El pasado septiembre, en la víspera del segundo sínodo, me sentí totalmente agobiado; una catarata de malas noticias caían sobre mí, golpeándome como las olas en una tempestad. El juego estaba amañado, la baraja estaba marcada, la mano ya estaba untada y todos estaban enterados, hasta los que pretendían no saber nada; el enorme sentido de derrota parecía, a veces, realmente aplastante. Podía detectar un pleamar de pánico y desesperación en las preguntas y comentarios de amigos y lectores.
¿Cuál era la causa de todo esto? ¿Qué va a hacer Dios? Ciertamente pondrá un alto a esta situación antes de que llegue más lejos.
Pero la tormenta siguió su curso impasible y el Sínodo resulto ser un golpe maestro de la manipulación y el engaño; la batuta paso así a manos del Santo Padre para que este rindiera su fallo, para que anunciara al mundo lo que la Iglesia había concluido después de dos años arrancando de cuajo el matrimonio y la familia para examinar sus raíces a la luz de «situaciones nuevas». Aquel día de septiembre me hinqué a rezar y le pedí a Dios que me diera las palabras necesarias, el resultado fue un artículo. Hoy me encuentro en ese mismo estado mental y hoy, también, me he hincado a rezar y a pedirle a Dios que me dé su palabra.
Han transcurrido ya seis meses desde la clausura del Sínodo y estamos siendo apabullados por la exhortación apostólica postsinodal, por esa increíble desviación en el deber sagrado de la Iglesia de proteger y preservar las enseñanzas de Nuestro Señor acerca del matrimonio, e incluso acerca de la naturaleza del pecado. Después de diez días de hablar sin cesar acerca de la exhortación encuentro el tema sumamente agotador y, a la vez, me parece imposible hacerlo a un lado. Su importancia en la historia de la Iglesia no se puede menospreciar, y sus turbias profundidades no han sido aún sondadas. Sus toxinas ocultas, tan delicadas como letales, en este mismo momento empiezan ya a germinar en miles de diócesis, en decenas de miles de parroquias y confesionales y en millares de hogares en todo el mundo. Tomará tiempo para que surtan su efecto completo, de la misma manera que en 1967 todo aquel esfuerzo inicial por derruir las enseñanzas, y que sería más tarde justificado en Humanae Vitae, inexorablemente resultaría, por ejemplo, en la caída de una inmensa mayoría de católicos en el pecado mortal del uso de anticonceptivos. Y lo hicieron muy a pesar de que la doctrina de la Iglesia fue declarada inconmovible.
Por lo tanto, vuelvo a publicar lo que escribí en septiembre. Eliminé todas las referencias que eran específicas a aquella situación y agregué nueva referencias pertinentes a esta. Lo demás creo que proviene de Nuestro Señor, todo eso se queda tal como estaba escrito. Son tan relevantes hoy como lo fueron en esos días y seguirán siéndolo mil años más si el designio Dios permite la existencia del mundo hasta entonces.
Santa Hildegarda de Bingen tuvo una visión, citada por el Papa Emérito Benedicto XVI a la Curia romana con ocasión de la Navidad de diciembre de2010:
«En el año 1170 después de Cristo estuve en cama, enferma durante mucho tiempo. Entonces, física y mentalmente despierta, vi una mujer de una tal belleza que la mente humana no es capaz de comprender. Su figura se erguía de la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con un esplendor sublime. Sus ojos miraban al cielo. Llevaba un vestido luminoso y radiante de seda blanca y con un manto cuajado de piedras preciosas. En los pies calzaba zapatos de ónix. Pero su rostro estaba cubierto de polvo, su vestido estaba rasgado en la parte derecha. También el manto había perdido su belleza singular y sus zapatos estaban sucios por encima. Con gran voz y lastimera, la mujer alzó su grito al cielo: “Escucha, cielo: mi rostro está embadurnado. Aflígete, tierra: mi vestido está rasgado. Tiembla, abismo: mis zapatos están ensuciados”.
Y prosiguió: “Estuve escondida en el corazón del Padre, hasta que el Hijo del hombre, concebido y dado a luz en la virginidad, derramó su sangre. Con esta sangre, como dote, me tomó como esposa.
Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos mientras estén abiertas las heridas de los pecados de los hombres. El que permanezcan abiertas las heridas de Cristo es precisamente culpa de los sacerdotes. Ellos rasgan mi vestido porque son transgresores de la Ley, del Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor de mi manto, porque descuidan totalmente los preceptos que tienen impuestos. Ensucian mis zapatos, porque no caminan por el camino recto, es decir por el duro y severo de la justicia, y también porque no dan un buen ejemplo a sus súbditos. Sin embargo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad”.
Y escuché una voz del cielo que decía: “Esta imagen representa a la Iglesia. Por esto, oh ser humano que ves todo esto y que escuchas los lamentos, anúncialo a los sacerdotes que han de guiar e instruir al pueblo de Dios y a los que, como a los apóstoles, se les dijo: ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación’” (Mc 16,15)» (Carta a Werner von Kirchheim y a su comunidad sacerdotal: PL 197, 269ss)
En este momento de la historia de la Iglesia una escena de los Evangelios salta a la mente, una cuyo profundo sentido muchos de nosotros estamos experimentando de manera nueva y muy personal.
«Ahora bien, sobrevino una gran borrasca, y las olas se lanzaron sobre la barca, hasta el punto de que ella estaba ya por llenarse. Mas Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» Entonces Él se levantó, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla; sosiégate!» Y se apaciguó el viento y fué hecha gran bonanza. Después les dijo: «¿Por qué sois tan miedosos? ¿Cómo es que no tenéis fe?» (Marcos 4, 37-40).
En estos momentos, al ver la Barca de Pedro vapuleada por las olas de la herejía y el escándalo, nos parece que Jesucristo duerme en medio de la tempestad que nos circunda. Aun así, debemos recordar que el poder de Jesucristo no es latente y que su atención sobre nosotros jamás ceja. El amor por su esposa es más profundo que el amor de cualquier hombre por su amada, Él la socorrerá en su angustia extrema. En su encíclica acerca de la Realeza de Cristo, Quas Primas, el Papa Pio XI recordó a los fieles que:
«Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblo cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además, entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías» (23).
Cuando presenciemos ataques por parte de aquellos que promueven doctrinas falsas, tengamos confianza, la gloria de la Santa Madre Iglesia, el esplendor de la Esposa Mística «que permaneció oculta en el corazón del Padre hasta que el Hijo del Hombre, que fue concebido y nació en la virginidad, derramó su sangre» volverá a brillar una vez más. Prevalecerá, sus ropas serán reparadas, sus zapatillas volvieran a brillar, su rostro quedará sin mancha y su resplandor quedará restaurado. Jesucristo duerme, más pronto se erguirá. ¿Por qué nos atemorizamos? ¿Acaso no tenemos fe?
Si la respuesta a esta última pregunta es un enfático ¡sí!, podríamos entonces preguntarnos ¿Qué hacer ante todo esto? Las fuerzas del mal han ganado esta batalla, pero jamás ganarán la guerra. Nos encontramos, no obstante, dispersos y vagando entre los escombros, muchas mentes de buena voluntad han caído en el error, seducidas en la defensa de lo indefendible; Jesucristo precisamente nos advirtió acerca de estos acontecimientos.
«Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, y harán cosas estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aún a los elegidos» (Mateo 24, 24).
Al igual que San Pablo:
«… predica la Palabra, insta a tiempo y a destiempo, reprende, censura, exhorta con toda longanimidad y doctrina. Porque vendrá el tiempo en que no soportarán más la sana doctrina, antes bien con prurito de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias. Apartarán de la verdad el oído, pero se volverán a las fábulas. Por tu parte, sé sobrio en todo, soporta lo adverso, haz obra de evangelista, cumple bien tu ministerio» (2Timoteo 4, 1-5).
¿Qué podemos hacer? preguntáis de nuevo. Personalmente recomiendo tres cosas, son categorías muy amplias con muchísimas opciones y todas fructíferas.
Lo primero y más importante es rezar. Rezar especialmente, hay que el rosario, esa temible arma de Nuestra Señora quien, en este mismo momento, lidera legiones de ángeles en combate contra las huestes del mal dentro de la Iglesia y en el mundo. Recemos diario por la Iglesia y sus pastores: que los buenos encuentren el valor para luchar y perseverar y que los malos se conviertan o sean derrotados. Recemos por nosotros mismos, porque no nos abandone la virtud y la fe, y por no caer en la desesperación. Debemos rogarle a Dios que reforme y restaure su Iglesia, y que el triunfo del Inmaculado Corazón de María —una victoria prometida— se haga realidad cuanto antes. Oh Augusta Reina es una oración de mucho valor para estos días de combate espiritual, se sabe que fue otorgada por Nuestra Señora a un sacerdote en necesidad extrema:
En 1863, un alma (el padre Louis Cestac, fallecido en 1868) que tenía muy experimentadas las bondades de la Sma. Virgen, fue súbitamente herida como de un rayo de luz divina.
Le pareció ver a los demonios diseminados por toda la tierra, haciendo estragos inexplicables. Al mismo tiempo sintió su mente elevada hacia la Sma. Virgen, la cual le dijo que efectivamente los demonios andaban sueltos por el mundo y que había llegado la hora de rogarle como Reina de los Ángeles, pidiéndole que enviase las legiones santas para combatir y aplastar los poderes infernales.
—Madre mía, —dijo esta alma— ya que sois tan buena, ¿no podrías enviarlas sin que os lo rogáramos?
— No, —respondió la Sma. Virgen— la oración es condición impuesta por Dios para alcanzar las gracias.
—En este caso, Madre mía, ¿querrías enseñarme Vos la manera de rogaros?
Y creyó escuchar de la Sma Virgen, la oración Oh Augusta Reina.
¡Augusta Reina de los Cielos y Maestra de los Ángeles!
Vos que habéis recibido de Dios el poder de aplastar la cabeza del dragón infernal, os pedimos humildemente que enviéis las legiones celestiales para qué bajo vuestras órdenes, persigan a los espíritus malignos, los combatan por todas partes, repriman su audacia y los precipiten al abismo.
¿Quién como Dios? – ¡Nadie como Dios!
¡¡Augusta Reina de los Cielos y Maestra de los Ángeles!!
¡Oh Buena y cariñosa Madre!
Vos seréis siempre nuestro amor y nuestra esperanza.
¡Oh divina Madre!, enviad los Santos Ángeles para defendernos
y rechazar muy lejos de nosotros el cruel enemigo.
Santos Ángeles y Arcángeles,
defendednos y guardadnos. Amen.
Esta plegaria se reza al concluir las oraciones diarias de Auxilium Christianorum, en el cual les aconsejo y les ruego encarecidamente participar en estos momentos tan difíciles.
El segundo consejo es hacer penitencia. Este es, personalmente, el más arduo a seguir; disfruto de las comodidades y el bienestar de la vida más de lo que es prudente, mi margen de tolerancia para el padecimiento es muy bajo. Sin embargo, ha llegado la hora de abrazar la cruz con más ahínco, de ofrecer actos de mortificación, no importa cuán pequeños, y de prevenir fuerzas contra las tentaciones y pruebas venideras. Disto mucho de ser un maestro en ascetismo, pero gracias a Dios durante la Cuaresma logré sobreponerme a toda una vida de resistencia al ayuno, y he empezado a descubrir el poder espiritual que conlleva. Afortunadamente hay tantas otras oportunidades: las irritaciones diarias, los achaques y dolores, las pequeñas humillaciones e insultos, la intranquilidad económica y tantas otras dificultades que todos experimentamos. ¡Es necesario evitar que ninguna instancia de sufrimiento sea desperdiciada! Se me ocurre, de vez en cuando, que si pudiera de alguna manera transformar mí impulso a quejarme en una ofrenda espontanea mi mundo sería otra cosa.
El tercer consejo es este: debemos sumergirnos en la verdad y la belleza de nuestra fe. En 2014, el obispo Athanasius Schneider anticipó este mismo caos que estamos padeciendo, y nos ofreció el consuelo de nuestra Madre la Iglesia:
A pesar de todo, podemos contar con la belleza de la verdad divina, de la gracia y el amor divino en la Iglesia. Esto es algo que nadie nos puede arrebatar; ni el Sínodo, ni los obispos, ni siquiera el Papa nos puede arrebatar ese tesoro, esa belleza de la fe católica, del Jesucristo Eucarístico, de los sacramentos. La doctrina inalterable, los principios litúrgicos inmutables, la santidad de esa vida, eso constituye el poder verdadero de la Iglesia.
Alabar a Dios con una liturgia digna y reverente debe ser la prioridad más alta e importante en nuestras vidas. No debemos permitir que la pereza nos obligue a asistir a la bochornosa misa que está a unos cuantos minutos de nuestra puerta. El amor por la Eucaristía de Nuestro Señor —quien ahora será vejado innumerables veces por el sacrilegio de comulgantes indignos— es lo que debe movernos a ofrecerle el mejor homenaje posible. La historia de Caín y Abel nos enseña con claridad que Dios no es indiferente a la calidad de nuestra alabanza.
«Pasado algún tiempo, presentó Caín a Yahvé una ofrenda de los frutos de la tierra. Y también Abel ofreció de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahvé miró a Abel y su ofrenda; pero no miró a Caín y su ofrenda, por lo cual se irritó Caín en gran manera, y decayó su semblante. Entonces dijo Yahvé a Caín: “¿Por qué andas irritado, y por qué ha decaído tu semblante?
¿No es cierto que si obras bien, podrás alzarlo? Mas si no obras bien, está asechando a la puerta el pecado que desea dominarte; pero tú debes dominarle a él» (Génesis 4, 3-7).
Ya es hora para buscar y encontrar la mejor misa posible. Una misa que sea un alivio y un refugio, que incite a la mente y al corazón a la contemplación de la majestad del más Augusto Sacrificio de Nuestro Señor. Voy a hacer la controversial afirmación de que debemos evitar a toda costa asistir al Novus Ordo, ya que tiene su origen es la misma teología ponzoñosa que nos ha dado el Sínodo y la exhortación. Es necesario encontrar una misa tradicional o, en su defecto, una iglesia del bellísimo rito oriental, que utiliza variantes de la Liturgia Divina de San Juan Crisóstomo. Una vez que encontremos nuestro lugar para alabar al Señor el corazón y la mente encontraran su camino. Hace poco un lector me dijo «Asistir a la misa tradicional fue lo que permitió que las escamas [lo que está ocurriendo en la Iglesia] cayeran de mis ojos». No exagero cuando digo que si ninguna de estas opciones existe cerca de su hogar, y si su fe y la de su mujer e hijos tiene algún valor para usted, haga todo cuanto esté en su poder para mudarse a una zona done exista alguna de esas opciones.
Jesús le contestó: «Si quieres ser perfecto, vete a vender lo que posees, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme» (Mateo 19, 21).
Si se nos ofrecen opciones, no elegiríamos vivir en un área en la que nuestras necesidades materiales (alimento, techo, trabajo) no podrían ser satisfechas. ¿Por qué vivir donde nuestras necesidades espirituales quedan insatisfechas? No hay nada que temer, es tan sólo un sacrificio. El Señor bendice y recompensa la fidelidad.
Es necesario, así mismo, hacer acopio de lecturas católicas para el hogar. Lea las Sagradas Escrituras, a los santos y a los teólogos. Estudie la historia de la Iglesia. Examine las obras que han expuesto en mayor detalle el triunfo del modernismo durante el Segundo Concilio Vaticano y lo que le siguió, ya que esa fue la revolución que en nuestros días está realizando sus más altas aspiraciones. Hay que profundizar nuestra comprensión de esa revuelta litúrgica, de todo lo que ha originado y de qué manera nos ha dejado indefensos ante su agresión continua. Eduque a sus hijos en el valor real de la Misa y de los sacramentos, y asegúrese de que reciban los sacramentos (¡especialmente el bautismo!) en la forma tradicional. Al instruirlos, utilice textos cómo My Catholic Faith y Treasure and Tradition y El Catecismo de Baltimore. Encuentre y observe aquellas devociones tradicionales que le atraen, especialmente las de la Inmaculada Virgen María y del Sagrado Corazón de Jesús. Llene su hogar con imágenes y estatuas religiosas hermosas. Hay que tener a la mano sustancias sacramentales tales como agua bendita, crucifijos Benedictinos y veladoras benditas, oleos y sales. Dedique su hogar al Sagrado Corazón y solicite que lo bendigan y le hagan exorcismos con regularidad. En todo, nuestra meta debe ser la transformación personal, porque la única revolución verdaderamente católica es la revolución contra nosotros mismos, contra el pecado y en favor de la reforma interior.
Para resumir todos estos consejos en una sola frase: Conviértase en el tipo de católico con el que desearía ver al mundo colmando.
«Así, pues, amados míos, de la misma manera como siempre obedecisteis, obrad vuestra salud con temor y temblor,… porque Dios es el que, por su benevolencia, obra en vosotros tanto el querer como el hacer. Haced todas las cosas sin murmuraciones ni disputas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha, en medio de una generación torcida y perversa, entre los cuales resplandecéis como antorchas en el mundo,…» (Filipenses 2, 12-15).
[Traducido por Enrique Treviño. Artículo original]