publicó en 2012 (Editorial Ichthys), “La strana teologia di Benedetto XVI: ermeneutica della continuita o rottura”? Leyendo este ensayo se podrán dar respuestas serias y adecuadas al modo en el que el Papa Ratzinger consigue todavía hoy, con la tragedia eclesiástica y católica en curso, solventar los remordimientos de conciencia surgidos con el Concilio.

«Es cierto, nos preguntábamos si habíamos actuado correctamente. Era una pregunta que nos hacíamos, especialmente cuando todo se desordenó. El cardenal Frings tuvo más tarde fuertes remordimientos de conciencia. Yo, en cambio, he mantenido siempre la conciencia de que lo que habíamos dicho y hecho aprobar era correcto y no podía ser de otro modo. Actuamos de modo correcto, aunque no valoramos correctamente las consecuencias políticas y los efectos concretos de nuestras acciones. Pensamos demasiado como teólogos y no reflexionamos sobre las repercusiones que nuestras ideas habrían tenido en el exterior» (pp. 135-136).

Todo esto condujo a una Pasión de la Iglesia sin precedentes, que sin una intervención divina será imposible resolver. Los engreídos teólogos que manipularon y guiaron el Concilio pastoral Vaticano II revolucionaron deliberadamente un orden que durante dos mil años de historia se había alimentado, con sus raíces, directamente de la Vid, Cristo. «El que permanece en mí y yo en él da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera como el sarmiento y se seca, y después lo recogen y lo tiran al fuego y lo queman. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y os será dado. En esto es glorificado mi Padre: en que deis mucho fruto y os hagáis mis discípulos. Como el Padre me amó, así también yo os he amado. Permaneced en mi amor. Si cumplís mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15, 5-10).

Es un libro de sabor pirandelliano

Parece increíble, para un creyente, que frente al desastre religioso, espiritual y ético actual no exista, por parte del papa que renunció a su responsabilidad de Sumo Pontífice, ningún tipo de reacción ni escandalizada ni padecida… La mirada es aséptica: se presenta como investigador que observa el fenómeno, toma acto de la situación y, en vez de buscar los remedios, obvios, de la Tradición de la Iglesia, sostiene su autodestrucción en favor de un desarrollo progresivo de la cultura, de la filosofía, de la teología, de la sociología y, por tanto, de la Iglesia. El mundo cambia y la Iglesia está obligada a cambiar, según un diseño revolucionario. ¿El último Papa del mundo antiguo o el primero del nuevo? «Diría que ambos […] yo no pertenezco ya al mundo antiguo, pero el nuevo, en realidad, no ha comenzado todavía» (p. 218). Benedicto XVI es uno, ninguno, cien mil. No ofrece certezas doctrinales y dogmáticas. ¿Han llegado las problemáticas consecuencias del Vaticano II? No dependió de los progresistas, porque ellos actuaron «de manera correcta». Actuando de este modo la conciencia católica es ahogada. Urge el mundo, no el sobremundo.

En el libro aparece, entre los «escándalos más inflacionados», es decir, entre la pedofilia eclesiástica y el caso Vatileaks, la revocación de la excomunión del Obispo Richard Williamson (fuera hoy de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X), escándalo según el cual el Papa habría vuelto a acoger en la Iglesia a un negacionista del Holocausto. El mundo judío se levantó y con él el cuarto poder. Sin embargo, el libro lo deja ahora pirandelliamente del todo claro:

«Williamson no fue jamás católico ni existió una rehabilitación de la Fraternidad. Antes bien, el tema de la relación entre el mundo judío y el cristiano es entre los que más preocupan a Ratzinger. Sin él, afirmó Israel Singer, secretario general del Congreso judío mundial desde 2001 a 2007, no habría sido posible el determinante vuelco histórico en las relaciones bimilenarias entre la Iglesia católica y el judaísmo. Relaciones que, resume Maram Stern, vicepresidente del Congreso judío mundial, bajo el pontificado de Benedicto XVI han sido los mejores de la historia» (p. 15).

«Fan» de Juan XXIII, «complementario» a Juan Pablo II, entre una sonrisa y otra, como registra a menudo el escritor y periodista Seewald, Benedicto XVI ofrece en este contexto un mensaje religioso cristiano incierto, vacíado, terriblemente horizontal.

¿Una operación mediática planetaria de una Iglesia en graves dificultades bajo el gobierno de Francisco, que intenta cubrirse con el apoyo de Benedicto XVI? «Yo soy una autoridad sobre cómo hacer pensar a la gente», afirma Charles Foster Kane, protagonista y magnate de la industria editorial de la película Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles.

La respuesta a la pregunta es afirmativa: sí, se trata de una operación mediática planetaria de una Iglesia en graves dificultades bajo el gobierno del Papa Francisco, que intenta cubrirse con el apoyo de Benedicto XVI.

Ataques hacia el Papa Francisco

Los ataques al Pontífice, frente a sus decisiones doctrinales y pastorales – piénsese sobre todo en la confusión y al dolor creados con la Exhortación apostólica Amoris laetitia, en la que el sacramento de la indisolubilidad matrimonial es herido seriamente, o en la reciente Constitución apostólica Vultum Dei quarere, con la cual los monasterios pierden su secular autonomía – se multiplican día tras día: comentarios públicos y privados, cuyos tonos se elevan desmesuradamente para protestar contra un sistema vaticano que se ha hecho ciertamente más político, es decir, temporal, que espiritual y sagrado.

La amargura es inmensa y, mientras las iglesias se vacían de fieles y de sacerdotes, las parroquias son fusionadas cada vez más frecuentemente en las distintas diócesis, italianas también, con el resultado de que las Santas Misas, incluso en los barrios de las grandes ciudades, empiezan a no ser ya garantizadas cotidianamente, a causa de la rotación interna de los sacerdotes.

El órgano de información de la CEI [Conferencia Episcopal Italiana, ndt], ha titulado así el artículo de Riccardo Benotti, aparecido el 23 de septiembre de 2016: «I numeri della vita religiosa a 50 anni dal Concilio. Perchè la crisi non è ancora alle spalle» [Los números de la vida religiosa 50 años después del Concilio. Por qué la crisis no ha quedado atrás todavía, ndt]. El contenido es alarmante:

«El descenso de los miembros de los institutos masculinos desde 1965 a 2015 es del 39,58 por ciento (-130.545). En cuanto a las mujeres, en cambio, la disminución es análoga en cuanto a la incidencia (44,61 por ciento), pero dolorosamente más consistente como número complexivo, rozando el medio millón de personas (-428.828). Que la vida religiosa atraviesa un periodo de dificultad era algo sabido. Pero leer las cifras que narran los últimos cincuenta años de Iglesia profesa, plantea serias cuestiones sobre el mantenimiento de un proyecto de vida consagrada en el tercer milenio. Cuando Pablo VI clausura el ConcilioVaticano II en 1965, los religiosos están en su máximo fulgor. Los miembros de los institutos masculinos son 329.799, las mujeres rozan el millón (961.264). Son los años en los que los religiosos dan ejemplo de la universalidad de la Iglesia, están presentes en los lugares de misión esparcidos por el mundo, no temen enfrentarse a las hostilidades de los Estados laicos y encarnan el impulso a la misión y al encuentro de los pueblos. Europa ha perdido ya la exclusiva de la vida consagrada mientras que las Américas, en particular los Estados Unidos, se llenan de sotanas y de velos. El tiempo de la prosperidad, sin embargo, se acerca a su fin. Apenas un decenio más tarde, los religiosos han descendido el 18,51 por ciento (-61.053) y las religiosas el 9,72 por ciento (-93.491). De entonces a ahora, la tendencia no se ha invertido todavía. La recepción del Concilio es el inicio del hundimiento».

Todo muy claro: durante algunos años, no obstante la salida de muchos, los números eran todavía notables en virtud de las enseñanzas magisteriales de la Iglesia y de la preparación en los seminarios y en las facultades que el clero había recibido antes de las directivas conciliares. Aquellas enseñanzas habían continuado todavía como líneas guía de lo que se había dicho y hecho siempre, con las distintas y debidas reformas que ordenaban la estructura pastoral y eclesiástica en base a las exigencias contingentes; sucesivamente, con la obsesión del “diálogo” – a cualquier costa (incluso al precio que estamos viendo y viviendo) – con los alejados y con el mundo secularizado, las vocaciones disminuyeron drásticamente; además, miles de aquellos que habían sido ordenados y consagrados se salieron para entrar definitivamente en el mundo, con su materialismo y sus disipaciones.

Proporciona una explicación del descenso dramático que se produjo a partir de 1965 el claretiano Angel Pardilla, que en el reciente volumen La realtà della vita Religiosa (LEV) ha trazado un balance. El padre Padilla imputa a la mala recepción del Vaticano II el motivo principal de alejamiento, porque la «falta de una clara identidad positiva» ha puesto de hecho la consagración al mismo nivel (o inferior) del de cualquier otra elección de vida. En este sentido, añade, la relectura del Concilio es decisiva para una «mejor pastoral vocacional y una más eficaz medicina preventiva contra los abandonos».

Es verdaderamente exagerada e irracional dicha posición: en vez de examinar y discutir objetivamente acerca de las consecuencias de un Concilio que ha creado múltiples y gravísimas problemáticas y fracturas, comprendida la de la disminución exponencial de los sacerdotes, de los religiosos, de las religiosas, se intenta todavía, con una pertinacia faraónica de veterotestamentaria memoria, la causa en la mala recepción del Concilio de 1962-1965.

Pues bien, en el libro “testamento”, con lectura in vitam, de Benedicto XVI, el Papa emérito no se ocupa de los descensos vocacionales, así como tampoco de la salvación de las almas en la Verdad, sino de las evoluciones de la Iglesia (que deben atenerse a las evoluciones socio-histórico-culturales), de las cuales los textos conciliares, los más revolucionarios, hacen parte. Sin embargo, la “lógica” hermenéutica aplicada a aquellos textos, vale para toda realidad, comprendido su papel, mejor dicho, sus papeles, que se podrían definir polifacéticos:

«Doy gracias a Dios de que no recae ya sobre mí una responsabilidad que ya no era capaz de soportar. Le doy gracias porque ahora soy libre para caminar humildemente a su lado cada día, para vivir entre mis amigos y recibir sus visitas» (p. 21), mientras que fuera del monasterio Mater Ecclesia, hay almas, tanto clericales como laicales, sobrecargadas por la preocupación y algunos del miedo de no tener ya una referencia estable en el trono de Pedro.

Benedicto XVI y su incapacidad para la vida contemplativa

El Papa emeritus había declarado al mundo, en el momento de su dimisión, que no ya habría hablado más públicamente y se habría dedicado completamente a la meditación y a la oración, pero el propósito de entonces se ha incumplido; en efecto, confía que no consigue dedicarse a ello completamente: «En primer lugar, no es posible debido a la carencia de fuerza física: no soy suficientemente fuerte para dedicarme con constancia a las cosas divinas y espirituales. Pero existen también causas externas que me lo impiden: muchas visitas, por ejemplo. Encuentro positivo intercambiar opiniones con las personas que gobiernan hoy la Iglesia o tienen un papel en mi vida, permaneciendo de esta manera anclado en las cosas de los hombres. Además está también la debilidad física, que no me permite permanecer siempre en las que podríamos definir las regiones altas del espíritu. En este sentido se trata de un deseo no cumplido» (p. 23).

En este libro, Benedicto XVI aparece como una persona insegura, siempre en búsqueda. Muy vinculado a san Agustín y al beato John Henry Newman, Benedicto XVI se coloca en sintonía sobre todo con su conflicto interior y su lucha por la verdad de la fe. Sin embargo sus respectivas biografías demuestran cómo ambos, una vez abrazada la Fe apostólica, católica y romana, no sólo no han tenido más titubeos, dudas, escrúpulos, sino que se prodigaron, con la palabra oral y escrita, gritando desde los tejados de su preparación y de su Credo, aquella Verdad tan deseada y más tarde definitivamente alcanzada.

En el Papa dimisionario es, por tanto, fácil, en este libro, encontrar expresiones de fe, pero al mismo tiempo de asombrosa incertidumbre, la que le proviene de una preparación filosófica de sello hegeliano, idealista y personalista. Así, por un lado, a la pregunta de cómo se afrontan los problemas de fe, responde con humildad católica: «Yo los afronto, en primer lugar, no abandonando la certeza de fondo de la fe y permaneciendo, por decir así, inmerso en ella» (p. 27); mientras que por otro, escuchamos a un hombre, que ha sido Sumo Pontífice, decir como una persona cualquiera: «En ciertas ocasiones la relación con Dios se hace difícil: son los momentos en los que me pregunto por qué existe tanto mal en el mundo y cómo todo este mal se puede conciliar con la omnipotencia y la bondad del Señor» (ibidem). Pero la respuesta a dicha cuestión está dentro de la sabiduría de la Iglesia, nacida del costado atravesado del Crucificado.

El lenguaje banal del «testamento»

¿Es necesario para un Papa utilizar un lenguaje banal? El Papa emérito, en este “testamento”, se sirve, de una manera que nunca habríamos pensado y que, en cierto sentido, se conforma con el modo de expresarse del Papa Francisco. A la pregunta «¿Qué le pasó por la cabeza aquel día [el día de su dimisión], un día en el que usted escribió la historia?», responde así: «Naturalmente me preguntaba también lo que habría dicho la gente, cómo he quedado. En mi casa era un día triste. Durante la jornada me he confrontado de manera particular con el Señor [es posible rezar, invocar, suplicar, adorar al Señor, pero no confrontarse. Con el Omnipotente y el Omnisciente, ni un hombre terreno, ni un espíritu celeste, puede confrontarse, ndr]. Pero no eran pensamientos precisos» (p. 35).

Aquí está la cuestión, Benedicto XVI no tiene «pensamientos precisos», ellos son de carácter pirandelliano. Así es (si os parece). Nos encontramos frente a la incognoscibilidad de la realidad y del sobrenatural, del cual cada uno puede dar su propia interpretación, la cual puede no coincidir con la de los demás. Por ello, a la pregunta «¿La disminución del vigor físico es un motivo suficiente para bajarse del solio de Pedro?», escuchamos responder en estos términos:

«Aquí se puede objetar que se trata de un malentendido funcionalista: el sucesor de Pedro, en efecto, no está vinculado a una función, sino que está involucrado en lo íntimo de su ser. En este sentido, la función no es el único criterio. Por otra parte, el papa debe hacer también cosas concretas, debe tener bajo control toda la situación, debe saber establecer las prioridades y así sucesivamente. Comenzando por la recepción de los jefes de Estado, a la de los obispos, con los cuales debe poder verdaderamente establecer un diálogo íntimo, hasta las decisiones cotidianas. Aun cuando se dice que algunos compromisos se podrían cancelar, permanecen de todos modos tantos igualmente importantes, que si se quieren desarrollar como se debe, no hay sombra de duda: si no existe la capacidad de hacerlo, es necesario – para mí al menos, otro puede ver las cosas de otro modo –  dejar libre el solio» (p. 36).

La «dictadura del relativismo», imperante en Occidente, denunciada con fuerza por Benedicto XVI, ¿ha atrapado el mismo concepto de gobierno petrino? Se genera así un relativismo de las formas, de las convenciones y de la exterioridad, una imposibilidad de conocer la verdad absoluta. Este relativismo está perfectamente representado por el personaje Laudisi en la novela de Pirandello La signora Frola e il signor Ponza, publicada en 1917 en la colección E domani, lunedi… Toda la novela se mantiene en pie por la tesis de que la verdad está escondida en el corazón de los sujetos, elemento recurrente en las obras del gran dramaturgo siciliano. En efecto, los dos protagonistas en cuestión se expresan con argumentaciones sensatas y fundamentadas; por tanto, si uno de los dos dice la verdad, ¿quién está en el error? Cosí è (se vi pare)…

¿Entonces?

El Papa moderno pertenece a la lógica de la tierra

Entonces el Papa emérito podría ser también un Papa con una acción diferente, nueva, recién inventada, porque «también un padre deja de hacer de padre», como nos explica Benedicto XVI, después de la solicitación de Seewald, o sea «Alguien ha planteado la objeción de que su dimisión han secularizado el papado. Ahora no sería ya un ministerio sin igual sino un cargo como otro cualquiera»:

«Esto lo he debido tener en cuenta y reflexionar sobre si, por así decir, el funcionalismo no ha conquistado incluso la institución papal. Pero también los obispos se han encontrado frente a un paso similar. Antes, ni siquiera el obispo podía dejar el puesto y muchos de ellos decían: yo soy “padre” y sigo siéndolo para siempre. No se puede dejar simplemente de serlo: significaría conferir un aspecto funcional y secular al ministerio y transformar al obispo en un funcionario como otro cualquiera. Yo debo replicar aquí que también un padre deja de hacer del padre. No deja de serlo, pero deja sus responsabilidades concretas. Continúa siendo padre en un sentido más profundo, más íntimo, con una relación y una responsabilidad particulares, pero sin los deberes de padre. Y esto ha sucedido también con los obispos.

En todo caso, al mismo tiempo se ha comprendido [¿antes los Pastores no comprendían o su mirada era más sobrenatural que terrena? ¿Y la fuerza y la resistencia venían de lo alto, de la Gracia de estado, como demuestran los teólogos anteriores al siglo XX y los santos de todas las épocas? ndr] que, por un lado, el obispo es portador de una misión sacramental, la cual lo vincula íntimamente, pero por otro, no debe permanecer eternamente en su función. Y así, pienso que esté claro que también el papa no es un superhombre y no es suficiente que esté en su puesto: debe precisamente desempeñar unas funciones. Si dimite, mantiene la responsabilidad que asumió en un sentido interior, pero no en la función. Por esto, poco a poco se comprenderá que el ministerio papal no es disminuido, aunque quizá aparezca más claramente su humanidad» (p. 39).

No es posible sino quedarse asombrados frente a semejantes afirmaciones, hijas de una mentalidad horizontal (de derecha a izquierda y viceversa) y no vertical (del Cielo a la tierra y viceversa), que no satisfacen a las almas. En el curso de los siglos, los creyentes en Cristo y en la Iglesia de Roma intentaron siempre ver en el Papa algo del aspecto del primer Pontífice, San Pedro, que, no obstante sus muchas debilidades y fragilidades humanas, lo dio todo a Nuestro Señor y permaneció siendo Vicario de Cristo hasta su último respiro porque, una vez convertidos en Pastores de la Iglesia católica, se lo sigue siendo para siempre. Pero el «para siempre» es una locución adverbial que no le gusta ya a la Iglesia postconciliar. Para siempre crea aprieto, preocupación, perplejidad, a veces pánico: el «para siempre» vincula para toda la vida. La fidelidad perseverante inquieta en los tiempos en que la Iglesia decide favorecer a los adúlteros, decisión a cuya base están los «excitantes» (p. 84) Hegel, Heidegger, Comte, von Balthasar, de Lubac, Söhngen, Schmaus, Pascher… «Fue verdaderamente la facultad [la “escuela de Munich”, de espíritu ecuménico, ndr] en su conjunto la que dejó en mí una impronta imborrable» (p. 87).

Aquí está, pues, la «extraña teología» de Benedicto XVI, como la ha definido sabiamente el Obispo francés Monseñor Bernard Tissier de Mallerais: para el Papa Ratzinger, en la transmisión del objeto de la Revelación, es fundamental el sujeto que la recibe, que hace parte de la misma Revelación y, a partir de aquí, parte la teología; por eso «la Iglesia está en movimiento, es dinámica, abierta, con perspectivas y nuevos desarrollos ante ella. Que no está congelada en esquemas: sucede siempre algo sorprendente, que posee una dinámica intrínseca capaz de renovarla constantemente. Lo que es hermoso y da ánimo es que precisamente en nuestra época suceden cosas que nadie se esperaba y muestran que la Iglesia está viva y desborda de nuevas posibilidades» (p. 43). Según esta “lógica” es normal que haya sido elegido en el último cónclave el Papa Francisco. Sin embargo, los papas de antes del Concilio Vaticano II no estaban ciertamente congelados en esquemas, estaban, en cambio, vinculados todos juntos por el hilo áureo de la Tradición, que permitía escapar de todo error, de toda duda, de todo relativismo, de toda opinión discordante, de toda hermenéutica. Eran Papas que caminaban por el camino verdadero de Cristo y no en los túneles creados por los filósofos y teólogos modernos, hijos del khaos.

El Pontífice se atrae pesadas críticas en el medio universitario

El artículo del genuino y mordaz intelectual Camillo Langone, Dio non è cattolico, ma forse neppure Papa Francesco lo è [Dios no es católico, pero quizá tampoco el Papa Francisco lo es, ndt], aparecido en «il Giornale» del 27 de septiembre de 2016, tuvo un notable éxito en las redes sociales. Jamás ningún Papa había recibido un título tan ofensivo, pero, se esté atentos, el artículo fue publicado no en un diario satírico, como podía ser el liberal y anticlerical «il Fischietto» (la revista satírica italiana más importante del siglo XIX) o el contemporáneo «Charlie Hebdo», sino en un diario normal italiano. El título, además, no proviene de una voluntad provocadora, sino de la declaración de un filósofo, Flavio Cuniberto, profesor de Estética en la Unviersidad de Perugia, autor del ensayo Madonna Povertà. Papa Francesco e la rifondazione del Cristianesimo, publicado este año por Neri Pozza. El Profesor Cuniberto, a la pregunta de Langone: «El Papa Francisco ha dicho que Dios no es católico. Esta afirmación inspira una pregunta antipática: ¿Lo es el Papa Francisco?», ha contestado así, con determinación y resolución: «Tiene razón Bergoglio al decir que Dios no es católico (Dios no va a misa): pero tampoco Bergoglio es católico. Naturalmente se comporta como si lo fuera, pero no lo es […] los mazazos que ha pegado a algunos puntos-clave de la doctrina católica son de tal grado que no tiene sentido hablar de “aggiornamento”: se trata de una auténtica demolición». Además, a la solicitación de Langone, es decir: «Me gustaría que se volviera a hablar de catocomunismo, palabra que nadie usa ahora precisamente que la cosa se extiende. Tú has escrito que la Evangelii gaudium retuerce el Nuevo Testamento para hacerle decir lo que se quiere que diga: bienaventurados los pobres en el sentido sociopolítico del término. Si esto no es catocomunismo…», el profesor fue claro y explícito: «La idea alterada de pobreza que brota de los documentos papales (masacrando la Escritura) eleva a la esfera dogmática el antiguo pauperismo católico. Tengo dudas de que se pueda hablar de catocomunismo, el argumento de Bergoglio sobre la solución de las desigualdades se asemeja más bien a la estrategia de la izquierda tardo-capitalista, cuyos magnates, desde Bill Gates a Soros, financian las ONG a gran escala. El elemento revolucionario no es tanto la ideología marxista, sino la subversión de los vínculos tradicionales (la familia natural por ejemplo), la desaparición del concepto de pecado y un materialismo de fondo, corregido en sentido panteísta» (http://www.ilgiornale.it/news/spettacoli/dio-non-cattolico-forse-neppure-papa-francesco-1311339.html).

El consenso y la credibilidad en relación al Pontífice descienden mes tras mes y este malestar está serpenteando tanto a nivel nacional como internacional, como demuestra el «New York Times» con el editorial firmado por Matthew Schmitz, que es también el responsable de «First Things», con el título «Papa Francesco ha fallito?» [¿Ha fracasado el Papa Francisco?, ndt]; mientras que el semanal estadounidense «Newsweek» se ha preguntado: «Il Papa è cattolico?» y ha propuesto un sondeo, presentando datos de impopularidad (descendida ya en 2014 del 89% al 71%) y expresando esta consideración: «Ha prometido demasiado a los progresistas doctrinales y políticos, pero ha asustado a los tradicionalistas, para los cuales la fe debe estar exenta de presiones políticas».

Y he aquí, pues, que frente a tantas críticas y tantas polémicas que se difunden a través de las cabeceras de los periódicos y se amplifican día tras día en la Web, ha parecido oportuno, en los Sacros Palacios, dar vida a la operación Benedicto XVI. Ultimas conversaciones con Peter Seewald. Sin embargo, después de un mes de su aparición mundial, el texto-entrevista no ha tenido la resonancia que probablemente el mismo Papa Bergoglio auspiciaba.

La simpatía del Papa emérito por el Papa reinante

En esta última parte de nuestra recensión de las Ultimas conversaciones, nos detendremos en lo que Benedicto XVI ha dicho en relación al Papa reinante, palabras que dan la certeza de que esta iniciativa mediática y “testamentaria” ha sido querida y promovida para sostener un mandato petrino en graves dificultades, en confusión, en desorientación, tanto a nivel doctrinal como a nivel pastoral, produciendo en el mundo una especie de anarquía, tanto a nivel episcopal como a nivel parroquial. El consenso mediático, que parecía haber partido de la mejor de las maneras con aquel original Habemus papam del 13 de marzo de 2013, se ha empobrecido por el camino y paralelamente se ha ido volviendo más negativo el consenso de muchos ambientes católicos, cada vez más asustados y atemorizados a causa de los masivos ataques a la vida (aborto-eutanasia) y a la familia natural (extendida ideología de género) por parte de las fuerzas políticas y financieras laicistas. Impresionantes han sido, además, las defecciones cada vez más masivas de fieles de las prácticas religiosas, así como la reducción exponencial de nuevas levas sacerdotales y religiosas: las almas están cada vez más abandonadas en manos del mundo, sin más fuentes y guías ciertas de espiritualidad.

Frente a todo esto, se ha sentido la necesidad de hacer hablar al Papa emérito, que todavía se viste de blanco y que vive en el Vaticano, ya no en silencio, sin embrargo, como en cambio había prometido. ¿Qué dice, pues, del Papa Francisco? Escuchémosle:

«¿Qué ha pensado cuando su sucesor se ha asomado a la logia de la basílica de San Pedro? ¿Y además vestido de blanco?». «Ha sido una decisión suya, también nosotros, que le hemos precedido, vestíamos de blanco. No ha querido la muceta. Esto no me ha impresionado ni lo más mínimo. Lo que me ha impresionado, en cambio, es que ya antes de salir a la logia haya querido telefonearme, pero no me ha encontrado porque estábamos precisamente delante del televisor. La manera en la que ha rezado por mí, el momento de recogimiento, la cordialidad, después, con que ha saludado a las personas de tal modo que la llama se ha encendido inmediatamente. Nadie se esperaba que fuera él. Yo lo conocía, naturalmente, pero no he pensado en él. En este sentido, ha sido una gran sorpresa. Pero después, el modo en que ha rezado y ha hablado al corazón de la gente ha encendido inmediatamente su entusiasmo» (p. 42).

En el libro no hay ningún tipo de dolor ni un solo lamento por el dramático panorama de corrupción doctrinal y de corrupción ética dentro de la Iglesia, pero ni siquiera consternación por la desestabilización de la civilización europea, sino la voluntad de ponerse junto al actual Pontífice, con una actitud casi de defensa, en la cual Francisco aparece vencedor, gracias a su capacidad de socializar, mientras que él es más débil, porque es tímido y reservado:

«… veo que es un hombre reflexivo, una persona que medita sobre las cuestiones actuales. Al mismo tiempo, sin embargo, es una persona muy directa con sus semejantes, habituada a estar siempre con los demás. Que no viva en el palacio apostólico sino en Santa Marta, depende del hecho de que quiere estar siempre rodeado de gente. Diría que esto se puede obtener también arriba, pero es una decisión que muestra un nuevo estilo. Quizá yo no he estado suficientemente en medio de los demás, efectivamente. Y después, diría, que está también el valor con que afronta los problemas y busca soluciones» (pp. 44-45).

Pero las soluciones “misericordiosas” del Papa, hasta ahora, siguen creando problemas y perplejidades, caos e inquietud, que ni siquiera las declaraciones del Papa teólogo pueden mitigar o edulcorar, porque «Entonces, hasta este momento, ¿usted está satisfecho con el ministerio del papa Francisco?», «Sí. Hay un nuevo frescor en el seno de la Iglesia, una nueva alegría, un nuevo carisma que se dirige a los hombres, es ya una buena cosa» (p. 47).

Aferrado por Barth y Buber

Después de la lectura del libro-entrevista – recordamos que la entrevista es un género literario muy seguido por el Papa Francisco – una se queda con una profunda amargura en la boca y una gran desolación: es como si los católicos se hubieran quedado solos para combatir por la Fe, porque existe un mundo, para esta Iglesia del tercer milenio, que mimar y no ya que evangelizar, como mandó el Salvador: «Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea será condenado» (Mc 16,15-16). La conversión ha desaparecido del vocabulario de la Iglesia postconciliar y Benedicto XVI da prueba concreta y personal de ello:

«Por lo que a mí respecta, he pensado siempre que el diálogo con los protestantes es parte integrante de la teología. Ya en Frisinga había realizado un seminario sobre la Confessio Augustana, la primera exposición oficial de los principios de la Iglesia luterana. Desde este punto de vista era obvio que la dimensión ecuménica hiciera siempre parte de mis lecciones y de mis seminarios y que mis estudiantes se ocuparan de ella» (p. 100), así como se ocupa de ella la Iglesia de Francisco y he aquí que en 2017 serán celebrados con todo honor no los grandes contrarreformadores, como San Francisco de Sales o San Carlos Borromeo, sino el heresiarca Martín Lutero.

Aferrado por el teólogo protestante Karl Barth (1886-1968) como por el israelita Martin Buber (1878-1965), el mayor representante del personalismo y del principio dialógico, Benedicto XVI confiesa: «Leí naturalmente por completo su Opera Omnia, en aquellos tiempos Buber estaba un poco de moda […] Todo en él me fascinaba: su piedad judía, en la que la fe es espontánea y al mismo tiempo siempre actual, que descendía al presente, su modo de creer en el mundo de hoy» (p. 101).

La formación preconciliar de la familia Ratzinger

En las respuestas de Benedicto XVI, entre las múltiples dudas que provocan, entre las muchas cuestiones no resueltas, entre las muchas pasajes de carácter pirandelliano, como hemos tenido ya ocasión de afirmar, hay algo que nos parece auténtico y real: la formación católica de Joseph Ratzinger en su familia. Una linfa que le ha permitido no perder la Fe, no obstante sus apasionados estudios filosóficos y teológicos de la edad revolucionaria del pensamiento. Determinante fue la presencia de su hermana María, que le acompañó siempre, también en Roma, hasta su muerte, sucedida en 1991: «Diría que no ha influido en los contenidos de mi obra, en mi trabajo teológico, pero con su presencia, su modo de vivir la fe, su humildad, ha preservado el clima de la fe común, aquella en la que crecimos, que maduró con nosotros y se ha impuesto con el tiempo». Aquella «fe común», indicada por la bimilenaria Tradición de la Iglesia, «se renovó con el Concilio, pero ha permanecido firme. Es, pues, la atmósfera de fondo de mi pensamiento y de mi existencia, la cual ha contribuido sin duda a formar» (p. 103). Y la generación postconciliar y las futuras, ¿seguirán siendo abandonadas en manos de los desequilibrados recorridos impuestos por insensatas filosofías y por las autoridades civiles sin razón y sin Dios? Nosotros tenemos la certeza cristiana de que en Babilonia no hay salvación, sino solamente en las enseñanzas del antiguo y del nuevo concilio, preciosamente indicado por Dante, en el que San Pedro tiene las llaves de la gloria celeste, que le fueron confiadas por Jesucristo antes de dejar la tierra:

«¡Oh cuánta es la abundancia proficiente
de aquellas áreas, ricas por su aforo,
que al mundo dieron tan feraz simiente!

Allí se vive y goza del tesoro,
con lágrimas ganado en el exilio,
de Babilonia despreciando el oro;
y del Hijo de Dios con el auxilio,
y de María triunfa en su victoria,
con el Antiguo y Nuevo gran concilio,
el que tiene las llaves de tal gloria.»

(Dante, Paraíso XXIII, 130-139)

Cristina Siccardi

(Traducido por Marianus el eremita. Courrier de Rome)

Nota. En nuestra sección de descargas puede encontrarse un amplio estudio de Mons. Tissier sobre el tema en francés e inglés

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