Un laico y la propuesta de Kasper

Presentación

El autor es padre de familia y enseña materias de Fundamentos del Derecho en la Universidad Católica de Salta (Argentina). En las páginas que siguen realiza una crítica rigurosa de los fundamentos que proporciona el cardenal Kasper para consagrar la admisión a la Eucaristía de quienes viven en forma estable en situación de adulterio. Según Sandro Magister, en un inusual elogio, el autor “demuele las tesis del cardenal Kasper”.

Durand Mendioroz desmenuza los argumentos de Kasper, ciñéndose al texto de su ensayo “El Evangelio de la Familia” y tratando cada uno con la severidad de un abogado que litiga ante un tribunal de última instancia. En este sentido se aprecia que la crítica se exprese en forma directa,   evitando circunloquios y afirmaciones demasiado sutiles, propias de cierta literatura clerical.

El autor quiere ser preciso desde el mismo planteamiento del tema. Se encuentra férreamente el tópico de “la comunión a los divorciados vueltos a casar”, pero en realidad lo que se debate en la Iglesia es si las personas que viven en adulterio pueden recibir la Eucaristía. Porque se trata de la indisolubilidad del matrimonio católico y de las condiciones de acceso a un sacramento conforme a la disciplina de la Iglesia “¿acaso existen en la Iglesia el divorcio y una vuelta a casarse habilitada por aquel?” …desde el mismo planteamiento del debate el cardenal Kasper y sus epígonos han sacado la ventaja de presentar sesgadamente esta cuestión.

Ya no se trata entonces solamente de contribuir a evitar que el próximo Sínodo consagre proposiciones francamente heterodoxas, sino también de trascender la confusión existente en la actualidad donde intentan convivir en el seno de la Iglesia dos morales sexuales y diferentes disciplinas sacramentales. Clérigos y laicos, en la medida de sus competencias y de sus responsabilidades deberán sostener con la fe y la razón, la verdad del matrimonio sacramental, que constituye la piedra firme en que se edifica la familia.

Adelante la Fe

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Indice

  1. Prólogo: el punto de vista de un laico, abogado
  2. El planteo del problema y el marco en el que se debate
  3. El iter argumentativo y la respuesta de Kasper
  4. Análisis de las condiciones para recibir la comunión sacramental y su recepción en la relatio postsinodal
  5. Crítica a la propuesta de Kasper en sus aspectos sustanciales y formales
  6. En torno a algunos argumentos de Kasper
  7. Frente al Sínodo de la Familia de 2015 ¿objetivos de máxima y de mínima?
  8. Epílogo en primera persona

Apéndice: La epiqueya y el juicio prudencial

1. Prólogo: el punto de vista de un laico, abogado.

La publicación en español de El Evangelio de la Familia, del cardenal Walter Kasper, por Editorial San Pablo, expone su pensamiento sobre la admisión a la Eucaristía a quienes habiendo contraído matrimonio sacramental y –subsistente dicho vínculo– contraen nuevas nupcias civiles, materia que fuera objeto de especial atención en el pasado Sínodo Extraordinario sobre la Familia de 2014, proyectándose su debate hacia el próximo Sínodo en octubre de 2015.

Quien esto escribe es padre de familia, abogado de oficio y profesor en Ciencias Jurídicas en el área de Fundamentos del Derecho. Esta realidad personal, naturalmente, explica la perspectiva del presente trabajo, en el entendimiento de que es pertinente un enfoque laical en materia relacionada al matrimonio y donde además, al menos en forma analógica, se implican conceptos referidos a la regulación de conductas, principios y excepciones, fuentes y jerarquía normativa, tipos legales abiertos o cerrados, antinomias, imputabilidad, responsabilidad, prudencia en la aplicación al caso, epiqueya, equidad, entre otros.

Habiendo excelentes publicaciones teológicas y pastorales sobre la materia, quien esto escribe recurre al catecismo aprendido en una vida y en algunos puntos, al apoyo de autores especializados, para no quedarse en la mera perspectiva del abogado y dotar al presente trabajo de una síntesis, que es la de la visión de un laico comprometido con los avatares de su Iglesia.

Desde allí se pretende aportar algunas reflexiones suscitadas por la propuesta de un cardenal y renombrado teólogo. Reflexiones que han sido alentadas por el propio autor comentado, quien reclama la participación de los laicos, y enfatiza la necesidad de “tomar en serio” el sensus fidei de los fieles, “precisamente en el asunto que nos ocupa”.

De modo que agradece al cardenal Kasper el estímulo intelectual que ha significado su obra, aclarando que si alguien encuentra en las próximas líneas un estilo inusual en la literatura relativa a cuestiones religiosas, ello es expresión de la forma mentis propia del abogado, sin mengua de la reverencia y el respeto que merece la persona cuyas ideas son glosadas.

Parte de lo inusual consiste en el análisis crítico minucioso de sus conceptos que, en general, son transcriptos textualmente. Luego viene el control de sus fundamentos, la crítica al argumento en sí, y la conclusión expresada con toda libertad. El cardenal Kasper es un formidable abogado de su causa, que sostiene con pasión y tesón, habiendo suscitado en quien esto escribe un entusiasmo equiparable, en el sostenimiento de la continuidad de la actual disciplina de los sacramentos.

2. El planteo del problema y el marco en el que se debate.

2.1. Introducción a la pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia.

En el capítulo 5 titulado “El problema de los divorciados vueltos a casar”, el autor comentado indica su método discursivo: “Deseo plantear únicamente preguntas, limitándome a indicar las direcciones de las respuestas posibles. Dar una respuesta será tarea del Sínodo en sintonía con el Papa” (pág.37).

El cardenal Kasper proporciona una aproximación al tema en tratamiento: “La Iglesia primitiva nos da una indicación que puede servir (…)” (pág. 40). Allí “existía (…) una pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia (…). Por lo tanto “(…) la Iglesia ha seguido buscando siempre una vía, más allá del rigorismo y del laxismo, amparándose en la autoridad de atar y desatar (…)” (pág. 41).

Conviene aclarar que la referida pastoral de la tolerancia no era una práctica extendida en toda la Iglesia sino que habría existido en lugares y momentos puntuales, desconociéndose si se desarrolló alguna fundamentación teológica. Todo lo cual debe ser materia de mayores profundizaciones. Lo cierto es que dichos antecedentes no tuvieron continuidad en el tiempo. Por el contrario, la Iglesia universal, bajo la guía del Vicario de Cristo, en forma continua consideró que mientras se mantuviera una situación de adulterio, los implicados no podían recibir la comunión sacramental.

Luego el cardenal continúa: “En el Credo profesamos: ‘Creo en el perdón de los pecados’. Lo cual significa que, para quien se ha convertido, el perdón es siempre posible. Si lo es para el asesino también lo es para el adúltero. Por consiguiente la penitencia y el sacramento de la penitencia eran el camino para unir estos dos aspectos: la obligación para con la Palabra del Señor y la misericordia infinita de Dios.” (pág. 42).La vía de la conversión, que desemboca en el sacramento de la penitencia sería para Kasper “el camino que podemos recorrer en la cuestión que nos ocupa”.

 2.2. Supuestos fácticos que configuran la apertura.

El autor formula las condiciones que debieran darse para justificar que una persona, con vínculo sacramental vigente, que luego contrae una segunda unión civil, pueda acceder a la comunión sacramental (pág.42):

Si un divorciado vuelto a casar: se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio; si ha cumplido con las obligaciones del primer matrimonio y ha excluido definitivamente la vuelta atrás; si no puede abandonar, sin incurrir en nuevas culpas, los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil; si se esfuerza, sin embargo, por vivir del mejor modo posible su segundo matrimonio a partir de la fe, y educar en ella a sus hijos; si siente deseo de los sacramentos como fuente de fuerza en su situación; ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de nueva orientación (metánoia), el sacramento de la penitencia y, más tarde el de la comunión?” (Adviértase cómo el autor enfatiza las palabras en cursiva).

Es evidente –por el carácter retórico de la pregunta y por el contexto en el que se formula– que el autor induce a pensar que no se le podría denegar ninguno de dichos sacramentos. Pues, prosigue preguntándose, si le negáramos la absolución, “¿sería este el comportamiento del Buen Pastor y del samaritano misericordioso?” (pág. 55).

Una vía para pocos. Kasper afirma entonces: “Esta posible vía, no sería una solución general. No es el camino fácil de la gran mayoría, sino la senda estrecha de la parte probablemente más reducida de los divorciados y vueltos a casar que está sinceramente interesada en los sacramentos.” (págs. 42-43) lo que supondría para la Iglesia tratar cada caso en particular condiscretio, discernimiento espiritual, sabiduría y sensatez pastoral.”

 2.3. El compromiso por el cambio y el contexto del Sínodo.

El autor manifiesta que, ante lo que considera una gran expectativa suscitada en la Iglesia, “(…) si nos limitamos a repetir las respuestas que supuestamente han sido dadas (…) se produciría una tremenda decepción. (…) No podemos dejarnos guiar por una hermenéutica del miedo. Hacen falta coraje y sobre todo, libertad (parresía) bíblica. Si no lo queremos así entonces tal vez no deberíamos celebrar ningún Sínodo sobre este tema, porque en tal caso la situación subsiguiente sería peor que la anterior. (…) deberíamos dejar al menos un resquicio para la esperanza y las expectativas de las personas y ofrecer al menos algún indicio de que también por nuestra parte nos tomamos en serio las esperanzas, las peticiones y los sufrimientos de tantos cristianos serios” (pág. 56).

Uno no puede evitar preguntarse aquí si en la Iglesia universal realmente existe una gran expectativa por el problema puntual que plantea Kasper (que paradójicamente desembocaría en una “vía para pocos”) o si se trata de inquietudes propias de determinadas comunidades de Europa Occidental donde efectivamente pudiera existir una preocupación al respecto. Por lo pronto, el autor glosado no ofrece ningún dato capaz de sustentar esta idea de la “gran expectativa”.

No sería aventurado afirmar, en cambio, que existen otros temas prioritarios a lo largo y a lo ancho del mundo con relación a la familia. Por lo pronto, tampoco puede aceptarse a priori la afirmación de que la falta de soluciones y de respuestas (en el sentido esperado por los expectantes) causaría una “tremenda decepción”.

La justificación del Sínodo sólo se daría, en las palabras de Kasper, si (no) nos limitamos a “repetir las respuestas que supuestamente han sido dadas”. Más aún, si así se hiciera, el Sínodo sería en realidad contraproducente porque “la situación subsiguiente sería peor que la anterior”. Entonces, la existencia de otros temas prioritarios relacionados con el matrimonio y la familia, inmersos en tremendos desafíos que hoy le plantea la cultura, ¿no justificarían la realización del Sínodo? ¿El problema de la comunión de los divorciados es el más acuciante que vive la familia cristiana?

Si se tiene presente que, con relación al problema de los “divorciados vueltos a casar”, la Iglesia romana no ha cambiado su respuesta en dos mil años, resulta francamente conmocionante la afirmación de Kasper en orden a que la repetición de las respuestas que se han venido dando (real y no supuestamente) en esta materia, ocasionaría no sólo una decepción sino el empeoramiento de la situación.

Obsérvese la fuerza retórica del planteo: contrario sensu, quienes considerasen el criterio pastoral hoy vigente como coherente con el Evangelio y en beneficio del hermano que peca, ¿estarían dejándose guiar por la hermenéutica del miedo? ¿Carecerían de coraje y libertad (parresía)? ¿Serían culpables de ocasionar una tremenda decepción “a los que sufren y piden ayuda”? –Más aún– de causar el empeoramiento de la situación sobreviniente. ¿Estarían tomando a la ligera las esperanzas, las peticiones y los sufrimientos de tantos cristianos serios?

¿No cabe para el autor plantearse –aunque fuere en el terreno de lo especulativo– la posibilidad de que la auténtica pastoral de la misericordia para el que sufre y pide ayuda es la que viene sosteniendo la Iglesia desde su origen hasta la actualidad?

3. El iter argumentativo y la respuesta de Kasper.

3.1. Una constatación fundamental: el abismo entre doctrina y convicciones vividas.

Tras señalarse precedentemente los términos de la propuesta de Kasper, se verán a continuación algunos de sus fundamentos. El autor plantea con acierto que “se ha abierto un abismo entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia y las convicciones vividas por muchos cristianos” (pág. 8).

Tras referirse a las condiciones objetivamente adversas en que se desenvuelve la vida de muchas familias, proclama que El Evangelio de la familia (tal el título de la obra que se analiza) no quiere ser una carga (pág. 9).

Kasper constata con razón: “Muchas personas están bautizadas pero no evangelizadas (…) son catecúmenos bautizados, cuando no directamente paganos bautizados” (pág. 10). Por cierto el problema señalado excede ampliamente la cuestión del matrimonio y la familia, aunque lo incluye.

Ahora bien, ¿con la palabra “abismo” (entre doctrina y convicciones vividas) el autor se refiere a un obstáculo absolutamente infranqueable? Debería descartarse a priori esta interpretación porque sería incompatible con la propia misión evangelizadora de la Iglesia. Porque la realidad histórica de un abismo entre doctrina y las convicciones (de muchos bautizados) a que Kasper hace referencia, es análoga a la que se da en tierras de misión, o en sociedades donde el cristianismo es ignorado o perseguido. Los misioneros, o los testigos de Cristo, se encuentran frecuentemente ante este “abismo” entre el Evangelio y las creencias sociales preponderantes, que lleva a quienes no conocen a Cristo a una vida de esclavitud en el error. Análoga reflexión cabe para de quienes son “paganos bautizados” en una sociedad descristianizada.

“Si permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libre (Jn 8, 31-32).

3.2. Necesidad de tomar una perspectiva más amplia.

Destaca el autor la necesidad de un cambio de paradigma y de considerar la situación de los civilmente divorciados y que ahora están en una segunda unión desde la perspectiva de quien sufre y pide ayuda.

El problema, no obstante, “no puede reducirse a… la admisión en la comunión” de estos hermanos (pág. 35) “sino que concierne a toda la pastoral matrimonial y familiar…” y por ello debe abarcar a juicio del autor:

a) La preparación al matrimonio (para lo que propone proporcionar a los futuros contrayentes una “muy cuidada catequesis”);

b) El acompañamiento pastoral a los matrimonios y familias;

c) Ante la crisis matrimonial, procurar la curación y la reconciliación;

d) Ante la ruptura de la unidad matrimonial, procurar cercanía y participación en la vida de la Iglesia (supuesto en el que debería incluirse a los civilmente divorciados y que luego contraen una segunda unión).

No puede dejarse de coincidir con esta amplitud de miras, más allá de que no sea ello una originalidad. Dicha amplitud es objetivamente necesaria y el empeño evangelizador, en consecuencia, debería abarcar todo el devenir de la vida de la familia, con el complemento de una educación católica comprometida.

En este contexto cabe preguntarse si el propio autor no asigna una trascendencia desproporcionada a la cuestión de los divorciados vueltos a casar que, en definitiva, desembocaría en una “vía para pocos”, postergando el tratamiento de cuestiones más graves y urgentes. Es cierto que cada alma ha valido la Pasión de Cristo. Ahora bien ¿se ayudaría realmente mediante la pastoral de la tolerancia “(…) a esas personas que sufren y piden ayuda mediante la asistencia de los sacramentos”? Pues bien, justamente lo que hay que dilucidar es si el cambio pastoral propiciado verdaderamente serviría de ayuda desde el punto de vista sobrenatural a las almas de los hermanos que viven en una situación objetiva de adulterio.

Si bien el autor –por cierto– reconoce el heroísmo de los cónyuges abandonados que permanecen solos, luego expresa que “muchos cónyuges abandonados dependen por el bien de los hijos, de una nueva relación y de un matrimonio civil al que no pueden renunciar sin cargar con nuevas culpas.” (pág. 36).

Cabe acotar que la cualificación de heroicidad puede estar sugiriendo in limine que la decisión de no formar una nueva pareja es propia de una minoría con especialísimas condiciones personales, que la generalidad no posee. Podría formularse con carácter de hipótesis, que en esta apreciación se estaría introduciendo un criterio propio de la “moral social promedio”, la que se aleja considerablemente del llamado universal a la santidad.

3.3. Las palabras de Jesús y un problema ¿relativamente reciente?

En referencia a los casos en que se configuraría esta “vía para pocos” Kasper se pregunta: “¿Qué puede hacer la Iglesia en tales situaciones?”. El autor responde: “No puede proponer una solución diferente o contraria a las palabras de Jesús. La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del otro cónyuge forman parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia, que no puede abandonarse o disolverse remitiéndose a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio. (…) Misericordia y fidelidad van unidas.” (pág. 36).

Cabe acotar que entre los fieles católicos, lo anterior debe ser el principio inamovible de todo razonamiento ulterior en la materia. Se pregunta a continuación Kasper: “¿Cómo puede la Iglesia responder a este binomio inescindible de fidelidad y misericordia de Dios en su acción pastoral respecto de los divorciados vueltos a casar civilmente?”

Pues el más elemental “sensus communis” (sentido común) de cualquiera respondería: “De alguna manera que cumpla con lo que el Señor quiere”. Es decir que no implique el “abandono” o la “disolución” en la vida real del cumplimiento del precepto de Cristo: en su faz positiva, la fidelidad al vínculo y en su aspecto negativo, la prohibición del adulterio.

Pero Kasper, tras el interrogante transcripto, no se aplica a su respuesta sino que acto continuo emprende un rodeo formulando una muy controversial apreciación histórica: “Se trata de un problema relativamente reciente que no existía en el pasado (…) sólo existe desde la introducción del matrimonio civil mediante el Código Civil de Napoleón (1804) y su progresiva implantación (…)”. Para referirse de inmediato a las duras sanciones que el Derecho Canónico en un pasado no tan lejano asignaba a los que contraían una nueva unión civil en tanto subsistía el vínculo sacramental. Es decir, el autor no explica por qué considera que el problema no existía antes de la promulgación del “Code”.

3.4. Un problema de siempre: la degradación del matrimonio por el pecado.

Conviene hacer algunas acotaciones a lo anterior antes de pasar a considerar las respuestas de Kasper a las dos situaciones paradigmáticas que éste analiza.

El problema no es “relativamente reciente”, ni siquiera en su masividad, sino que existe desde el pecado original de una manera y desde la fundación de la Iglesia, con sus propias connotaciones. Porque es un problema intrínseco a la existencia humana. El propio Kasper cree encontrar en la Iglesia primitiva la superación entre “rigorismo y laxitud” en esta materia, lo cual implica reconocer que el problema existía desde los orígenes.

El matrimonio es de institución divina (cfr. Génesis cap. 1 y 2) y, como está relacionado con la consecución de bienes esenciales del hombre, siendo ello asequible a la razón, también es una institución de derecho natural anterior a toda legislación civil. La legislación mosaica autorizó a dar libelo de repudio, atendiendo a la “dureza de los corazones”. Pero el Salvador restauró de raíz el matrimonio remitiéndose a la Voluntad divina original que incluía la indisolubilidad, haciéndolo Sacramento y otorgándole al vínculo matrimonial la inherencia y la indisolubilidad de Su unión con la Iglesia.

El evangelio del matrimonio sacramental instituido por el Señor se encontró desde un primer momento inmerso en una sociedad con poderosas estructuras de pecado que lo confrontaban. Circunstancia esta que sería válido asimilar a la actual situación de crisis del matrimonio y de la familia de muchísimos en sociedades material o formalmente paganas, dominadas por ideologías y/o creencias religiosas antagónicas.

En tanto que si se hace referencia a la sociedad europeo-americana “descristianizada” por el laicismo de la modernidad y el relativismo hodierno (que han asumido no pocas veces actitudes totalitarias), efectivamente puede advertirse que luego de la Revolución francesa y de su epígono jurídico, el Código Napoleón, se viene dando una continua degradación de las condiciones legales y culturales que enmarcan la realidad existencial de la familia.

La facilidad con que la ley civil concede la disolución del vínculo matrimonial, la desprotección del cónyuge más débil y de los hijos, así como la desnaturalización del concepto mismo de matrimonio mediante su asimilación a la unión de personas del mismo sexo, no han hecho sino desprestigiar la institución civil, y tornarla en la práctica en algunos sistemas como inferior al concubinato, motivo por el cual muchos cristianos se están planteando la inutilidad de la celebración de lo que en definitiva resulta ser un contrato de notable precariedad.

Pero el hecho incontestable, en definitiva, es que en la presente realidad cultural se verifica, efectivamente, un “abismo” entre la doctrina y las convicciones de muchísimos bautizados a medio catequizar y hasta materialmente paganos. En ello no solamente inciden las señaladas tendencias antievangélicas sino también la tibieza y falta de compromiso de los católicos. Cuando la Iglesia, con amor de Madre y Maestra, proclama en este tiempo la necesidad de un Nueva Evangelización ¿no se refiere precisamente a la dirección que hay que transitar ante este fenómeno?

3.5. La respuesta de Kasper ante dos situaciones paradigmáticas.

Ante el interrogante que formula de “¿Cómo puede la Iglesia responder a este binomio inescindible de fidelidad y misericordia de Dios en su acción pastoral respecto de los divorciados vueltos a casar civilmente?”, Kasper responde: “No puede haber una solución general para todos los casos”. Si bien a su criterio debiera haber una “solución” en casos puntuales, “la respuesta sólo puede ser diferenciada” (pág. 37). Cada fiel debería encontrarla encomendándose al discernimiento espiritual y a la cercanía pastoral.

El autor acota: “Me limito a dos situaciones (…)”, tras lo cual indica aquello de “Deseo plantear únicamente preguntas (…)”.

Primera situación.

«(…) algunos divorciados y vueltos a casar están subjetivamente seguros en conciencia de que su matrimonio anterior, irreparablemente destruido, nunca habría sido válido (Familiaris consortio 84, pág. 37)”. Convencimiento –cabe coincidir– que suelen compartir los pastores de almas, de acuerdo a la experiencia común. Sigue: “¿Podemos en la situación actual dar por supuesto que los esposos comparten la fe en el misterio definido por el sacramento y comprenden y aceptan realmente las condiciones canónicas para la validez de su matrimonio? La praesumptio iuris (presunción de derecho) de la que parte el derecho canónico, ¿no es, quizás, muchas veces una fictio iuris?” (“ficción de derecho”, pág. 38).

Estas preguntas merecen algunas acotaciones: resulta un hecho ampliamente aceptado que muchísimos bautizados contraen matrimonio sacramental a veces con una pobrísima noción, por no decir nula, de lo que están haciendo, y por lo general sin “una muy cuidada catequesis”. Lo que da a pensar, en consecuencia, que muchas de esas uniones no serían matrimonios reales sino que estarían viciados de nulidad en su origen.

Dentro de la pastoral del matrimonio y de la familia debiera ponerse especial énfasis en la catequesis de la preparación al matrimonio, que debiera ser “muy cuidada”, en palabras del propio Kasper. Con ello se solucionaría dentro de la más estricta ortodoxia es decir, dentro de la más exquisita caridad evangélica, una buena parte del problema. Sin embargo, no se advierte (a juicio de quien esto escribe) que la energía se dirija a proveer a esta solución. ¿Quedará entonces el grave defecto señalado como el mero reconocimiento de una carencia? ¿Quedará la reiteradamente reconocida necesidad de mejorar la preparación al matrimonio como expresión de deseos?

Continúa Kasper refiriéndose al proceso eclesiástico de nulidad matrimonial: “(…) ¿Es verdaderamente posible decidir si una persona ha actuado bien o mal en segunda y tercera instancia únicamente a partir de unas actas, es decir, de unos papeles, pero sin conocer la persona y su situación? (…) Sería erróneo buscar la solución del problema exclusivamente en una generosa ampliación del proceso de nulidad matrimonial” (pág. 39).

El cuestionamiento que hace Kasper a las limitaciones del proceso de nulidad matrimonial (decidir…en base a papeles), alcanza al supuestamente estricto régimen actual. Lógicamente, una “generosa ampliación” del mismo mantendría tales defectos. Pero hay una razón importante, a juicio del autor, para descartar la conveniencia de tal ampliación, pues con ella “(…) se crearía la peligrosa impresión de que la Iglesia procede de un modo deshonesto al conceder dicha nulidad en casos en los que se trata en realidad de auténticos divorcios” (pág. 39).

Pero entonces ¿es que no se puede pensar en una mejora cualitativa del procedimiento de nulidad, donde no se decida sólo en base “a papeles”? ¿No se puede mejorar sustancialmente su accesibilidad, inclusive con relación a los aspectos económicos implicados, en el espíritu que ha puesto de manifiesto recientemente el Romano Pontífice a los magistrados de la Rota Romana? ¿No se resolvería así otra buena parte del problema sin faltar a la ortodoxia ni a la caridad?

Aquellos que se casaron sólo en apariencia pero no realmente (el supuesto de nulidad) en rigor no necesitan la pastoral de la tolerancia, sino la información y el acompañamiento adecuados y la puesta a disposición de los medios idóneos para poder acceder al proceso de nulidad y quedar así formalmente liberados del (aparente) compromiso matrimonial. ¿Cuántos hermanos se encuentran en esta situación y no lo saben? ¿Cuántos carecen de la información ¡y de la catequesis! más elemental al respecto? ¿Cuántos carecen de los medios y de la accesibilidad al proceso canónico?

Segunda situación.

“(…) matrimonio rato y consumado entre bautizados, donde la comunión de vida matrimonial se ha roto irremediablemente, y uno o ambos cónyuges han contraído un segundo matrimonio civil” (pág. 39).

Se trata indudablemente de un matrimonio sacramental válido y por ende, indisoluble. Esta, a juicio de Kasper es una situación “bastante más difícil”. Y es a ella que el autor dirige sus afanes en pos de una respuesta y de lo que considera una solución.

Con lo expuesto hasta aquí, se podría sintetizar así la respuesta de Kasper: “Sin contradecir el principio evangélico de la indisolubilidad del vínculo y el carácter adulterino de la nueva unión, ni habilitar deshonestamente el divorcio a través del proceso de nulidad; sin desistir de la nueva unión civil, dadas determinadas condiciones, tras un período de penitencia, bajo discernimiento pastoral, se podría acceder al sacramento de la Penitencia y luego, al de la Eucaristía.

Corresponde analizar, en primer lugar, dichas condiciones, y luego verificar si es posible hacerlo sin contradecir el precepto evangélico. Kasper vierte las siguientes argumentaciones a continuación:

– Si las personas en situación de adulterio pueden recibir la comunión espiritual, ¿por qué no pueden recibir también la comunión sacramental?”. Si los “(…) remitimos a la vía de la salvación extrasacramental, ¿no ponemos tal vez en entredicho la fundamental estructura sacramental de la Iglesia?  Preguntándose aún: “¿Para qué sirven entonces la Iglesia y sus sacramentos?”.

– Sugiere que se podría estar instrumentalizando a la “persona que sufre y pide ayuda” al constituirla como un “signo de advertencia para los demás” (pág. 40).

– La referencia a la Iglesia primitiva donde habría existido al respecto a su juicio “una pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia…”.Una pastoral comprometida con un fino discernimiento espiritual.

– Luego acude al Credo (pág. 42): “(…) para quien se ha convertido el perdón es siempre posible. Si lo es para el asesino, también lo es para el adúltero…”.

Sobre estos planteos se volverá luego.

4. Análisis de las condiciones para recibir la comunión sacramental y su recepción en la relatio postsinodal.

Se analizarán aquí los contenidos de las “condiciones” que para Kasper serían habilitantes de la comunión sacramental para las personas divorciadas en segunda unión civil, a fin de apreciar en primer lugar si tales condiciones están bien definidas. Se analizará luego (4.2.) la recepción que las tesis del cardenal Kasper han tenido en el pasado Sínodo Extraordinario sobre la Familia, conforme surge de la Relatio postsinodal.

4.1. Exposición textual y glosa de las condiciones.

Si un divorciado vuelto a casar”…

Convendría hacer una precisión terminológica a fin de evitar que con el fenómeno conocido como “deslizamiento del sentido” de las palabras pudieran verse afectados sus significados reales.

La primera condición fáctica transcripta, que proporciona nada menos que el sujeto de toda la construcción argumental, es notablemente imprecisa, porque hace referencia a dos realidades del ámbito civil, en tanto que, en lo que aquí interesa (lo religioso) ni existe divorcio ni “vuelta a casar” habilitada por aquel. La formulación debería utilizar términos apropiados. Porque si un “divorciado” no hubiese contraído nunca matrimonio sacramental, no interesaría en la materia en análisis.

Además no debería facilitarse una equiparación, aún inconsciente, del matrimonio civil al sacramental, ni por su naturaleza y efectos claramente diferenciados, ni por la precariedad institucional a la que devino este último. Si bien aquí la palabra “matrimonio” a secas no puede sino corresponder al sacramental, es tal la contaminación del lenguaje que para mayor claridad en estas glosas se hablará de matrimonio sacramental y asimismo, de matrimonio civil o nueva unión civil.

Debería pues reformularse como sigue esta condición que determina el ámbito personal de aplicación de lo que, como se verá, quiere ser una norma. Si bien se pierde algo concisión, se evita algo peor, que es la confusión:

Si quien está vinculado por matrimonio sacramental, se casa civilmente con otra persona”…

“1) se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio;”

Siguiendo con la inquietud anterior, cabe precisar que no hay en este caso un “primer” matrimonio; sino un “único matrimonio” sacramental. El “segundo” no tiene una mera diferencia ordinal, sino esencial: hay un único matrimonio religioso que subsiste en vida de los cónyuges, en tanto que en el ámbito civil la secuencia es matrimonio, divorcio, nuevas nupcias.

La condición transcripta es más amplia que la que diera Kasper en su exposición inicial (cónyuge “abandonado” sin culpa). Porque si se tratara de un inocente, ¿de qué debería arrepentirse con relación a la separación? Esta condición, entonces, describe el caso seguramente más frecuente de culpas compartidas; ¿alcanzaría también al cónyuge “responsable único” de la ruptura de la convivencia? Ahora bien, ¿en qué consistiría la reparación de la falta para que se configure cabalmente el arrepentimiento?

Por otra parte, ¿se limitaría el criterio de tolerancia pastoral a una sola oportunidad? ¿Qué respuesta se daría cuando una persona que sufre y pide ayuda “se convierte” o quiere convertirse, en una tercera o ulterior unión civil?

“2) si ha cumplido con las obligaciones del primer matrimonio y ha excluido definitivamente la vuelta atrás;

La primera parte de esta condición hace referencia al que no es culpable del fracaso del matrimonio sacramental (supuesto del cónyuge inocente). Porque si hubiese cumplido cabalmente sus obligaciones no podría ser corresponsable del fracaso matrimonial. En tal interpretación ¿los cónyuges con culpas compartidas en la separación o el culpable único quedarían in limine fuera de la pastoral de la tolerancia? Puede advertirse así una contradicción entre la primera y la segunda condición, ya que aquella parece comprender a quienes tienen de qué arrepentirse y esta, a quienes han cumplido con sus obligaciones.

¿O bien la condición se refiere al incumplimiento de obligaciones subsistentes del matrimonio sacramental, ya producida la separación? Como por ejemplo, haber dejado al cónyuge en la indigencia (la víctima habitual es la mujer que postergó su propia seguridad económica por la crianza de los hijos); o el comportamiento de negligencia o abandono del progenitor ante las necesidades materiales, afectivas y espirituales de los hijos del matrimonio sacramental. No son temas menores para quedar en la indefinición.

Aquí se da un ejemplo de deslizamiento de sentido: en la referencia a cumplir las obligaciones del “primer matrimonio”, daría la impresión que hay obligaciones equivalentes entre el “primer” y el “segundo” matrimonio; pero si se hiciera referencia a cumplir con las obligaciones de un (único y vigente) matrimonio sacramental, surge que la principal obligación positiva subsistente es la de fidelidad, y consecuentemente, la prohibición del adulterio.

Con relación a la exclusión de la “vuelta atrás”, cabe advertir que se trata de una disposición del fuero interno, de imposible verificación. Ahora bien, cuando uno de los cónyuges del matrimonio sacramental no ha excluido en el fuero interno la posibilidad de la reconciliación; es más, reza y espera que dicha reconciliación se produzca; no obstante, el otro cónyuge en forma unilateral mediante su subjetiva exclusión de la “vuelta atrás” ¿quedaría habilitado para el acceso a la pastoral de la tolerancia? ¿Carecería de incidencia en la configuración de la condición en análisis la santa intención de tantas mujeres (quien esto escribe no conoce más que casos de mujeres) que mantienen su compromiso matrimonial? ¡Inclusive hasta el final! ayudando a bien morir al cónyuge culpable de abandono.

 2) bis:Si siendo inocente de la separación depende por el bien de los hijos de una nueva relación y de un matrimonio civil. En este número se incluye la situación fáctica señalada por Kasper en otro lugar (pág. 36).

Los términos utilizados, “dependencia”, “por el bien de los hijos” tienen fuertes connotaciones capaces de provocar el deslizamiento de sentido. La “dependencia” ¿estaría refiriéndose a una constricción moral o material de tal envergadura, que anularía la libertad de la persona? ¿En base a qué criterio objetivo se definiría esta “dependencia” para configurar la condición? Finalmente, ¿existe para el autor una diferencia cualitativa en orden a que la “nueva relación” se formalice mediante el matrimonio civil?

Si bien la permanencia en soledad es –objetivamente– una situación de carencia, esta puede superarse en contextos ajenos al de la formación de una nueva pareja, fundamentalmente mediante el auxilio de la familia y de la fraternidad cristiana. Lo que pide la moral católica es no incurrir en situación de adulterio, no pide específicamente permanecer “solos”.

Luego ¿cómo se definiría “el bien de los hijos” para cumplir esta parte de la condición? En la cualificación de “bien” para los hijos, siendo que el presente debate se da en el seno de la Iglesia, es indudable que deberían tenerse en cuenta solamente los criterios de la moral católica, como por ejemplo, que la salvación es el mayor bien posible, y que es superlativamente bueno dar el ejemplo a los hijos de llevar una vida en gracia en circunstancias difíciles. Ahora bien, por los mismos términos en que se plantea esta condición, ¿se estaría sugiriendo que podría haber bienes equiparables o superiores a los nombrados? como por ejemplo, los afectos en el seno de la nueva situación familiar, la estabilidad económica y social, etc.

Seguramente para la moral “promedio” de Occidente (utilizando un criterio “sociológico”) los últimos bienes mencionados desplazarían a los anteriores. Sin desconocer la importancia de estos, cabe concluir en la necesidad de definir claramente en el debate de la admisión a la Eucaristía, cuál es el sistema moral que se aplica como premisa del juicio prudencial, caso contrario el contenido de esta condición será definido en cada caso con criterios absolutamente subjetivos.

Por experiencia común se conoce que no pocos separados acuden a una nueva unión civil por motivos “de realización personal”, egoístas en mayor o menor medida, en la que el bien de los hijos habidos en el matrimonio sacramental no ha sido ni de cerca lo determinante de la decisión. Lo cierto es que más allá de las intenciones, en la mayor parte de los casos, los hijos del matrimonio viven como una tragedia la separación de los padres, convirtiéndose muchas veces en “huérfanos del divorcio” y exponiéndose a carencias de todo tipo que se proyectan hacia el resto de sus vidas.

Sin perjuicio de que la pastoral de la familia debiera priorizar todo lo bueno que tiene el matrimonio vivido cristianamente aún en medio de las dificultades, también debería reconvenir fuertemente la conducta de los católicos que consideran la separación como “una opción posible”, disponible dentro de un menú de posibilidades; exhortándolos a hacer mucho más que lo humanamente posible para honrar el vínculo. La clemencia y la indulgencia deberían aplicarse prioritariamente a evitar los “huérfanos del divorcio”.

Porque nunca será suficientemente enfatizado que el bien de los hijos en la inmensa mayoría de los casos, pasa por la normalmente ardua (y a veces heroica) fidelidad de sus padres al vínculo. Los supuestos en que la separación es verdaderamente necesaria “por el bien de los hijos” son, pues, reales pero minoritarios.

En definitiva, lo más frecuente es que “el bien de los hijos” –habidos en el matrimonio sacramental–no haya sido la motivación al principio de la nueva relación que desemboca en la segunda unión civil. Con lo cual la condición de “casarse por el bien de los hijos” apelando a los criterios relativos de la moral promedio, prácticamente se verificaría en casos excepcionalísimos.

Porque en el ámbito de la moral católica ningún bien relativo puede compararse con la vida de gracia, sin mencionar dos axiomas de la moral católica, como son “no se puede hacer un mal para conseguir un bien” y “el fin no justifica los medios”.

“3) si no puede abandonar, sin incurrir en nuevas culpas, los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil;”

Resulta complicada la inteligencia de esta condición: “incurrir en nuevas culpas”, ¿Cómo se configurarían estas? ¿Puede la conducta de “permanecer en la relación adulterina” ser inmoral y la contraria, la de  “discontinuar la relación adulterina” también? ¡El universo de la Fe no podría ser tan incoherente! Quizás la dirección de la respuesta sea que una culpa se da dentro del sistema moral de la doctrina católica y la otra se da dentro de lo que se podría denominar “la moral promedio”. Lo que se daría, entonces, es un choque de creencias morales distintas.

Ahora bien, ¿a qué compromisos hace referencia esta condición? Sin duda existen compromisos de naturaleza jurídica asumidos en la unión civil esencialmente precarios, visto la facilidad de disolución del vínculo. Pero también existen compromisos morales originados en la segunda unión civil. Sin duda el más importante es el amor debido a los hijos habidos en la segunda unión. En algunos casos podría plantearse un conflicto moral, pero para su resolución, que la tiene, debería definirse qué sistema moral proveerá las respuestas.

Cabe preguntarse si para la operatividad de la pastoral de la clemencia sería requisito sine qua non la celebración de un matrimonio civil, ¿no la habilitaría una unión de hecho?

“4) si se esfuerza, sin embargo, por vivir del mejor modo posible su segundo matrimonio a partir de la fe, y educar en ella a sus hijos;

Ya se dijo más arriba que es impreciso hablar de “primer matrimonio” Por lo tanto también lo es referirse a un “segundo matrimonio”. Es, en todo caso, una nueva unión civil. Esta condición parte de la base de que “no es posible” discontinuar la convivencia del nuevo matrimonio civil (pendiente el vínculo sacramental) lo que ya fuera tratado en el número precedente.

Nuevamente se está ante supuestos de muy difícil comprobación objetiva e imposible armonización doctrinaria. ¿En qué consiste “el mejor modo posible” de vivir las exigencias de la fe cuando esta virtud teologal resultaría fraccionada? Es decir, en parte se sigue la exigencia de la Fe (educar cristianamente a los hijos) y en parte se la deja de lado (cometer adulterio y dar un mal ejemplo a esos hijos). Porque debe asumirse que el mejor modo “posible” llevaría siempre implícito –para la pastoral de la tolerancia– el no discontinuar la situación de adulterio.

¿Sería requisito de esta condición la existencia de hijos? Ya sea del matrimonio sacramental o de la segunda unión. ¿Cuál sería la pastoral en el supuesto de inexistencia de hijos? Y esto aplicado al matrimonio sacramental, o a la nueva unión civil, o en el caso de ambos supuestos.

“5) si siente deseo  de los sacramentos como fuente de fuerza en su situación;

Nuevamente se está ante una cuestión del fuero interno. El deseo es la apetencia humana por algo susceptible de disfrute. La satisfacción de un deseo se traduce siempre en un estado de bienestar, en una “consolación” (en el lenguaje de los místicos). Pero la Presencia real no es un bien útil o instrumental, cuya razón de ser y finalidad sea llevar bienestar o consolación a quien la posee. La Eucaristía es un bien en sí mismo, es el Sumo Bien y el Sumo Don. Por ello es objeto de adoración y de devoción.

Es procedente plantear aquí, que la recta perspectiva de abordaje de la cuestión es la de Jesús Sacramentado. El Señor en las especies eucarísticas ha querido hacerse Presencia y Alimento sobrenatural. El goce, la consolación de comulgar, no hacen a la esencia del Sacramento, sino que es un don “adicional” del Señor para con la afectividad de quien lo recibe. La alegría de la comunión sacramental es la consecuencia natural para el alma de quien se alimenta con el Cuerpo de Cristo en las debidas condiciones. Es importante entonces no mediatizar la Eucaristía, no rebajarla a un mero bien instrumental, para pasar un mal momento, o como dice la condición “como fuente de fuerza en su situación”.

¿Pueden acaso servir los sacramentos como fuente de fuerza para mantener aquella situación que está calificada por el adulterio? ¿No resulta esto una contradictio in terminis? La comunión sacramental, ¿le daría fuerzas al hermano que vive en adulterio para dolerse más conscientemente, más profundamente, más permanentemente de sus faltas en el matrimonio, así como de su actual situación existencial de pecado, sin siquiera plantearse una verdadera conversión? ¿No resultaría esto (con perdón de la expresión) una especie de “sadismo”? ¡Justamente cuando el arrepentimiento y el perdón sacramental debieran llevar al pecador a la paz y la alegría propias del que ha sido sanado y reconciliado en Cristo!

¿Las condiciones son enunciativas o taxativas? Ahora bien, observando el conjunto de las condiciones ya glosadas, ¿la pastoral de la tolerancia requiere que se verifiquen todas juntas? ¿Existen condiciones esenciales y otras aleatorias?

En conclusión, dadas estas condiciones, se plantea Kasper: ¿Debemos o podemos negarle, después de un tiempo de nueva orientación (metánoia), el sacramento de la penitencia y, más tarde el de la comunión?”. Notoriamente el autor induce a pensar que no se le debería ni podría negar.

4.2. La recepción en la Relatio postsinodal de la propuesta de Kasper.

Es de fácil constatación que la Relación (Relatio) del pasado Sínodo Extraordinario sobre la familia ha dado generosa cabida a las tesis del cardenal Kasper, quien ha dispuesto del tiempo suficiente para la lectura de El Evangelio de la Familia en el aula sinodal en pleno.

Se transcribe el N° 52: “Se ha reflexionado sobre la posibilidad de que los divorciados vueltos a casar accedan a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Varios padres sinodales han insistido a favor de la disciplina actual debido a la relación constitutiva entre la participación en la Eucaristía y la comunión con la Iglesia y su enseñanza sobre el matrimonio indisoluble. Otros se han expresado a favor de una recepción no generalizada a la mesa eucarística, en algunas situaciones especiales y bajo condiciones bien precisas, sobre todo cuando se trata de casos irreversibles y relacionados con obligaciones morales para con sus hijos que padecerían de lo contrario sufrimientos injustos. El eventual acceso a los sacramentos debería ir precedido de un camino penitencial bajo la responsabilidad del Obispo diocesano. Sigue siendo profundizada la cuestión, teniendo bien presente la distinción entre la situación objetiva de pecado y las circunstancias atenuantes, ya que “la imputabilidad o la responsabilidad de una acción pueden disminuir o incluso desaparecer por diversos ‘factores psicológicos o sociales’ ” (Catecismo de la Iglesia Católica, N°1735).

No se realizará aquí una exégesis de este punto de la Relatio, sino simplemente, se dirá que este texto se limita a constatar la existencia de dos posiciones entre los padres sinodales respecto de la materia en tratamiento. La primera consiste en la disciplina “actual” de la Iglesia (que es constante y unánime en el Magisterio pontificio) y la segunda es precisamente la que el cardenal Kasper promueve que,además de novedosa, busca la configuración y convalidación de una excepción al principio establecido por la disciplina actual. Es válido hablar de la configuración de una excepción al principio, dado que se manifiesta “(…) a favor de una recepción no generalizada a la mesa eucarística, en algunas situaciones especiales y bajo condiciones bien precisas”.

Pues bien, cabe decir que ni fueron bien definidas las características especiales de tales situaciones, ni fueron precisadas las condiciones de las que dependen. Seguro que no en la obra de Kasper, tal como lo demuestran los numerosos interrogantes expuestos en el capítulo precedente. Ello a pesar de que en su Epílogo de El Evangelio de la Familia el autor expresa: Aunque no sea posible y ni siquiera deseable una casuística habría que proporcionar y anunciar públicamente los criterios vinculantes. En mi informe he tratado de hacerlo” (pág. 60). Pues en el estado actual de la cuestión, a juicio de quien esto glosa, las “condiciones bien precisas” son tan sólo una expresión de deseo. Por eso llama la atención que la Relatio recepte en pie de igualdad –aunque al sólo efecto de la indicación de las posturas diversas que se vertieron en el aula– la disciplina constante y la propuesta innovadora, que se presenta tan deficientemente configurada.

¿Sería posible en estos casos la supresión de la imputabilidad y de la responsabilidad? El N° 52 de la Relatio en su parte final expresa: “(…) Sigue siendo profundizada la cuestión, teniendo bien presente la distinción entre la situación objetiva de pecado y las circunstancias atenuantes, ya que la imputabilidad o la responsabilidad de una acción pueden disminuir o incluso desaparecer por diversos ‘factores psicológicos o sociales’ ” (Catecismo de la Iglesia Católica, N°1735). ¿Es posible acaso que se logre que “desaparezca” la imputabilidad de quienes se encuentran en la situación objetiva de pecado de adulterio en base a esta consideración del Catecismo?

La respuesta del Catecismo no deja lugar a dudas: “Todo acto directamente querido es imputable a su autor” (Catecismo, N°1736). La lectura del texto completo del N°1735 permite comprender mejor la relación entre este principio moral básico y las situaciones atenuantes y eximentes: “La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas u otros factores psíquicos o sociales”. Sin pretender hacer una exégesis exhaustiva, puede verse que se recepta un arco de posibilidades, que van desde una leve disminución de la responsabilidad hasta su total supresión.

Dependerá en cada caso particular de cuánto se ha afectado el libre albedrío de quien obra. Por cierto, para ello la ignorancia (que también admite grados) es un factor fundamental a tener en consideración.

La responsabilidad, entonces, puede disminuir cuando los factores conductuales (hábitos, afecciones desordenadas), psíquicos o sociales, ocasionan una deficiente comprensión del acto que se realiza y/o limitan en medida diversa la libertad. Pero sólo en caso de pérdida total de la comprensión del acto y/o de la libertad, se verificaría la supresión de la imputabilidad y por ende, de la responsabilidad del agente. Entonces para que los divorciados que han contraído una segunda unión adúltera pudieran ser inimputables, deberían encontrarse en la ignorancia total de lo que están haciendo, o bien permanecer en su situación bajo una total anulación de su libertad.

Lo antedicho pone de manifiesto la inconsistencia de profundizar en la cuestión, dado que por definición la “vía para pocos” que Kasper propicia requiere un muy cercano acompañamiento pastoral de cada persona (“tratar cada caso en particular con discretio, discernimiento espiritual, sabiduría y sensatez pastoral”) y tras una ardua etapa penitencial, arribar finalmente a la “conversión”. ¿Cómo podría un bautizado en este contexto pretextar una ignorancia y falta de libertad tales que suprimirían su imputabilidad y su responsabilidad respecto del pecado de adulterio?

“Todo acto directamente querido es imputable a su autor”. Por ello la Iglesia es maternal con el hermano que, manteniendo el vínculo sacramental, se encuentra en situación de nuevas nupcias civiles, al acompañarlo cercana y fraternalmente y encomendarlo a la misericordia de Dios, asumiendo la realidad de que a esta situación se llega no pocas veces en contextos muy difíciles, en circunstancias irrepetibles, donde posiblemente se hubieren configurado atenuantes a su plena responsabilidad. Quizás más le valdría a alguno permanecer en la ignorancia, antes que tener un muy cercano acompañamiento pastoral para tener clara conciencia de la gravedad de su pecado pero considerarse liberado de toda “vuelta atrás” y a la vez, creerse en plena comunión con Cristo.

Las necesarias profundizaciones: El N° 53 de la Relatio expresa: “Algunos Padres han argumentado que las personas divorciadas y vueltas a casar o convivientes pueden recurrir fructíferamente a la comunión espiritual. Otros padres se han preguntado por qué entonces no pueden tener acceso a la comunión sacramental. Es necesaria por tanto una profundización del tema que pueda poner de manifiesto las peculiaridades de las dos formas y su relación con la teología del matrimonio.”

Análogas consideraciones merece este punto. Constata la existencia de dos posiciones. La postura “innovadora”, evidentemente, recepta la opinión de Kasper, que ya fuera mencionada. Se hará una breve consideración al respecto en el punto 6.

‘Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: “Nosotros amamos a Dios porque Él nos amó primero” (1 Jn 4,19), del Mensaje del papa Francisco para la Cuaresma de 2015.

5. Crítica de la propuesta de Kasper en sus aspectos sustanciales y formales.

Existen diversos aspectos a analizar respecto de la propuesta del autor.

Uno es el relacionado con la falta de delimitación de los hechos constitutivos de las condiciones que habilitarían la excepción a la regla, tal como lo han puesto de manifiesto los interrogantes que mereciera el capítulo anterior (cfr. 4.1.), lo cual constituye per se un defecto de graves consecuencias.

Dos, si es admisible que, al mismo tiempo que no se contradice en el plano de la teoría la doctrina moral del matrimonio, no se la tenga en cuenta en la praxis pastoral.

Y tres, lo más importante. Que debe darse respuesta a la cuestión de fondo; esto es, si el principio evangélico admite excepciones sin desvirtuarse. Se comenzará por este último aspecto.

El Evangelio no es solo una ley, no puede reducirse a tal cosa. Pero es indudable que tiene contenidos normativos, que son los preceptos del Señor. Preceptos que integran el depósito de la fe como parte constitutiva, no disponible. La Iglesia enseña sobre ellos (doctrina) y también en uso de su potestad, podría decirse, “reglamenta” los mandatos del Señor, y sólo en la medida de lo necesario, en orden a precisar sus alcances, establece algunas formalidades, fija disciplinas de administración, y propicia criterios pastorales para su aplicación, pero siempre cuidando de “guardar” las palabras del Señor es decir, de cumplirlas, de ponerlas en obra.

Según criterios elementales de sentido común, receptados por la Ciencia jurídica, la norma inferior debe adecuarse a la norma de jerarquía superior, tanto en sus aspectos formales como sustanciales. Caso contrario estaría confrontándola, ignorándola o desvirtuándola. En los siguientes puntos se intentará –con temor y temblor– exponer las palabras del Señor y luego, cómo la Iglesia propicia ponerlas en obra mediante la disciplina y la pastoral vigentes, y de la misma manera, cómo se quiere hacer lo propio mediante la propuesta innovadora de la que se ocupa Kasper.

5.1. La respuesta del Evangelio: “Oísteis que fue dicho: no cometerás adulterio” (Mt 5, 27).

La realidad inefable del matrimonio sacramental se expresa con autoridad en las palabras del Señor dirigiéndose a los fariseos: “Él respondió y dijo: no habéis leído que el Creador, desde el principio, ‘varón y mujer los hizo’ (…) De modo que ya no son dos, sino una sola carne, ¡pues bien! ¡Lo que Dios juntó, el hombre no lo separe!” (Mt 19, 2-5)

En varios pasajes de la Escritura se menciona al adulterio como uno de los pecados graves que ofenden a Dios. Se trata de una de las conductas que deben evitarse para llegar al Reino. Al joven rico “Jesús le dijo: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio” (Mt 19, 18). Se trata, claramente, de un precepto prohibitivo.

Ahora bien, el Señor (a diferencia de otras conductas prohibidas: robar, matar, dar falso testimonio) ha enseñado cómo se “tipifica” el adulterio: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio” (Lc 16, 18)

“Quien repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si una mujer repudia a su marido y se casa con otro, ella comete adulterio” (Mc 10, 11)

Por eso dice con verdad san Pablo (1 Cor 7, 10-11): “Cuanto a los casados, precepto es no mío sino del Señor, que la mujer no se separe del marido, y de separarse, que no vuelva a casarse o se reconcilie con el marido y que el marido no repudie a su mujer”.

También, sugestivamente, a diferencia del robo, del homicidio y del falso testimonio, el Señor muestra en la Escritura un caso particular de ejercicio de la misericordia cuando perdona a la mujer adúltera, a quien despide diciéndole: “Vete, desde ahora no peques más” (Jn 8, 1-11).

Del mismo modo, específicamente con relación al vínculo matrimonial, ha sido explicitado en la Escritura que no hay autoridad humana que pueda “desatar” esa unidad: “Que no separe el hombre lo que Dios ha unido”.

Así reza la Iglesia en la Misa de Esponsales (2° oración de la bendición nupcial) “(…) oh Dios, que consagraste la unión conyugal con un Sacramento tan excelente, que has hecho de la alianza nupcial un símbolo de la unión sagrada de Cristo con su Iglesia; oh Dios, por quien la mujer se casa con el hombre, y esta sociedad conyugal, la primera que fue instituida, con tal predilección fue por Ti bendecida, que es la única que no se anuló, ni como consecuencia del pecado original, ni del diluvio (…)”

La Providencia ha querido, pues, dar especial claridad y énfasis a la enseñanza sobre el vínculo matrimonial y sobre el adulterio, cuya ocurrencia injuria gravemente (aunque sin destruir) la unión que Dios ha querido sea símbolo de Su amor a la Iglesia. La prohibición del adulterio, pues, es absoluta y no prevé ninguna excepción.

¿Qué duda cabe que esta conducta implica una elección que produce una ruptura en la Comunión con el Señor? Enseña san Pablo: Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor (…) pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación” (en 1 Cor 11, 27-27).

5.2. El precepto evangélico no admite “excepciones”.

Kasper no controvierte el principio de indisolubilidad; entiende que la Iglesia “no puede proponer una solución diferente o contraria a las palabras de Jesús. La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del otro cónyuge forman parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia, que no puede abandonarse o disolverse remitiéndose a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio” (pág. 36). La parte final de esta aseveración merece una especial atención: la tradición de fe vinculante “no puede abandonarse o disolverse remitiéndose a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio.”

Pero para el autor, la tradición de fe vinculante ¿podría abandonarse o disolverse remitiéndose a una “comprensión profunda” de la misericordia? ¿No sería acaso en la pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia donde se manifestaría tal comprensión profunda? Para la cual, aun existiendo matrimonio sacramental (y por ende no siendo posible un nuevo matrimonio durante la vida del otro cónyuge) aquel cónyuge en segunda unión civil que ha transitado la vía penitencial de la pastoral de la tolerancia, podría acceder a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.

Para Kasper, pues, el cónyuge que está conviviendo en una segunda unión civil en tanto se mantiene el vínculo sacramental, podría recibir el perdón sacramental y comer el Cuerpo de Cristo. ¿Cómo entonces fundamenta el abandono de lo que denomina “tradición de Fe vinculante de la Iglesia”? Si el Señor expresó una prohibición absoluta, sin excepciones y así lo entendió el Magisterio pontificio en todos los siglos.

En síntesis: los criterios pastorales vigentes de no conceder la absolución sin firme propósito de enmienda; y de no administrar la Eucaristía a quien se encuentre en estado de pecado mortal, resultan la aplicación inevitable del precepto evangélico de “guardar” la palabra de Dios. Pero para la pastoral de la tolerancia el criterio vigente sería “suspendido” en casos supuestamente puntuales, de manera que en tales casos no se guardaría la Palabra. La enseñanza de la moral católica concluyente en orden a que los preceptos morales negativos de la ley divina positiva obligan “semper et pro semper”, es decir no admiten excepción en ningún caso concreto. Quien quiera reconciliarse con Cristo no puede ni debe perseverar en el adulterio.

La pastoral de la tolerancia pretende incorporarse como disciplina vigente en calidad de “norma de excepción” ¿Cómo intenta fundamentar Kasper aquella contradicción? Se repasarán sintéticamente dichos fundamentos:

  1. a) porque en ciertos casos puntuales implicaría una carga demasiado pesada, por ende injusta, para el que sufre y pide ayuda (se recurre para ello a la oikonomía, y/o a la epicheía y/o a la prudencia en la aplicación de la norma), por lo que en estos casos no se aplicaría el criterio previsto en la doctrina tradicional;
  2. b) por la atenuación de la responsabilidad, hasta su supresión, en virtud de las circunstancias que pudieren afectar en diversos grados el conocimiento o la voluntariedad del acto (argumento del N° 52 in fine de la Relatio postsinodal);
  3. c) por la posibilidad de desarrollar dos tradiciones paralelas; una sería la “principal” (la disciplina de los sacramentos sostenida por el magisterio pontificio) y otra la “divergente”, que sería la originada en la praxis de algunas Iglesias particulares en los primeros tiempos del Cristianismo donde habría surgido según Kasper la pastoral de la tolerancia. Para este autor existen signos contemporáneos que indicarían un retorno a aquel espíritu pastoral, que habría que profundizar (pág. 37), aspecto sobre el que se volverá en el N° 6.

Kasper, como se viera, intenta transitar las respuestas precedentes utilizándolas, en una exposición asistemática, como argumentos complementarios.

5.3. ¿Pueden estar en conflicto la Verdad y la Misericordia?

El precepto “no cometerás adulterio” es constitutivo de la moral cristiana, y es la expresión prohibitiva de una conducta contraria a la sacralidad del matrimonio. La unión entre los cónyuges es indisoluble, como la unión entre Cristo y su Iglesia. Por consiguiente, los cónyuges deben abstenerse de toda conducta contraria a aquello que Dios ha unido, tal como lo es por antonomasia el adulterio. Los términos imperativos del precepto prohibitivo, no obstante, no anulan la esencial libertad de la persona. Ahora bien, ¿puede la Verdad del Evangelio entrar en conflicto con la Misericordia, que también es constitutiva del mensaje evangélico? Ciertamente no en Cristo, que perdona a la mujer adúltera y le manda “Vete, desde ahora no peques más”.

El cardenal Mauro Piacenza enseña acerca de la “coinherencia” entre verdad y misericordia: “Precisamente porque la misericordia y la verdad no son primordialmente ideales a los que nos avenimos –o ideales platónicos que contemplamos– y que por el misterio de la Encarnación se han convertido en realidades tangibles, visibles y capaces de ser oídas, a través del encuentro personal con Cristo, el Logos hecho carne –continúa el cardenal– es posible afirmar que lo que ocurre en el Sacramento de Reconciliación es, en cierta manera, el encuentro supremo con la misericordia ofrecida por Dios al hombre, y de la verdad del hombre y su relación con Dios que está llamado a reconocer”.

“(…) En el cristianismo la misericordia y la verdad son coinherentes, inseparables, a tal punto que podemos decir que son idénticas. Podemos decir, parafraseando [el credo de] Calcedonia, que la misericordia y la verdad están unidas aunque no se confunden, y son distintas sin estar separadas”. En este sentido “la misericordia sin la verdad no es cristianismo y, a la misma vez, que la verdad sin misericordia tampoco es cristianismo”. (Lectio para sacerdotes germano-hablantes en la diócesis de Ausburgo).

Una misericordia que en forma flagrante contradice la Palabra implica una concepción “horizontal”, meramente humana, de misericordia. El camino de la misericordia es el que el Señor le indicara a la mujer adúltera. Los buenos pastores lo saben: la cercanía y el amor al pecador jamás podría desembocar en adulterar la propia Verdad ¡por el bien del propio pecador!

5.4. ¿La doctrina de la Iglesia y la praxis pastoral pueden separarse?

5.4.1.     El problema: ¿una pastoral independiente de la doctrina?

Kasper expresa con acierto la existencia de “un abismo entre doctrina y las creencias vividas por muchos”. Cabe preguntarse si –aceptando como irreversible este hecho– el papel de la doctrina debiera ser el de un marco de referencia ideal que se encuentra allá lejos, en el plano de las ideas pero no en el de la vida diaria. Como una “estrella polar” que guía desde lejos (en palabras de Stammler en referencia al Derecho Natural en su concepción idealista). Con este criterio ¿podría asumirse que “desde lejos”, del otro lado del abismo, puedan imponerse cargas muy pesadas para aquellos “que sufren y piden ayuda”? ¿Se justificaría en este contexto que la pastoral adquiriese una cierta independencia respecto de la doctrina?

El autor comentado, como se ha visto, no sólo no impugna, sino por el contrario reafirma, la doctrina sobre la indisolubilidad de matrimonio y sobre el pecado de adulterio que comete quien está casado sacramentalmente y forma una segunda unión civil. Podría decirse que no propone, entonces, un cambio doctrinario, aunque sí un cambio pastoral.

Pero resulta que el cambio pastoral propiciado contradice la disciplina de los sacramentos vigente en la Iglesia, sostenida invariablemente por los Pontífices por surgir expresamente de la Escritura. La disciplina, no es otra cosa que la aplicación de la doctrina y de criterios pastorales a las situaciones concretas. Lo que implica, entonces, que lo que está sugiriendo Kasper es que en algunos casos la doctrina “no se aplique”, que de una manera u otra, quede “en suspenso”. Pero ¿por qué razón? ¿Acaso por una comprensión profunda de la misericordia? Esta comprensión sería el común denominador de las razones expuestas en 5.2. (in fine) por las cuales el principio evangélico no se aplicaría.

Debe leerse con sumo cuidado, en este contexto, la proposición relacionada con las preguntas preparatorias del Sínodo: “Las preguntas que se proponen a continuación, con expresa referencia a los aspectos de la primera parte de la Relatio Synodi, desean facilitar el debido realismo en la reflexión de cada episcopado, evitando que sus respuestas puedan ser dadas según esquemas de una pastoral meramente aplicativa de la doctrina.”

Pues bien, como se verá en el siguiente subcapítulo, la pastoral necesariamente debe ser aplicativa de la doctrina. La proposición pide que no sea “meramente aplicativa”. Si queda claro lo anterior debería explicarse cuál es el sentido de la expresión “meramente”.

El interrogante con el que se abriera este número: “¿una pastoral independiente de la doctrina?”, debe ser respondido en forma negativa, ya que la doctrina es la enseñanza del Evangelio y su razón de ser y finalidad es precisamente iluminar la praxis pastoral. Además, no existe una praxis “independiente” de alguna doctrina o ideología o creencia. Entonces la praxis pastoral, o depende de la doctrina católica o depende de una creencia diferente. No hay independencia posible. Es fundamental discernir en este debate, si se están discutiendo propuestas de acción desde creencias originadas en ideologías o doctrinas ajenas al Evangelio.

5.4.2. La respuesta católica: Palabra, pensamiento y obra.

La mera invocación a una ortodoxia doctrinaria que reclama obediencia es algo que no suscita simpatías en el hombre contemporáneo. Más aún, si a la doctrina, en sus directrices de aplicación práctica, se la llama “disciplina”. Es cierto que la legalidad suele corromperse en “legalismo” y este en “ritualismo”. Y que nuestro Señor dedicó sus condenas más severas al fariseísmo, caracterizándolo como el cumplimiento hipócrita, estricto y mecánico de la letra de la ley en detrimento de su espíritu.

Pero ¿de qué doctrina se está hablando? Doctrina es, etimológicamente, “lo que se enseña”. La doctrina católica sobre el matrimonio pertenece al dogma. Inclusive las definiciones solemnes que pudiere proclamar el Sumo Pontífice sobre esta materia tendrían la nota de la infalibilidad por ser atinentes a cuestiones de fe y moral. No puede existir para el creyente falsedad ni incoherencia en todo aquello que integra el depósito de la Fe. Doctrina, sencillamente, es la enseñanza que surge de la Revelación, la verdad que Dios ha querido darnos a conocer sobre Él mismo y sobre el hombre y su destino eterno, que es transmitida por la Escritura y la Tradición apostólica, tal como la enseña la Iglesia, en fidelidad y por la autoridad recibida.

Kasper dice con verdad: El Evangelio “no es un código jurídico. Es luz y fuerza de vida, que es Jesucristo. (…) Sólo a su luz y en su fuerza es posible entender y cumplir sus mandamientos” (pág. 9). Es decir, no está lejos del hombre, como la estrella polar, es por el contrario su luz y su fuerza interior. No puede, entonces, imponer cargas imposibles de llevar. Porque lo que propone a la libertad del hombre, aunque a veces arduo, es conducente a un fin infinitamente superior. El propio Kasper expresa que “(…) a su luz y en su fuerza es posible entender y cumplir sus mandamientos”.

El abismo entre la doctrina y las creencias diversas de muchos bautizados puede salvarse mediante la luz y la fuerza del Evangelio “que en los hechos es lo que todos los Santos Padres y los teólogos han identificado –fundados en las mismas palabras de Jesús, en la explicitación paulina y en las cartas apostólicas– como “gracia”, ese don divino que capacita a cada hombre para la vida sobrenatural y que –de modo ordinario– se le comunica por medio de los sacramentos. Sin la gracia, por el solo esfuerzo humano, el acceso a lo divino sería imposible” (Pablo A. Marini, anotación a estas glosas)

La Palabra de Dios es perfecta. Existen claras referencias en la Escritura a la necesaria continuidad entre la doctrina y las obras. “Así pues, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, se asemejará a un varón sensato que ha edificado su casa sobre la roca” (Mt 7, 24). No poner en práctica la Palabra es, pues, insensato en grado sumo.

El Señor insiste, el guardar la Palabra (esto es, no adulterarla y obedecerla) inserta al hombre en el misterio trinitario: “Si alguno me ama, guardará Mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada. El que no me ama, no guardará Mis palabras; y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn 14, 23-24).

La secuencia, como la enseña el Señor es: primero la Palabra; que se oye y se guarda (“obedecer” está relacionado etimológicamente con oír: oboedire, de ob-audire). Entonces la Palabra –con la enseñanza de la Iglesia (doctrina) – ilumina el corazón y la inteligencia. Finalmente se la pone en obra. No hay solución de continuidad.

“Si conserváis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que Yo, habiendo conservado los mandamientos de mi Padre, permanezco en su amor” (Jn 15, 10).

5.4.3. La ley moral y la antropología de la libertad.

La persona humana tiene una condición constitutivamente teleológica. El hombre, capaz de conocer las cosas y de conducirse de acuerdo a su libre albedrío, se propone fines permanentemente y realiza elecciones. La libertad interviene tanto al momento de la elección de los fines como con ocasión de poner en marcha (o no) las conductas que dichos fines requieren. De modo que para obtener determinados fines, el ser humano debe (imperativamente) obrar de determinada manera, caso contrario no es posible obtenerlos. Aquí está en germen la estructura lógica de toda norma preceptiva de conducta. La normatividad pues, como la finalidad, son inherentes a la condición humana.

Entre las normas preceptivas de conducta, ciertamente, se encuentra la norma (o precepto, o ley) religiosa. Los preceptos divinos le son propuestos al hombre para que los acepte libremente. Pero se le advierte que, si opta por no cumplirlos, se aparta de su propio bien, al que lo convoca la Palabra de Dios.

Ciertamente para poder ser entendido y puesto en obra, todo mandamiento del Evangelio posee una estructura lógica normativa. La catequesis es la enseñanza de la doctrina por parte de la Iglesia, como Madre y Maestra, a fin de que el cristiano obre conforme a los preceptos del Señor. El precepto, entonces, “se propone” a la libertad de la persona. En consecuencia, la elección de una conducta diferente de la que el Evangelio ordena, tiene por efecto el segar la misma fuente de la luz y de la vida. Como puede verse, la Iglesia no pone “Palabra, dogma, doctrina” en una vereda y “conducta, praxis, vida”, en la opuesta: la Palabra es fuente de luz y de vida. De otro modo, la Palabra sería vacía o un objeto de museo.

No existe una praxis sin finalidad, aleatoria, por decirlo de alguna manera, que se aparta “porque sí” de la doctrina, sino que se trata de una praxis que en definitiva es coherente con otras “creencias” diversas a las evangélicas. Esas creencias, ciertamente, no conducen a Cristo y allí se encuentra el desafío del creyente.

Los discípulos preguntan: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo, pues, sabremos el camino?”. Jesús les replicó: “Soy Yo el camino, y la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por Mí” (Jn 14, 5-6).

5.5. Deficiencias técnicas de la norma propuesta y su proyección.

5.5.1. Carácter normativo de la propuesta de Kasper.

Dice este autor con el énfasis concluyente de un epílogo: “Aunque no sea posible y ni siquiera deseable una casuística habría que proporcionar y anunciar públicamente los criterios vinculantes. En mi informe he tratado de hacerlo.” (pág. 60).

Claramente, su propuesta busca tener un carácter normativo: una vez que los “criterios vinculantes” sean anunciados públicamente (no indica Kasper si lo haría el Santo Padre) se configuraría una norma (en tanto no contradigan la Fe revelada), aquella que establece la “vía para pocos”. Tanto el principio general como la excepción tendrían, pues, carácter normativo.

Ahora bien, parece contradictoria una afirmación previa que buscaría “diluir” la misma categoría conceptual: No existen los divorciados y vueltos a casar; existen (…) situaciones muy diversificadas de divorciados y vueltos a casar (…) Ni siquiera existe la situación objetiva, que se opone a la admisión de la comunión, sino que existen muchas situaciones objetivas bastante diferentes” (pág. 54) y también: “(…) no hay en el tema que nos ocupa una solución general para todos los casos (…) es preciso tomar en serio la unicidad de cada persona y de cada situación concreta (…) y decidir caso por caso” (pág. 55).

Pues bien, cabe responder, que siempre se decide caso por caso. De lo que aquí se trata es de saber cuál es el criterio para decidir esto es, cuál es la norma que se aplica a las diferentes categorías de casos. Porque en el tema en debate, como puede verse, las categorías posibles de situaciones no son “infinitas”. Las personas sí son únicas e irrepetibles, lo que no quiere decir que no existan conductas “típicas” que no puedan ser consideradas en las normas preceptivas, ¡si no, no existiría ningún mandamiento divino ni ley humana posible!

El propio Kasper dice: “Habría que proporcionar y anunciar públicamente los criterios vinculantes”.

Pues entonces está proponiendo una norma, que pretende agrupar una o varias categorías de casos en los que procedería la pastoral de la tolerancia.

Cada caso, tal como las personas que lo protagonizan, tiene aspectos únicos e irrepetibles, pero no obstante pueden ser agrupados en diferentes categorías en virtud de caracteres que se consideran relevantes con relación a algún fin. Porque una cosa es decidir caso por caso considerando la unicidad de cada persona humana y otra muy distinta es ¡que cada caso tenga su propia norma! Es decir, que cada caso suscite su propia norma que busque su propia solución sin tomarse realmente en serio la enseñanza del Señor. Esto es, nada menos lo que se llama “casuismo”.

5.5.2. Estructura normativa de la doctrina tradicional con relación al matrimonio y al adulterio.

Las “categorías” de hechos son imprescindibles para la existencia de toda norma preceptiva de conducta. Por ejemplo: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio”. Así se definen los sujetos involucrados por la norma (“cualquiera”) y se definen los hechos relevantes: “(…) que repudia (…) y se casa”. Luego, la consecuencia: “comete adulterio”.

Podría expresarse esquemáticamente la norma relativa al matrimonio y al adulterio, de la siguiente manera, de modo tal que se manifieste con mayor claridad su estructura lógica: “Todo aquel bautizado con matrimonio rato y consumado debe mantenerse en unión como Cristo y la Iglesia hasta que la muerte los separe; pero si se separa y contrae una nueva unión civil, comete adulterio” (matrimonio rato se refiere a matrimonio sacramental, esto es celebrado válidamente entre dos personas bautizadas). Se analizará la fórmula precedente:

Todo aquel bautizado con matrimonio rato y consumado debe mantenerse en unión como Cristo y la Iglesia hasta que la muerte los separe (…)”. Esta primera parte de la fórmula es lo principal de la norma (norma primaria) por ser la que prescribe la conducta positiva querida por Dios. Los sujetos alcanzados son “todos aquellos” que califican como bautizados católicos, que se hubieren casado con entendimiento y libertad y que hubieren consumado el matrimonio. La ocurrencia de estos supuestos tiene por consecuencia la obligación de mantenerse en unión indisoluble, tal como lo quiere Cristo y lo entiende la Iglesia, hasta que la muerte los separe. De allí dimanan deberes inherentes al vínculo: el cuidado y el amor recíprocos, la fidelidad, y la comunicación de la vida.

“Pero” (conjunción adversativa)…

…si se separa y contrae una nueva unión civil, comete adulterio.” La segunda parte de la fórmula, la norma secundaria, es tal en tanto expresa lo que ocurre cuando no se cumple con la conducta debida. (Pero) “si hay separación y nueva unión civil (esto es, si se ha incumplido la obligación positiva) el sujeto alcanzado incurre en una conducta expresamente prohibida por Dios, que es el adulterio, lo que trae como consecuencia necesaria el voluntario apartamiento de la Comunión eucarística.

Esta norma es divina, por su Autor, y positiva, pues está promulgada expresamente en la Escritura; no requiere mayores determinaciones fácticas ni calificaciones, tanto para configurar la parte positiva de la obligación, como para determinar la consecuencia de su incumplimiento. Naturalmente, la obligación sólo existe si al contraer matrimonio hubo plena advertencia y libre voluntad. Habrá circunstancias y sufrimientos personalísimos que nadie mejor que Dios conoce, tantos como personas casadas y separadas que están en segunda unión existen, y que quedan reservados a Su juicio inapelable. Pero el Autor sagrado consideró suficiente lo dicho. Pueden existir infinidad de agravantes o atenuantes, pero ellos no califican –de acuerdo a la Ley divina–para dispensar el respeto del vínculo contraído, ni el adulterio.

Ni la Iglesia como institución ni los pastores a título de directores espirituales pueden modificar esto. El poder de atar y desatar –como se dijo– no incluye el de derogar –aunque fuere implícita y excepcionalmente- aquello que integra el depósito de la Fe. Respecto del matrimonio, la Providencia ha querido ser explícita: la Iglesia no tiene poder de desatar el vínculo matrimonial y en consecuencia, no puede desentenderse de las consecuencias del adulterio.

Cuando Kasper afirma: “no existen los divorciados y vueltos a casar” contradice lo dicho en la Escritura: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio”. Es decir, para Cristo ¡sí existen quienes repudian y se vuelven a casar!

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”.

5.5.3. El ejemplo que Kasper trae como “ideal”.

Este autor reclama que “(…) es preciso tomar en serio la unicidad de cada persona y de cada situación concreta (…) y decidir caso por caso” (pág. 55) tras lo cual presenta el caso “ideal” para la aplicación de la pastoral de la tolerancia: Si, por ejemplo una mujer ha sido abandonada por el marido sin culpa por su parte y, por amor a los hijos, necesita un hombre o un padre, e intenta honestamente vivir una vida cristiana en un segundo matrimonio contraído civilmente y en una segunda familia, educa cristianamente a los hijos y se compromete ejemplarmente en la parroquia (…) entonces también eso forma parte de la situación objetiva (…)(pág. 54-55) agregando luego: “si (…) alguien que ha cometido un error y se arrepiente de él , y –no pudiendo eliminarlo sin incurrir en nueva culpa– hace, sin embargo, todo cuanto está en sus manos (…) ¿Podemos negarle entonces la absolución? (pág. 55).

En realidad el ejemplo transcripto no agrega nada sustancial a lo ya tratado en el punto 4.1. Se refiere al supuesto del cónyuge abandonado, sin culpa de su parte. El que, además:

1) por amor a los hijos, necesita un hombre o un padre;

2) intenta honestamente vivir una vida cristiana en una nueva unión civil;

3) educa cristianamente a los hijos; y

4) se compromete ejemplarmente en la parroquia.

En la segunda parte del ejemplo, agrega:

5) ha cometido un error y se arrepiente de él;

6) no puede eliminar (el error) sin contraer nueva culpa; y

7) hace, sin embargo, todo cuanto está en sus manos.

Ante lo cual cabe considerar, en primer lugar, que la situación de la mujer abandonada sin culpa, con hijos, es muy grave y conlleva una innegable situación de carencia, interpelando a toda la comunidad cristiana a asistirla. Como ya se dijo, existen modos de acompañamiento que no implican la formación de una nueva pareja.

Puntualmente se responde: a 1) para el catolicismo el amor a Dios y a los hijos no tienen contradicción, porque no hay amor auténtico y legítimo que no provenga de Dios. Toda persona está llamada a la castidad según su estado; el célibe, el casado y también el separado. En el ejemplo el error radicaría en la creencia equivocada de esta mujer en orden a que el bien de sus hijos pasa por contraer una segunda unión, que la pone en una situación objetiva de pecado. En algún caso podría darse un juicio moral erróneo en el que el cónyuge cree que la nueva unión civil es lícita. Pero los condicionantes de la decisión adoptada no suprimen totalmente la voluntariedad del acto ni la responsabilidad. No obstante en estos casos la Iglesia debería tener una especial cercanía y benignidad, aunque bien entendido que un proceso de conversión sólo podría desembocar en una plena reconciliación con el Señor. Reconciliación que, de suyo, implicaría el cese del adulterio toda vez que la conversión tornaría imposible mantener aquel juicio moral erróneo.

Se responde a 2) y a 7) que esa intención de honestidad y de querer hacer las cosas bien, tiene un grave condicionante, que es la situación de adulterio que no se intenta cambiar. Hay una escisión en la vida espiritual de esta mujer y un sufrimiento, que sin duda Dios conoce, por no tener el coraje de poner los medios para reconciliarse.

A 3): esta escisión se proyecta a la educación de los hijos, a quienes se les da por una parte, el mal ejemplo del adulterio y por la otra el buen ejemplo del ejercicio de algunas virtudes. El ejemplo “ideal” presupondría que existe una aceptación por parte de los hijos de la nueva situación de pareja o, de mínima, no les provoca un sufrimiento (caso contrario quedaría ipso facto fuera del ejemplo). Sin duda Dios, que no se deja ganar en generosidad, no dejará de retribuir todo lo bueno que la mujer hiciere a pesar de su estado.

A 4) el compromiso ejemplar en la parroquia no puede funcionar como una justificación ni dispensa de la consecuencia del adulterio. Dios lo tendrá en cuenta en la medida que sea producto de un acto sin doblez y no resulte escandaloso para algunos inocentes. Cualquier persona que vive una situación existencial de pecado (que no fuere el adulterio) podría comprometerse ejemplarmente en la parroquia y no por eso quedaría justificado. En realidad la parroquia debería buscar la ejemplaridad del compromiso con el Evangelio en los matrimonios que perseveran y en el heroísmo de varones o mujeres abandonados que mantienen la fidelidad y la castidad propia de su estado. Ello sin perjuicio de la cercanía y caridad hacia los hermanos que viven en una unión adulterina.

A 5) y 6) El “error” que se reconoce haber cometido no se refiere a la separación, puesto que el ejemplo parte de la base de que se trata de un cónyuge inocente del abandono. Se refiere entonces a la “solución” buscada de la segunda unión civil, a pesar de creer “erróneamente” que lo hacía por el bien de los hijos. Cabe precisar que “error” y “pecado” no son sinónimos, aunque se haya vuelto habitual usar analógicamente estos términos. El error, que es un juicio de la inteligencia (o un “pre-juicio”, es decir un juicio dado antes de lo que se debía, un juicio que la inteligencia emitió sin las debidas condiciones) en algunos casos puede provenir de una ignorancia insalvable o ser involuntario, y, por lo tanto, quedar fuera de la calificación moral. El pecado en cambio, que es un pensamiento, palabra, obra u omisión, hecho con deliberación y discernimiento, se cualifica con que la conducta ofende directa o indirectamente a Dios. En lo que respecta al pecado entonces el arrepentimiento requiere la plena conciencia de la necesidad de reconciliarse con Dios, unciéndose al suave yugo de su Voluntad y llevando la ligera carga que impone. La conversión (metánoia) debe eliminar de raíz la ofensa a Dios.

El punto 6) se refiere, en esta analogía impropia, a la “imposibilidad” de eliminar el error sin contraer nueva culpa. Es decir, a la “imposibilidad” de convertirse realmente y re-ligarse a la vida de Gracia, lo que implicaría de suyo cesar en la relación de adulterio. La imposibilidad no se basaría en una constricción física o moral de tal gravedad que anularía su libre albedrío. Lo que en realidad se da en el ejemplo, es una elección entre proseguir en la culpa del pecado de adulterio o incurrir en una supuesta “nueva culpa” derivada del cese de la convivencia adulterina. Aunque pudieren darse circunstancias que condicionen el juicio, tanto como inconvenientes objetivos, en definitiva se trata de una decisión libre, y por ende sujeta a responsabilidad.

¿Acaso se estaría planteando un aparente dilema moral que llevaría a pensar que obraría mal quien “postergase el bien de los hijos” no formando una nueva pareja, por fidelidad al vínculo matrimonial? La “heroica” actitud del separado que permanece en soledad ¿podría ser considerada “en detrimento del bien de sus hijos” y por lo tanto, inmoral?

Ahora bien, desde el punto de vista de la moral católica del matrimonio, cualquier supuesta culpa moral por el cese de la situación de adulterio no es equiparable a aquella culpa que mata la vida de la gracia en el alma y, por lo tanto, pone en riesgo cierto de condenación eterna al ser humano. Esto es claro dentro de la coherencia de la moral católica. Pero si se considerase que se trata de culpas equivalentes o peor aún que la “culpa” de alguna consecuencia relativamente disvaliosa por el cese del adulterio es más grave que el mismo hecho de la permanencia en él, sencillamente en este caso se estaría justificando por la teoría del mal menor la continuidad de una vida en pecado mortal.

No es posible tanta incoherencia. Simplemente se trata de sistemas morales distintos que intentan infructuosamente “convivir armónicamente” en el interior de las almas y en la realidad de la Iglesia. Finalmente la persona optará por un camino u otro, en tanto que la Iglesia –por la promesa de Cristo–deberá seguir siendo fiel a su destino y razón de ser.

Si bien puede haber situaciones muy difíciles (como el compromiso afectivo entre los contrayentes de la segunda unión civil y el riesgo de la inestabilidad material para los hijos y la propia mujer) la responsabilidad por alguna eventual consecuencia negativa a causa del cese del adulterio resultaría ser un daño no querido directamente, y no es equiparable de modo alguno a la magnitud del daño del pecado mortal.

Debe tenerse en cuenta, por lo demás, que el acompañamiento pastoral cercano que conllevaría la pastoral de la tolerancia, debería significar el crecimiento espiritual de ambos cónyuges de la segunda unión civil por lo cual –tomando plena conciencia de la gravedad de su situación objetiva– podrían de común acuerdo vivir en la castidad propia de su estado (continencia) o al menos, si no fuere posible discontinuar la convivencia marital, no discontinuar la relación afectiva y el soporte material hacia los hijos. Cada situación Dios la conoce, y la juzgará con justicia y caridad infinitas. Pero eso no habilita a la Iglesia a modificar preceptos esenciales del Evangelio.

Por todo lo expuesto la respuesta al interrogante (¿Podemos negarle entonces la absolución?) con que se iniciara esta reflexión, en el modesto entender de quien escribe estas glosas, es: “Sí, aún en un caso de estas características la Iglesia estaría obligada a denegar la absolución”.

5.5.4. La insuficiencia técnica y sus consecuencias prácticas.

Ya se analizaron repetidas veces las condiciones que para Kasper habilitarían la pastoral de la tolerancia. Existe, como se ha visto, un defecto de “técnica normativa” atinente a la suma imprecisión de las condiciones que habilitarían la disciplina de excepción que Kasper propicia. Imprecisión o labilidad que tendría como inevitable consecuencia la propagación masiva de la práctica de la “tolerancia” en la Iglesia, más allá de la “vía para pocos” pensada inicialmente por Kasper.

Pero, no obstante, cabe enfatizar en la insuficiencia técnica de la norma de excepción propiciada, en virtud de que la imprecisión de las condiciones en que operaría, tiene un efecto en sí mismo negativo, puesto que de “publicarse” como criterio vinculante, en los términos que Kasper propicia, no haría otra cosa que abrir una brecha que se iría agrandando progresivamente con más y más casos comprendidos, en virtud de la propia dinámica de los fundamentos de la pastoral de la tolerancia.

Es legítimo preguntarse si mayores precisiones teológicas de la pastoral de la tolerancia no tendrían otro efecto que el de demostrar más palmariamente su incompatibilidad con los preceptos evangélicos mencionados. Pero no sería temerario afirmar que el sólo hecho del estado público del debate –en la era de las comunicaciones– ya ha producido un aumento de las comuniones sin las debidas disposiciones.

La falta de fundamentos teológicos de envergadura de los que adolece la innovación no facilitará la inteligencia de los “criterios vinculantes” en el sentido restrictivo que el cardenal Kasper procura configurar y dejaría la interpretación y aplicación de los mismos en manos de cada sacerdote. ¿La función del director espiritual será la de legislador y juez de cada caso? Es probable que el propio fiel termine siendo el juez de su propia causa y también el legislador de su propio caso.

La realidad decisiva es que, más allá de que sean extremados los recaudos técnicos, existe un obstáculo insalvable cual es que el precepto evangélico de la indisolubilidad del vínculo y la prohibición de incurrir en una posterior relación adúltera no admite excepción, es absoluto.

5.5.5. Algunas proyecciones previsibles de la pastoral de la tolerancia.

La doctrina moral sobre la indisolubilidad del matrimonio es especialmente clara y terminante, sin dar lugar a excepciones. Una eventual consagración oficial y con “criterio vinculante”, aunque fuere de carácter pastoral, de la posibilidad de la comunión sacramental pendiente la situación de adulterio, implicaría la concesión de una autorización, de uso discrecional en el nivel prudencial, para no aplicar la Palabra, la doctrina y la disciplina católica en casos de dudoso contorno.

Jamás un Papa ha permitido esta interpretación, antes bien siempre reiteraron los obispos de Roma, en lo que hace a la disciplina de administración de los sacramentos, la doctrina que se basa, en forma incontrovertible, en el depósito de la fe, por tener definiciones expresas y reiteradas en la Sagrada Escritura que forman una todo homogéneo en esta materia. Si la propuesta de Kasper fuera refrendada por la máxima autoridad eclesial, para el creyente, en adelante, ¿qué otra cuestión en materia de fe y moral no podría ser derogada por la praxis pastoral?

A quienes alegan que no se propicia un cambio doctrinal, se les podría responder que sí se propicia un cambio doctrinal, consistente en que la doctrina que debe aplicarse… ¡no se aplica!

“(…) el acceso a los sacramentos (…) debe recorrerse en cada caso concreto contando con la tolerancia o el tácito consentimiento del obispo. Ahora bien, la discrepancia entre el ordenamiento oficial y la tácita praxis local no es una situación nueva del todo satisfactoria” (pág. 60).

La frase transcripta provoca muchos interrogantes. Si bien sería cierto que en sectores puntuales existe hoy en día una tácita praxis fuera de la disciplina de la Iglesia, ¿sugiere Kasper que se trata de una realidad lícita? La praxis en cuestión involucra la moral matrimonial y la fe en la Presencia real del Señor bajo las especies eucarísticas: para esa praxis errónea una persona incursa en un pecado grave, mortal, condenado reiteradamente por el Salvador, recibiendo en su interior verdadera, real y sustancialmente a Cristo en Su cuerpo, sangre, alma y divinidad, en vez de cometer un sacrilegio (como efectivamente lo es), en vez de agravar su situación (como claramente advierte san Pablo), por el contrario, lograría participar en la vida divina por medio de la gracia santificante. Cristo “se vería obligado” a habitar en un alma en pecado mortal. De esta manera se desfiguraría la conocida clasificación teológica de la Eucaristía como “sacramento de vivos” (porque solo aquellos en estado de gracia santificante pueden comulgar) y, peor aún, se cuestionaría el sentido mismo del sacramento del Matrimonio, de la Eucaristía y del sacramento de la Penitencia.              Porque no es una praxis, tácita o no, que desarrolle temas no reglados, sino que cualquiera advierte que se encuentra en abierta contradicción con la disciplina, con la doctrina y con la Palabra.

Nuevamente es remarcable el uso del lenguaje; así como el criterio de aplicación del Evangelio es llamado “disciplina”, ahora la doctrina indisponible de la Iglesia se denomina “ordenamiento oficial”. ¿Se está ante una situación como para afirmar “la letra mata pero el espíritu vivifica? ¿Debería identificarse la Misión de la Iglesia con una burocracia que genera normas en forma desconsiderada para la gente que sufre? ¡No! La Iglesia da testimonio de la Palabra: “Señor ¡sólo Tú tienes palabras de vida eterna!”.

Es cierto que el autor considera que la discrepancia entre el ordenamiento oficial y la tácita praxis local no sería lo ideal, pero ¿podría ser considerada entonces una salida circunstancial? ¿Se dirige Kasper al logro de una concesión “de mínima” como resultado de todo este debate? Es decir, ¿que se dé la directiva pastoral a los obispos de que toleren o consientan tácitamente el acceso a los sacramentos por parte de los adúlteros?

Un eventual respaldo “oficial”, aún informal, a una praxis –de muy previsible generalización– que vendría a confirmar la actividad de algunos sectores que “de facto” ya vienen aplicando la pastoral de la tolerancia en discrepancia con el “ordenamiento oficial”, ¿no resultaría en una confusión que pudiera proyectarse hacia una erosión de la unidad y la integridad de la fe?

Si se sancionara un documento oficial de la Iglesia, de carácter pastoral, convalidando los conceptos difusos en que se basa la pastoral de la tolerancia, sería de esperar pronunciamientos de obispos reivindicando aquello de que “la doctrina no ha cambiado” y por ende “tampoco la disciplina”; en tanto que otros promoverían en sus diócesis aquella pastoral. ¿No se podría ocasionar así una situación susceptible de dividir los espíritus en la Iglesia? ¿No se podría escandalizar al pueblo fiel con el ejemplo de que la indisolubilidad del vínculo termina siendo relativa y que dentro de la doctrina católica pueden admitirse en materias de tal gravedad posturas contradictorias?

 

6. En torno a algunos argumentos de Kasper.

6.1. ¿Profundizar dos tradiciones divergentes?

Kasper cree encontrar en la Iglesia primitiva las raíces de una pastoral de la tolerancia. Por eso dice: “La Iglesia primitiva nos da una indicación que puede servir como guía de salida del dilema (…)”. Allí “existía (…) una pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia”. Pero en realidad de verdad a lo que alude no es a la “Iglesia primitiva” como una unidad homogénea en lo temporal, sino a alguna Iglesia particular en algún momento histórico. Habría en definitiva en tales casos una praxis pastoral sin fundamentación teológica conocida y discontinuada en el tiempo. Sin duda es un tema que los historiadores debieran profundizar.

La Iglesia de Occidente siguió al respecto un camino diferente al de la Iglesia Oriental donde –por influencia del derecho bizantino– se abrió paso el criterio de la oikonomía, que implicaba en la práctica un criterio de tolerancia bastante generalizado para el acceso a los sacramentos por parte del casado en segunda unión civil con vínculo sacramental subsistente. Es cierto que el autor no insiste en utilizar este modelo, probablemente por la contaminación por parte de la política bizantina en la materia y porque en la práctica se entendió que se trataba de un “divorcio encubierto”.

La realidad del camino de la Iglesia “sub Petro” fue muy diferente, y aquella praxis pastoral excepcional, llamada por el cardenal Kasper “de la tolerancia”, fue desapareciendo. Prueba de ello es que hay que buscar sus antecedentes en el fondo de la historia, completamente discontinuados. Por el contrario, la teología católica y los romanos pontífices en forma permanente y pacífica sostuvieron la disciplina actual, en ejercicio de su función de confirmar a las Iglesias en la Fe. Es que, naturalmente, tenía que prevalecer la disciplina vigente de sólida fundamentación teológica, sobre una praxis pastoral aislada, de fundamentación precaria, que la confrontaba.

Kasper cree ver, a partir de Familiaris consortio (n.84) y Sacramentum caritatis (n.29) un “renacimiento” de la pastoral de la tolerancia porque “hablan de un modo incluso amable de esos cristianos, asegurándoles que no están excomulgados y que forman parte de la Iglesia, e invitándolos a participar en la vida de dicha Iglesia” (pág. 37). Este tono benigno se mantiene, Benedicto XVI los invita a la comunión espiritual. Con estos pobres antecedentes se pregunta: “(…) ¿No será posible también en este asunto un desarrollo ulterior que no suprima la tradición vinculante de la fe, sino que haga avanzar y profundice tradiciones más recientes?” (pág. 37). Es notable que el autor, a partir de una legítima opción pastoral en orden a una mayor cercanía afectiva con el pecador, considere que así se dio inicio a una nueva “tradición” o quizás, más precisamente, que de este modo se “reinició” aquella pastoral de la tolerancia después de más de un milenio de “hibernación”.

De acuerdo al párrafo transcripto, la tradición vinculante de la fe podría considerarse para Kasper la línea principal, que no ha de ser abolida; en tanto la pastoral de la tolerancia sería una tradición “más reciente” que habría que hacer “avanzar y profundizar”, tornándose en una línea, se podría decir divergente, por cuanto, ante los mismos casos, proporciona soluciones distintas que la “tradición de fe vinculante” a la que se refiere Kasper. En concreto, esta supuesta nueva tradición (posibilitar el acceso a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía a personas en unión adulterina) contradice a la pastoral en coherencia con aquella tradición de fe (negar en esas condiciones el acceso a dichos sacramentos).

¿No resulta contrario a la coherencia el propósito de profundizar el desarrollo de dos doctrinas sobre un mismo tema, sin parar mientes en que son confrontativas? (antinómicas). Lo cual equivaldría en definitiva a desarrollar dos praxis religiosas diferentes bajo el rótulo del catolicismo. Cabe preguntarse por qué se apela a este “recurso a la incoherencia”. ¿Habrá en ello un trasfondo filosófico-teológico, no formalmente expresado, donde la doctrina es un ideal, mero punto de referencia, pero realmente se relativiza al momento de obligar en concreto a la persona?

6.2. El sorprendente recurso a la autoridad de Lutero.

Kasper cuestiona la disciplina tradicional de la Iglesia en estos términos. Si a las personas en situación de adulterio las “(…) remitimos a la vía de la salvación extrasacramental, ¿no ponemos tal vez en entredicho la fundamental estructura sacramental de la Iglesia? Preguntándose aún: “¿Para qué sirven entonces la Iglesia y sus sacramentos?” Lo cual, aplicándolo a la materia en tratamiento, equivale a decir: si a los adúlteros no se los admite a la comunión sacramental (a pesar de que hubieren transitado la vía de la pastoral de la tolerancia), “¿para qué sirven entonces la Iglesia y sus sacramentos?”. Cabe preguntarse: ¿es que para el cardenal Kasper la Iglesia ha venido negando su “fundamental estructura sacramental” por más de 20 siglos?

Desde la perspectiva de quien esto escribe, resulta sorprendente la apelación a la autoridad de Martín Lutero, quien sostuvo una postura divergente de la fe católica en prácticamente todos los asuntos que aquí se tratan. Como precisa  el profesor Pablo A. Marini, “son conocidas su divergencias en materia de sacramentos: en particular negó la transubstanciación eucarística (a lo sumo habló de “consubstanciación”), negó el sacramento de la Penitencia, pidió el establecimiento del divorcio, planteó que el pecado original había dejado al ser humano en una situación de corrupción total de su naturaleza de modo tal que todos sus actos son pecaminosos y, por lo tanto, afirmó la inutilidad de las obras y los sacramentos para la salvación. Lo que salva es la “sola fide”, la sola fe, la fe fiduciaria, que implica una confianza ilimitada en que Cristo salvará, “nos cubrirá con su manto de misericordia nuestras miserias persistentes”. Pecadores por dentro, justos por fuera (el “simul iustus et peccator” de la llamada justificación extrínseca luterana, opuesta a la justificación intrínseca católica).” (En nota al autor de estas glosas)

En ese contexto doctrinario tan ajeno al católico, expresa Kasper: “(…) como Martín Lutero lo formuló precisamente (…) toda la vida del cristiano es una penitencia, es decir, un continuo cambiar de modo de pensar, y una nueva orientación (metánoia). El hecho que lo olvidemos con frecuencia (…) es una de las heridas más profundas del cristianismo actual” (pág. 59)

Cabe precisar que el concepto de “conversión permanente” es doctrina común y pacífica en la Iglesia católica. Ni es original de Lutero ni requiere el marco de la teología luterana para entenderse. Pero cuando Lutero expresa que “toda la vida del cristiano es una penitencia”, en el marco de su teología, muestra a un hombre huérfano del Sacramento de la Penitencia (llamado de forma igualmente apropiada, de la Reconciliación).

Kasper lamenta “el hecho que lo olvidemos (toda la vida del cristiano es una penitencia) con frecuencia (…) es una de las heridas más profundas del cristianismo actual” ¿Herida esta que el catolicismo habría inferido al cristianismo? Realmente el autor debiera al menos intentar explicar una afirmación de semejante magnitud.

6.3. ¿Equiparación del Santísimo Sacramento a la comunión espiritual?

Ya se mencionó que Kasper, al recordar que la Iglesia exhorta a los que viven en adulterio a recurrir a la comunión espiritual, se pregunta, (entonces): “¿Por qué no pueden recibir también la comunión sacramental?”. Cabe responder que porque se trata de dos cosas distintas. Porque una cosa es la comunión espiritual, que en esencia es una devoción que se manifiesta a través de la oración expresando la intención de recibir a Jesús sacramentado (ya que por algún motivo no se lo puede recibir); y otra muy distinta es consumir realmente la Eucaristía que es Presencia real y sustancial de Jesucristo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Por ello el Santísimo Sacramento es objeto de adoración, aunque no sea consumido.

La comunión espiritual es pues una oración de manifestación de fe en la Eucaristía y de expresión piadosa de la intención de comulgar: “Señor, ya que no te puedo recibir sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón”. Es pues, comunión en sentido analógico y ciertamente lleva provecho espiritual a quien así reza en la medida del amor que tuviere, que sólo Dios conoce. ¿En qué circunstancias no se puede recibir sacramentalmente al Señor? O bien por una imposibilidad física, como ser la lejanía; o bien porque el fiel no tiene las disposiciones requeridas por la Fe para consumir el Santísimo Sacramento. Este es el caso de quienes viven en adulterio. La Iglesia aconseja a quien vive en pecado a realizar aquella práctica piadosa porque lleva provecho espiritual a quien la realiza y en nada ofende a Dios.

Por el contrario, la comunión eucarística sin las debidas disposiciones es sacrílega, porque se injuria algo sagrado que es Jesús mismo en la forma eucarística. Cristo en las especies eucarísticas ha querido hacerse Presencia y Alimento sobrenatural. El goce, la consolación de comulgar no hacen a la esencia del Sacramento, sino que es un regalo “adicional” que el Señor puede dispensar para quien lo recibe. Es importante entonces no mediatizar la Eucaristía, no rebajarla a un mero bien instrumental capaz de ocasionar bienestar o consuelo. En este punto es verdaderamente necesario y justo tener la perspectiva del milagro de amor inherente al Don eucarístico por lo que, quien lo recibe, debe estar en Comunión de fe, de amor y de unidad espiritual con el Señor. La perspectiva debe ser, pues, ante Quien dio hasta la última gota de Su sangre por el hombre en la Cruz, la de quien dice: “Señor ¿qué quieres Tú de mí?”

6.4. ¿Inmovilismo en la mala praxis católica?

Kasper concluye que con la pastoral de la tolerancia se evitaría “lo peor”; porque al alejarse los padres del sacramento, los hijos también lo hacen: “¿No tenemos en cuenta que perderemos también a la próxima generación, y tal vez a la siguiente? ¿No se demuestra contraproducente la praxis que hemos venido realizando?” (pág. 43). Ahora bien, la “praxis” a la que alude (que los adúlteros no reciban la comunión sacramental) ha tenido una continuidad de más de 20 siglos en la Iglesia universal. Resulta un verdadero exceso sugerir que la Iglesia lleva en esto más de dos milenios de “mala praxis”. Por lo demás, no está debidamente fundamentado el atribuir a la Iglesia de perder una generación y probablemente la próxima en virtud de obrar como evidentemente ha querido el Señor en este asunto.

Cuando el autor comentado afirma la necesidad de “(…) descubrir una vía de salida de la inmovilidad ocasionada por un enmudecimiento resignado frente a la situación de hecho” (pág. 57), da para interrogarse si el que los adúlteros no reciban la comunión sacramental ¿se ha degradado a una mera situación “de hecho”, o nuevamente… a una (mala) praxis?

6.5. “Si el perdón es posible para el asesino, también lo es para el adúltero”.

Cuando Kasper expresa “(…) para quien se ha convertido el perdón es siempre posible. Si lo es para el asesino, también lo es para el adúltero…”obviamente no se está refiriendo a que es posible perdonar al adúltero que está decidido a poner término a esta situación (o sea que siente dolor de su pecado y tiene firme propósito de enmienda), sino que alude al supuesto de la continuidad de esa persona en el estado existencial de adulterio sin ánimo de revertirlo. Es decir, Kasper, formula mal la comparación. Por supuesto que para quien se convierte, el perdón es siempre posible. Pero entonces la segunda frase tendría que haber sido completada: “Si lo es para el asesino que se convierte, también lo es para el adúltero que se convierte y deja de estar en situación de adulterio”. Pero, claro, esto último derrumbaría todo el intento de Kasper de aplicar su particular “pastoral de la tolerancia”.

Si siguiéramos la lógica de Kasper, y aplicáramos la situación inversa, la analogía debería reformularse de esta manera: “Si el perdón es posible para el adúltero que persevera en tal situación, también debiera serlo para el asesino que tiene intención de perseverar en la suya”.

No hay ningún motivo que sugiera que el Buen Pastor o el samaritano misericordioso, perdonarían en tales circunstancias al asesino o al adúltero.

6.6. “Se estaría “instrumentalizando” a la persona”.

El autor entiende que con la disciplina tradicional se podría estar instrumentalizando a la “persona que sufre y pide ayuda” al constituirla como un “signo de advertencia para los demás” (pág. 40).

Quien esto escribe ha venido oyendo de la Iglesia, por más de cuatro décadas, la crítica de que la legislación civil desnaturaliza el matrimonio y la familia conformes al orden natural. Se ha dicho reiteradamente que por más que las leyes no obliguen al divorcio, ni al aborto, ni al matrimonio entre personas del mismo sexo, por el carácter de “ejemplaridad” que tiene toda ley, su promulgación transmite a todos el “mensaje” de que determinada conducta (moralmente reprobable) es posible y en definitiva, lícita. Simplemente, porque la ley lo permite, aunque vaya en contra del más elemental sentido común y de la ley moral natural.

Para la escolástica la ley es la causa formal extrínseca (causa ejemplar) del derecho. Pues bien, en la materia en tratamiento, la ley (analógicamente hablando) de la Iglesia cumple el doble propósito de ejemplarizar para todos los bautizados la protección de la fidelidad al vínculo matrimonial y de hacer pública la enseñanza consecuente, de que quien incurre en adulterio se encuentra –por su propia decisión– en situación de pecado mortal.

No se trata, pues, de “usar” al pecador como “signo de advertencia” para los demás; sino –en primer lugar– de enseñar al pueblo creyente y a cada cristiano en particular, cuál es la verdad acerca de su bien objetivo, y por consiguiente cuál es el mal que se sigue del apartamiento voluntario del bien. La verdad es la primera caridad para con el pecador. En segundo lugar no debe la Iglesia propiciar hacia el pueblo fiel (aunque fuere sin quererlo directamente) la “sensación” de que es posible desconocer las implicancias del vínculo matrimonial y contraer nuevas nupcias civiles ya que –mediante la pastoral de la tolerancia– los cónyuges pueden llegar al Perdón y a la Comunión Sacramental. De este modo, y más allá de la ejemplaridad negativa de la norma de excepción, en realidad ¿no sería la sagrada Eucaristía lo que se estaría instrumentalizando?

6.7. ¿Un proceso de gradualidad?

El mandato del Señor en orden a evangelizar esta sociedad es absoluto y urgente, aun cuando pudiere existir un abismo entre la doctrina y la praxis de muchos.

“El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: ‘El amor de Cristo nos apremia’ (2 Co 5,14); ‘¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!’ (1 Co 9,16)” (Evangelii Gaudium, 9)

Una prudencial gradualidad en el proceso de catequesis para quien se inicia en la vida cristiana en un ámbito cultural adverso al Evangelio no implica de suyo desembocar –al final del proceso– en un evangelio predicado a medias ni una rebaja de sus exigencias.

Obsérvese en tal sentido que, de los propios términos de la propuesta de Kasper, la gradualidad resultaría incompatible con los mismos supuestos de la admisión a la comunión sacramental a quienes viven en nueva unión civil vigente un vínculo sacramental anterior. Porque la admisión a los sacramentos es la resultante de un muy cercano acompañamiento: “Tratar cada caso en particular con discretio, discernimiento espiritual, sabiduría y sensatez pastoral” y tras una ardua etapa penitencial, arribar finalmente a la conversión (metánoia).

Es decir, al momento de la absolución sacramental y de la comunión se está ante el final de un proceso y no al principio, como en el caso del catecúmeno en un contexto cultural adverso. Pero un final en el que no habría plena reconciliación sino “tolerancia”, prácticamente un “indulto”. En tanto mantiene la situación de adulterio, no se lo convoca a la perfección evangélica.

Se podrá objetar que no se está proponiendo formalmente cambiar la moral católica por otro “sistema moral”, lo que es cierto; pero no es menos cierto que en la praxis se estaría “integrando” la moral católica con criterios morales de consenso social y, por tanto, relativos. Con lo cual se produce una “contaminación”, donde lo que en definitiva se adultera es la doctrina. La pregunta será, entonces, si la doctrina moral a aplicar será estrictamente la católica o una doctrina “de base católica” inficionada de valores obtenidos por consenso social.

Finalmente, no puede dejar de considerarse el tema de la alegada “decepción” (de muchos o de pocos) si no se producen los cambios propiciados por Kasper. ¿Acaso debería ser decisivo en esta materia un estudio estadístico para determinar cuántos fieles se sentirían decepcionados por una u otra determinación en esta materia? ¿Es que la Vida y la proclamación del Evangelio dependen del dato estadístico acerca del nivel de aceptación por parte de la sociedad de las conductas coherentes con la Palabra de Dios?

“Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48)

7. Frente al Sínodo de la Familia de 2015, ¿objetivos de mínima y de máxima?

Ante una tradición bimilenaria en orden a la imposibilidad de dispensar la comunión sacramental a los hermanos en situación de adulterio, por vez primera en muchos siglos una posición divergente se ha hecho pública pudiendo denominársela pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia. Tal como se expresara en 4.2. de estas glosas, la Relatio postsinodal ha permitido “con aire de neutralidad” que ambas posiciones fueran vertidas en el aula sinodal, sin una clara definición por una u otra, lo que desde un punto de vista comunicacional bien puede interpretarse como que hoy existen en la Iglesia dos posturas “atendibles” y de similar envergadura sobre la materia.

El autor de El Evangelio de la Familia, como ya se dijo, es el “campeón” de la pastoral de la tolerancia. Pueden advertirse en la obra glosada expresiones que denotan, respecto de la causa que ha emprendido, la expectativa de objetivos de máxima y de mínima.

El “anuncio público” de “criterios vinculantes” sería el objetivo de máxima: “Aunque no sea posible y ni siquiera deseable una casuística habría que proporcionar y anunciar públicamente los criterios vinculantes. En mi informe he tratado de hacerlo”, (pág. 60). No se refiere ni a la forma canónica del anuncio, ni a la autoridad que lo publicaría, pero no sería descabellado pensar que cualquier intervención del Santo Padre colmaría ese objetivo.

Luego, una situación intermedia “(…) el acceso a los sacramentos (…) debe recorrerse en cada caso concreto contando con la tolerancia o el tácito consentimiento del obispo. Ahora bien, la discrepancia entre el ordenamiento oficial y la tácita praxis local no es una situación nueva del todo satisfactoria” (pág. 60). Esto probablemente implicaría una directiva más o menos informal, pero dirigida a todos los obispos, lo cual sería un paso adelante respecto de la situación actual.

El objetivo de mínima se explica con la simple textualidad de este párrafo: “Deberíamos dejar al menos un resquicio para la esperanza y las expectativas de las personas y ofrecer al menos algún indicio de que también por nuestra parte nos tomamos en serio las esperanzas, las peticiones y los sufrimientos de tantos cristianos serios” (pág. 56). “Resquicio para la esperanza”, “al menos algún indicio”, implicaría incluso un pequeño avance. Este supuesto descartaría, por cierto, la publicación de criterios vinculantes y hasta la directiva informal a los obispos. Bastaría con mantener la situación de ambigüedad que es dable observar en estos días; con lo cual, quienes vienen llevando a cabo fuera de la disciplina la “tácita praxis pastoral” podrían seguir con la misma, en el entendimiento subjetivo de haber recibido un “guiño” de parte de la Santa Sede.

Por cierto, la deseable eliminación de toda ambigüedad, la expresión positiva de la pastoral tradicional en forma clara y mayoritaria, con el aval del Papa, significaría un retroceso para esta propuesta innovadora.

8. Epílogo en primera persona.

8.1. En la perspectiva del Encuentro Mundial de la Familia (Filadelfia, 22 al 27 de septiembre) y del Sínodo Ordinario sobre la Familia, en el último tramo de este año 2015, he compartido estas reflexiones, escritas con libertad y sincera preocupación. Con la visión del padre de familia y el método del abogado.

Lo cual me hizo tomar conciencia de la importancia de la convocatoria que han hecho los Papas a una Nueva Evangelización. Que sea apasionada, heroica, inteligente, prudente. Que movilice la totalidad de los recursos de la Iglesia en orden a iluminar todo el devenir de la vida de la familia.

Me parece imperioso también reevangelizar la educación católica en todos sus niveles. Con el complemento de una educación católica comprometida, podría aventurarse que quizás en dos generaciones dejaría de haber “paganos bautizados” y dejaría de existir un abismo entre la doctrina católica y las creencias divergentes de muchos bautizados.

Los padres de familia afrontamos la agresión de la cultura dominante en orden a la captación ideológica de nuestros propios hijos, desconociéndose en la práctica nuestro derecho a educarlos de acuerdo a nuestras propias convicciones.  La familia sufre la penetración desleal de la dictadura del relativismo, que adopta diversas maneras de manifestación: la de los sincretismos religiosos, la de las supersticiones,  la de la ideología de género y hasta la de la agenda del “lobby gay”. Se la quiere ahogar en el materialismo y en la cultura de la muerte mediante la difusión de la mentalidad anticonceptiva y del aborto como un eslabón más en el control de la natalidad.

8.2. Puesta toda la Iglesia “en misión”, debería darse capital importancia a la preparación para el matrimonio; caso contrario una pastoral en esta materia no acorde al desafío del tiempo, seguiría generando demasiados matrimonios nulos y otros de pasmosa debilidad.

La misión por la familia debería también proporcionar la información, posibilitar el acceso, y dar la debida atención pastoral a aquellos hermanos que pudieren estar incursos en causales de nulidad. Para ello debería hacerse un esfuerzo enorme porque con la actual estructura sería muy difícil cumplir estos objetivos.

Pero ¿cómo cumplir con todos estos fines con las menguadas fuerzas que tenemos? La oración y la organización misionera sin duda son los grandes temas de un Sínodo de la Familia para que estas reflexiones no queden en una mera expresión de deseos.

8.3. En cuanto a los hermanos en segunda unión civil con vínculo matrimonial subsistente, como lo he volcado en estas páginas, considero que la pastoral tradicional de la Iglesia es la que refleja el amor de Cristo a todos nosotros, pecadores. Me disculpo si he podido faltar a la delicadeza en el tratamiento de esta cuestión tan difícil.

El Sumo Pontífice podrá tomar o no decisiones concretas con relación a las conclusiones del Sínodo, las que tienen carácter consultivo. Pido al Espíritu Santo asista especialmente al papa Francisco en el ejercicio del ministerio petrino, ya que el obispo de Roma está llamado a confirmar “ante todo”, en la fe, luego en el amor y finalmente, confirmar en la unidad (de la Homilía durante la celebración de la solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, año 2013). Todos los obispos de Roma han confirmado a sus hermanos en la fe eucarística, en el perdón de los pecados y en la sacralidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial.

Ante la callada praxis del acceso a la comunión sacramental de algunos hermanos que viven en adulterio y ante la confusión que esta situación trae aparejada para todos los fieles, me atrevo a pedir filialmente al Santo Padre que, de considerarlo necesario, formule una definición solemne en esta materia. Acepto desde ya que carezco de versación y prudencia para pedirle algo así. Pero a veces los hijos somos confianzudos en exceso y este, sin duda, es el caso.

Iniciado en Los Médanos, provincia de Buenos Aires y finalizado en San Lorenzo, Salta, en la Fiesta de San José, Patrono Universal de la Iglesia, en el año del Señor de 2015.

Apéndice: la epiqueya y el juicio prudencial

1. El planteo. El cardenal Kasper recomienda respecto de quienes están casados en segunda unión civil, pendiente el vínculo sacramental, la apreciación de cada caso en particular. Y propicia que para la consideración de las particularidades de tales casos se recurra al razonamiento de la epicheía (o epiqueya) y de la virtud de la prudencia en su función de aplicar la norma general al caso concreto. Las siguientes son sus palabras:

                “Es cierto que para estos casos particulares la tradición católica no conoce, a diferencia de las Iglesias ortodoxas, el principio de la oiko-nomía, pero sí conoce el principio análogo de la epicheía, (…) o bien la concepción tomista de la fundamental virtud cardinal de la prudencia, que aplica una norma general en la situación concreta (…)” (pág. 55). Caracteriza luego a la prudencia –en su función jurídica– como“(…) la justicia aplicada al caso individual, que según santo Tomás de Aquino, es la justicia mayor” (pág. 58).

2. Una breve referencia histórica. Para referirnos con sentido práctico al concepto de “epiqueya” y de la justicia aplicada al caso individual, conviene hacer referencia –a modo de introducción– a la imposición política a partir de la Revolución Francesa del “absolutismo legalista”, que tenía como consecuencia que “lo justo” resultaba definido por el legislador civil, sin encontrarse sujeto a principios de orden superior, llámense “lo justo por naturaleza” (díkaion füsei, en la terminología aristotélica); o ley natural (lex naturalis, en la terminología tomista).

La ley civil, en aquella concepción, no debía ser interpretada sino sencillamente aplicada; no debía ser morigerada en sus efectos allí donde su aplicación resultara injusta, sino cumplida en todo su rigor. Por cierto esta no había sido la tradición jurídica en la Europa medieval, ni en la moderna (hasta la ruptura de la Revolución Francesa). En la práctica tribunalicia europeo americana –hasta la irrupción del absolutismo legalista posrevolucionario- era comúnmente aceptado el recurso a la “aequitas” (equidad) del derecho romano, la que tenía una clara analogía con la epiqueya de los griegos.

En esta tradición jurídica, allí donde la ley en tanto obra humana, fallaba por su generalidad o cuando el cambio de las circunstancias tornaba obsoletas algunas de sus disposiciones, el juez se apartaba de lo “justo legal” o del precedente obligatorio, para proporcionar la solución equitativa, con fundamento en los principios de la ley natural abarcativos del caso particular. De este modo los jueces recurrían a “lo justo por naturaleza” para imponerlo sobre lo “justo legal”.

3. Volviendo al planteo de Kasper. Este autor recurre a la autoridad del Aquinate en lo que se refiere a la reivindicación de la operación de la virtud moral cardinal de la prudencia, dirigida a la aplicación de la norma general al caso concreto. Cabe precisar que la prudencia es la virtud que gobierna todo el orden del obrar en concreto. De modo que en todo juicio o, si se quiere, en toda sentencia o en toda decisión en materia jurídica, debe intervenir la virtud de la prudencia para realizar en concreto la “justicia del caso individual”. Dicha virtud generalmente impulsará a la aplicación (y cumplimiento) las previsiones contenidas en la norma general; pero excepcionalmente –cuando las circunstancias lo ameriten- tenderá al apartamiento de la “solución legal”, recurriendo a principios jurídicos supra legales, para arribar a la “justicia del caso individual”. Es lo que en la ciencia jurídica se conoce como el “juicio de equidad”.

Entonces el juicio prudencial por lo general va a determinar el cumplimiento de lo que la norma general dispone; es decir, va a aplicar al caso el mandato de aquella. Pero en ocasiones excepcionales, dicha aplicación puede conducir a un resultado notoriamente injusto, sea porque se trata de un caso no previsto por la norma general, sea porque esta devino con el transcurso del tiempo “desajustada” a la realidad, sea por defectos de técnica legislativa.

La doctrina aristotélico tomista, con todo realismo, parte de la base de que la norma general (llámese ley, constitución, reglamento) en tanto obra humana, es falible. Y cuando ocurre tal falla, esta se pondrá en evidencia ante la notoria injusticia que resultaría de la aplicación del  principio general en un caso singular y concreto. En tales casos, “el juicio prudencial” aconsejará apartarse de la aplicación de lo que podríamos denominar la “regla general ordinaria”.

La equidad no es otra cosa que una forma de justicia, podría decirse, una justicia capaz de corregir las fallas de la regla general ordinaria en un caso singular y concreto. Pero es, en esencia, justicia. Es en definitiva lo que los juristas romanos denominaban “aequitas”. Esta palabra, que se traduce, naturalmente, como “equidad” bien podría ser traducida como “igualdad” ya que, precisamente su función consistía en encontrar “un cierto modo de igualdad” en el caso concreto apelando a los principios inmutables de la lex naturalis (ley natural), la que –en lo que se refiere a la materia jurídica- puede llamarse con mayor pertinencia “lex naturalis iustitiae”, como enseñara Giuseppe Graneris.

En tanto los griegos, también en relación con el derecho, acuñaron el concepto de epiqueya (epicheía) que tenía una función análoga a la aequitas. La etimología de “epiqueya” ilustra sobre su significado y función: “epi” (“sobre”, “lo que está encima”) y díkaion (“lo justo”). Podría decirse que se configuraba una “súper justicia”. Si bien, cabe precisar que la solución justa del caso, en ocasión del apartamiento de “lo justo legal”, no se respalda en la arbitrariedad del juez, sino en el recurso por parte de este, a principios de orden superior, asequibles a la razón.

4. En conclusión. La aplicación del juicio de equidad (o epiqueya) es propia del ámbito jurídico y en menor medida, del ámbito de la moral, y fundamentalmente se relaciona con la necesidad de evitar, en casos puntuales, la aplicación de normas de alcance general cuando el resultado es objetivamente injusto. Tal calificación surge como evidente ante la transgresión por parte de la regla positiva (de producción humana) de principios inmutables del orden natural.

Por lo expuesto, este razonamiento resulta inaplicable con respecto a las normas de derecho divino positivo, tales como las que definen la indisolubilidad del vínculo matrimonial y la prohibición del adulterio.

La ley divina está promulgada directamente por la sabiduría de Dios y comunicada al género humano mediante la Revelación. No le cabe al creyente considerar que el precepto divino pueda ser imperfecto en su origen, ni tornarse obsoleto en su devenir.

Los preceptos morales negativos de la ley divina positiva obligan “semper et pro semper”, es decir no admiten excepción en ningún caso concreto. En consecuencia no existe la menor justificación para el católico en recurrir a la epiqueya, esto es, al apartamiento en un caso particular, de la aplicación del precepto divino que prohíbe separar lo que Dios ha unido. Idéntico razonamiento cabe respecto de la configuración del adulterio. Porque más allá de lo dicho respecto de la perfección de la norma divina; quien se decidiese a apartarse de ella ¿en qué principio superior a la sabiduría de Dios podría basarse?

No puede llamarse discípulo, ni hijo de Dios, quien confronte frontal o solapadamente con Su Palabra. “En verdad os digo, hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota, ni un ápice de la Ley pasará, sin que todo se haya cumplido” (Mt 5-18).

José E. Durand Mendioroz

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