Una Misa moribunda y la contracultura católica

Este artículo apareció por primera vez en la edición de septiembre de 2021 de Catholic Family.

El lugar puede ser su típica parroquia estadounidense, aún no bendecida con los frutos de Summorum Pontificum. El tiempo, cualquier domingo del año (lo más probable es que sea un «domingo del tiempo ordinario», término que encaja perfectamente con una forma de liturgia ordinaria). La música consiste en cancioncillas alegres de indescriptible trivialidad. La congregación está formada por niños que no han sido catequizados, que están aburridos hasta la muerte y que preferirían estar enviando mensajes de texto o jugando con videojuegos; jóvenes adultos que fornican o practican el vicio solitario en sus ratos libres, ya que este es el “evangelio” que escuchan en sus clases de educación sexual, y nadie piensa ni siquiera en impedir sus vicios o corregir sus errores; parejas casadas que, salvo contadas excepciones, practican la anticoncepción e impiden la realización de su vocación marital; personas mayores que, bajo la influencia de por vida del secularismo capitalista que anima la América contemporánea, asisten a la iglesia porque es una buena costumbre, como cepillarse los dientes o usar ropa limpia. Casi nadie está moralmente preparado para la oración y casi nadie ora en realidad, un signo inequívoco de ello es la charla imparable que llena la iglesia antes de que el «himno de reunión» sea lo único que se oye, y que se reanuda inmediatamente después de que el «himno de dispersión» haya terminado y los monaguillos o las monaguillas estén saliendo. En medio de todo eso hubo la recepción obligatoria de una oblea en las manos, por alguna extraña razón que nadie puede explicar del todo, salvo que parece ser que tiene algo que ver con el sentido de pertenencia.

Aparte del clero excepcional tocado por el benéfico rocío de la Tradición, el sacerdote que encabeza esta congregación – o, digamos, que preside esta asamblea – puede estar incluso en peor situación que su rebaño. Es posible que ni rece su breviario ni rece mentalmente todos los días; tal vez no reza ni estudia mucho, lo que explicaría sus homilías superficiales, vagamente relevantes y vagamente izquierdistas. Su vida es ajetreada pero superficial. Corre un gran riesgo de quedar atrapado en una forma de inmoralidad u otra, ya sean chismes desenfrenados, indolencia saturada de entretenimiento, autocomplacencia en la mesa, apego a la bebida o vicios peores que permanecerán sin nombre. En resumen, la gente está perdida, confundida, entregada al secularismo omnipresente, lo mismo que su sacerdote, excepto que él es capaz de ocultarlo mejor. Es más, a menudo ha ido un paso más allá y ha invocado el concilio Vaticano II, lo que hace que mágicamente la falta de fe, la falta de doctrina, la falta de moral y la falta de liturgia solemne suenen como una acomodación piadosa al mundo moderno. Al igual que la diversidad de religiones, tal acomodación es, después de todo, querida por Dios.

En este gran vacío del intelecto, este cementerio de la oración abandonada, esta indulgencia flácida de las voluntades débiles, ¿es de extrañar que el culto divino haya desaparecido? ¿Es de extrañar que haya sido reemplazado por un incómodo ensimismamiento y auto-adulación semana tras semana, vívidamente simbolizado por la falta de oración silenciosa antes de la Misa, por el pandemonio socializador en el Signo de la Paz y por el ruido  insoportable de la charla trivial en la iglesia en el momento en que el Padre se va? Es difícil ver que se esté adorando a Dios aquí; de lo que se trata es de un ejercicio monótono y flojo que sigue un ritual hecho por el hombre, una liturgia “del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”. Carece del miedo saludable a la superstición incivilizada, del rico misterio de lo desconocido e invisible, de la belleza luminosa del ritual teocéntrico tradicional, acompañado de gestos conmovedores, cánticos a la vez elevados y serenos, de velas encendidas y de incienso, susurros y silencio. La Misa, tal como había sido rezada y embellecida por los santos durante generaciones, siglos, casi milenios, esta Misa ha sido desechada, reemplazada de la noche a la mañana por la inflada banalidad de un comité. Estamos cosechando los frutos enfermizos de esta parodia satánica de la Tradición; la más enfermiza de todas es la Traditionis Custodes de Francisco, cuyo título en latín podría perfectamente traducirse como «Guardias de la Prisión de la Traición».

Modernismo a la carta

La Iglesia de rito latino está hundida en el barro del Modernismo. La admirable catequesis litúrgica del pontificado del Papa Benedicto XVI afectó para mejor a un pequeño porcentaje de parroquias y comunidades católicas de todo el mundo; aquí es donde se está produciendo una renovación católica reconocible. Sin embargo, si es cierto decir que “las cosas están mejor que en los días de Pablo VI”, simplemente porque hemos pasado del abuso extremo o de la experimentación indignante a la banalidad y la esterilidad, de la burla a la mediocridad, ¿qué tipo de mejora es esa? ¿No apartará a la gente igualmente de sus raíces, de la Tradición, de la verdad y de la belleza de la Fe? ¿No será incluso más peligrosa en la medida en que parece ofrecer una especie de estabilidad y de confiabilidad, cuando en realidad lo que ofrece es desperdicio y vacío absolutos? La Iglesia en general no ha podido resistir el embate de la anti-cultura militante secular. Despojada de su más alto y preciado recurso en el combate espiritual. El abandono del antiguo Misal con el ortodoxo Quo Primum con el que Pío V lo promulgó, para utilizar el nuevo Misal, lo que ha sido como pasar de un cañón a un cuchillo de mantequilla, de las trompetas de marcha a los favores de la fiesta.

Acercar los aspectos externos de la liturgia a la vida moderna significó acercarla al sinsentido y la blasfemia de la vida moderna. Pensando que estaban haciendo un favor a la gente, los aborregados pastores de la Iglesia dieron a sus ovejas y cabras una excusa para dejar de ir a Misa por completo, porque la nueva Misa se convirtió en una representación del mundo vulgar y perdió su relevancia espiritual: no podía ofrecernos nada ni darnos nada que no tuviéramos ya hasta la saciedad. Lo único que posiblemente puede ser relevante es lo que es totalmente irrelevante para la rutina de la vida moderna. La antigua liturgia continuaba en un desconcertante y misterioso aislamiento, como si no prestara la más mínima atención al viaje del mundo al infierno en una cesta personalizada. Y esto fue sabio, profundamente sabio. Muchos católicos de los últimos cincuenta años que dejaron de asistir a Misa, o que nunca empezaron a ir, habrían asistido a la antigua liturgia, aunque solo fuera porque se respira un espíritu de paz y atemporalidad tan refrescante y contrario al espíritu ruidoso y fragmentado de la modernidad. Ese es el tipo de cosas que atrajeron a muchos conversos católicos (¡por ejemplo, Thomas Merton!), como podemos comprobar si prestamos atención a las historias de sus conversiones. Abandonar esta “irrelevancia” ha llevado, de hecho, a que la Misa finalmente se haya convertido en algo verdaderamente irrelevante, en el sentido de que ya no ha respondido a una necesidad profunda y muda de encontrar el Misterio sagrado, de venir ante el divino Otro, a la presencia del Reino de Dios en medio de nosotros, bajo un velo, pero verdaderamente más real que nuestra  realidad, que vemos desvanecerse. La liturgia traducida a un lenguaje esterilizado con música folk de tercera categoría dio a entender que la Iglesia Católica no tenía nada que ofrecer que no se pudiera encontrar fácilmente en otra parte, incluso de una forma más intensa. ¿Está usted interesado en la última música popular? Busque en otra parte. ¿Está interesado en experimentar un sentimiento de unión? Busque en otra parte. Este tipo de colectivismo auto estimulante florece mejor fuera de las puertas de la iglesia que dentro de ellas, lo que hace que el intento clerical oficial de imitarlo sea ridículo, si no fuera porque es un sacrilegio.

La batalla por la tradición

“Ni una palabra” – ni siquiera la del atormentado Pablo VI – “puede derribar una tradición de toda la Iglesia, que se extiende de un extremo a otro de la tierra”, como señala el gran San Juan Damasceno en su Defensa de las Santas Imágenes. “Ruego al pueblo de Dios, la nación santa, que se aferre a las tradiciones de la Iglesia. Porque así como la remoción de una de las piedras de un edificio traerá rápidamente la ruina a ese edificio, así también lo hará la remoción, aunque sea muy pequeña, de algo que nos ha sido entregado como herencia». ¿No es esta remoción lo que hemos visto producirse una y otra vez en las últimas décadas? No en vano los Padres del Segundo Concilio Ecuménico de Nicea, allá por el volátil siglo VIII, condenaron a los iconoclastas que se atrevieron a profanar o destruir iconos y otras imágenes sagradas: “Tuvieron el descaro de criticar la belleza agradable a Dios representada en los monumentos sagrados; eran sacerdotes de nombre, pero no lo eran realmente.» El mismo Concilio ordena con rotunda firmeza que «todos … los que fabrican prejuicios pervertidos y perversos contra el respeto de cualquiera de las tradiciones legales de la Iglesia Católica … sean suspendidos si son obispos o clérigos, y excomulgados si son monjes o laicos». Así es un Concilio que sabe lo que le corresponde definir y está preparado para respaldar sus palabras con hechos.

El Segundo Concilio de Nicea, como muchos de los grandes Concilios (por supuesto, me viene a la mente Trento), moldeó y alimentó una contracultura católica que tenía los medios para mantenerse firme contra las tendencias dominantes de acomodación a la mundanalidad en cualquiera de sus formas seductoras. Nuestra propia época no es diferente en el sentido de que también exige una contracultura perseverante de fidelidad a la Tradición, dispuesta a mantenerse firme contra el relativismo y el indiferentismo que han penetrado no solo en las sociedades civiles que nos rodean, sino también, hasta un grado vergonzoso, en la jerarquía eclesiástica, incluida gran parte de la Curia romana y el ocupante de la Cátedra de San Pedro. Lo que los fieles tuvieron que hacer durante la crisis arriana, cuando un gran número de obispos se desviaron hacia la herejía, es lo que debemos hacer hoy, si queremos que quede algo de fe católica para que nuestros hijos y nietos luchen por su salvación. Sabemos que la Fe no perecerá, pero el Dios que es lo suficientemente poderoso como para crear ex nihilo, es lo suficientemente poderoso como para suscitar causas secundarias, es decir, tú y yo, para actuar como sus instrumentos en la preservación, transmisión y triunfo de la ortodoxia.

Pérdidas y ganancias

Desde la terminación del Concilio Vaticano II, ha habido grandes pérdidas, pero también grandes ganancias espirituales para aquellos a quienes el Señor ama especialmente.

¿Cuáles han sido las pérdidas? Primero podemos citar a todos los fieles que se fueron durante y después de los cambios litúrgicos: desorientados, desconcertados, disgustados, escandalizados. En segundo lugar, están los fieles que no entienden nada acerca de su fe y la contradicen en la práctica, con bastante frecuencia, irónicamente, porque continuaron yendo a la iglesia, donde se embriagaron con el veneno de la falsa doctrina y el culto antropocéntrico. En tercer lugar, están los jóvenes que no se preocupan por creer en algo o en acudir a la iglesia. Un panorama desalentador, sin duda.

Pero hay logros que no debemos dejar de reconocer. Estos son tan potentes en su intensidad como escasos, hasta ahora, en número. El primer logro lo constituyen los fieles que, a pesar de todas las resistencias (clericales o de otro tipo), lucharon valientemente por retener el antiguo Rito Romano, con el espíritu indomable de San Juan Damasceno y los demás Padres de la Iglesia. Si no fuera por ellos, hoy tendríamos quienes somos litúrgicamente desafiados nada más que la Misa de Bugnini para celebrar Misa. La segunda ganancia son los fieles que, a pesar de sus pastores tibios y obispos seguidores de la moda, estudiaron la verdadera Fe, la practicaron, la transmitieron a sus hijos y la compartieron con sus amigos. Estos son como los que mantuvieron vivo el estudio con el magisterio de Santo Tomás de Aquino cuando los partidarios del poder en la Iglesia arrojaron su Summa al basurero, junto con sus breviarios y Rituales. La tercera ganancia son los fieles que, en su día, trabajaron incansablemente por la difusión de las Misas indulto» bajo Juan Pablo II y/o promovieron celosamente la difusión de la «Forma Extraordinaria» bajo Benedicto XVI. (El Papa Juan Pablo II concedió a los obispos diocesanos la facultad de hacer uso de un indulto para permitir a los sacerdotes decir y a los fieles asistir a la Misa contenida en el Misal Romano editado en 1962. NT). Parafraseando un ingenioso artículo de la SSPX, pasamos del zoo a la reserva y ahora volvemos al zoo; pero nuestra fuente secreta de esperanza es que, en este caso, los internos saben más que sus guardianes y les sobrevivirán.

Cuando la historia de esta temible época de la Iglesia se escriba en tiempos posteriores, si Dios permite que un mundo temerario y sediento de sangre siga existiendo tanto tiempo, todas estas personas serán vistas como lo que realmente son: héroes de la Fe, luces en un mundo de tinieblas envolventes, ni reconocidos ni recompensados en sus vidas, pero acogidos con regocijo en las moradas eternas y recordados póstumamente por su noble perseverancia en una batalla aparentemente sin esperanza.

Barricada de Bugnini

En nuestro todavía lúgubre invierno, podemos alegrarnos de lo lejos que hemos llegado desde los oscuros días de 1974, cuando la Sagrada Congregación para el Culto Divino, controlada por Bugnini, publicó en Notitiae la siguiente «Nota sobre la obligación de usar el Nuevo Misal Romano», una nota que vale la pena citar en su totalidad:

"Cuando una conferencia episcopal haya determinado que en su territorio debe utilizarse una versión vernácula del Misal Romano..., a partir de entonces no podrá celebrarse la Misa, ni en latín ni en lengua vernácula, sino según el rito del Misal Romano promulgado por la autoridad de Pablo VI el 7 de abril de 1969. Por lo que se refiere a las normas dictadas por esta sagrada Congregación en favor de los sacerdotes que, por su avanzada edad o por su mala salud, tienen dificultades para utilizar el nuevo Orden del Misal Romano o el Leccionario de la Misa: está claro que un ordinario puede conceder permiso para utilizar, en todo o en parte, la edición de 1962 del Misal Romano, con los cambios introducidos por los Decretos de 1965 y 1967. Pero este permiso sólo puede concederse para las misas celebradas sin congregación. Los Ordinarios no pueden concederlo para las Misas celebradas con congregación. Los Ordinarios, religiosos y locales, deben esforzarse más bien por conseguir la aceptación del Orden de la Misa del nuevo Misal Romano por parte de los sacerdotes y de los laicos. Procuren que los sacerdotes y los laicos, con el mayor esfuerzo y con la mayor reverencia, comprendan los tesoros de la sabiduría divina y de la enseñanza litúrgica y pastoral que contiene. Lo que se ha dicho no es aplicable a los ritos no romanos oficialmente reconocidos, pero sí es válido contra cualquier pretexto, aunque se trate de una costumbre incluso inmemorial."

Esto resuena en todo el mundo como un siniestro memorándum salido directamente de la mesa de un jefe fascista o comunista. Entra, por un momento, en la retorcida mente de Bugnini, si no temes el frío. «Tal permiso no debe ser nunca concedido, porque daña la gloria del Partido… Los gobernadores provinciales se encargarán, con los medios eficaces a su disposición, de que el nuevo orden sea aceptado con una devoción absoluta… Cada ciudadano debe ser convencido de la rectitud de estas leyes, por cualquier método de persuasión que se recomiende… Por encima de todo, habrá una aplicación estricta de la voluntad del Partido. ¡Viva la Reforma!» Hay una asombrosa arrogancia en la afirmación de que los sacerdotes y los laicos deben intentar, con esfuerzo y reverencia, «comprender los tesoros de la sabiduría divina» contenidos en el Novus Ordo Missae – ¡caído del cielo, al parecer, como las planchas de oro de José Smith! – (Según la creencia de los Santos de los Últimos Días, las planchas de oro, también llamadas en algunas publicaciones del siglo XIX la Biblia de Oro, son la fuente de la que Joseph Smith tradujo el Libro Mormón, un texto sagrado de su fe. NT) ¿O acaso es más arrogante afirmar que la prohibición de la liturgia, antaño sagrada y antaño universal, no admite ningún pretexto en su contra ni siquiera el que aduce que es una costumbre inmemorial? No quisiéramos que ningún posible alumno se perdiera la «enseñanza litúrgica y pastoral» que emana de los compromisos apresurados de un super-comité.

La historia de nuestro tiempo podría describirse en términos de majestuosos trazos realizados a mano con pluma. Estaba la firma de Juan XXIII en el altar de San Pedro en Veterum Sapientia, y era letra muerta antes de que se secara la tinta. Estaba la firma de Pablo VI en el Missale Romanum, introduciendo un nuevo Misal por primera vez en la historia de la Iglesia (San Pío V no hizo tal cosa, como sabe cualquier persona mínimamente alfabetizada). El Vaticano trató de hacer cumplir este Misal pero nunca fue aceptado por completo: un gran número de católicos abandonaron la Fe (por lo que obviamente no lo aceptaron), y un pequeño número de clérigos y laicos nunca abandonaron el tesoro del rito tradicional. Estaba la firma de Juan Pablo II en las disposiciones del indulto, que devolvió un mínimo de dignidad a los guardianes de este rito. Luego vino el Papa Benedicto que, en el séptimo día del séptimo mes del séptimo año del nuevo milenio, anuló todo el fundamento de las pretensiones hechas en innumerables dictados totalitarios de las cuatro décadas precedentes, y que liberó para los fieles lo real, los tesoros de la Divina Sabiduría contenidos en los libros litúrgicos tradicionales.

Finalmente llega Francisco que, con otro trazo de pluma, relega al olvido el motu proprio de Benedicto XVI y pone en marcha un mandato propio arbitrario y tajante, lleno de errores, contradicciones, ambigüedades y omisiones, como el resto de su pontificado. La historia papal normalmente avanza lentamente, como el movimiento de los planetas o el crecimiento de un gran roble. Pero estamos viendo lo contrario: la historia papal avanza tan rápidamente que se vuelve borrosa. Esta es otra señal de que los tradicionalistas siempre han tenido razón. Como el lema cartujo, stat Crux dum volvitur orbis (la Cruz se detiene mientras el mundo gira), nosotros – o más bien, la Fe, la Misa, la búsqueda de la santidad – nos quedamos quietos mientras los papas posconciliares se desvían de un lado a otro. .

Busque primero el reino de Dios

En términos generales, estamos perdiendo la batalla por la cultura. La mayoría de los católicos no conocen su fe, y si se les explicara realmente (especialmente las enseñanzas morales), la mayoría la rechazaría de plano por absurda, imposible o subversiva de las libertades personales, que nos son más queridas que Dios mismo. Cada vez más abiertamente, los medios de comunicación y el cine atacan y se burlan del catolicismo, una desgracia que sólo es posible porque los católicos son blancos fáciles y apenas levantan una protesta. (Imagínense si se burlaran de los judíos o de los musulmanes en una película importante.) La mayoría de los laicos no están sirviendo de levadura en la sociedad secular, purificándola y elevándola; la sociedad secular simplemente los ha asimilado y les ha lavado el cerebro hasta un punto de acuerdo casi total. El síndrome Pelosi-Biden no es la excepción sino la regla. Hace años, escribí dos veces al arzobispo de Washington, D.C., el cardenal Donald Wuerl, preguntándole por qué, con respecto a los políticos «católicos» pro-abortistas, cuyas políticas eran responsables de la muerte de millones de niños, no imitaba a San Ambrosio, quien, después de la matanza de 7.000 personas en Tesalónica en el año 390 d.C., se negó a dar la Sagrada Comunión al emperador Teodosio I hasta que hubiera hecho penitencia pública por sus pecados. No es de extrañar que yo recibiera respuestas por carta que se limitaban a decir: «El Cardenal es sólidamente pro-vida. Aquí hay un folleto que lo demuestra».

Algunos obispos «conservadores» podrían pensar que, ante una situación tan grave, lo último que debería importarles es restaurar la sacralidad de la liturgia sagrada: su música peculiar formada por el canto, el órgano y la polifonía; la diferencia de emplear como lengua el latín; sus costumbres milenarias, rituales, oraciones, gestos, ornamentos, vasos, mobiliario y arquitectura. «¿No tenemos cosas más importantes y urgentes de las que preocuparnos?», murmuran con el ceño fruncido. Pero hablar así es no entender nada. La razón principal por la que la identidad católica es ahora tan débil es que, hace más de cincuenta años, empezamos a experimentar y a jugar con los misterios sagrados de Dios, y ahora nada parece santo, nada parece permanente, no hay nada que merezca la pena venerar, nada ante lo que merezca la pena hacer una genuflexión. Si todas y cada una de las iglesias locales no hacen del culto solemne, sagrado y abnegado a Dios su prioridad pastoral absoluta, se irán extinguiendo una a una, ahogándose en un océano de mediocridad, relativismo e irrelevancia final. La identidad católica nos viene en primer lugar de arriba, a través de la liturgia en la que Dios está presente y activo. La única lex orandi, la que está de acuerdo con la Tradición, late como el corazón vivo de la Fe. La Iglesia sólo sobrevivirá y prosperará allí donde sus pastores tengan la sabiduría de buscar primero el Reino de Dios, dejando que todo lo demás venga después.

Traduccción AMGH. Artículo original

Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewskihttps://www.peterkwasniewski.com
El Dr. Peter Kwasniewski es teólogo tomista, especialista en liturgia y compositor de música coral, titulado por el Thomas Aquinas College de California y por la Catholic University of America de Washington, D.C. Ha impartrido clases en el International Theological Institute de Austria, los cursos de la Universidad Franciscana de Steubenville en Austria y el Wyoming Catholic College, en cuya fundación participó en 2006. Escribe habitualmente para New Liturgical Movement, OnePeterFive, Rorate Caeli y LifeSite News, y ha publicado ocho libros, el último de ellos, John Henry Newman on Worship, Reverence, and Ritual (Os Justi, 2019).

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