In hac lacrimarum valle
Queridísimo doctor Valli:
Me ha impactado la lectura de sus reflexiones sobre el estado de la Iglesia y sobre el trasvase de católicos de una realidad agonizante a una nueva dimensión más combativa y guerrillera, como ha escrito [aquí], retomando una conocida meditación radiofónica de un joven Joseph Ratzinger.
No se trata de pasar del Cuerpo Místico a una realidad humana y utópica creada por la mente de alguien que añora el pasado y no está a gusto con el presente. Si fuera ésa nuestra tentación, traicionaríamos a la Iglesia separándonos de ella y excluyéndonos así de la salvación, que sólo está garantizada a sus miembros. Fíjate en la paradoja, estimado Aldo Maria: cuantos se proclaman orgullosamente fieles al inmutable Magisterio católico se crearían un oasis, olvidando que todos somos exsules filii Evae y que avanzamos, gementes et flentes, por este valle de lágrimas.
La Iglesia no ha muerto, y nunca morirá. Sabemos que esta tremenda crisis, en la que asistimos a la obstinada demolición de lo poco que sobrevive de católico entre aquellos a los que el Señor ha constituido en pastores de su grey, se manifiesta la dolorosa pasión y descenso al sepulcro del Cuerpo Místico que la Providencia dispuso que imitara en todo a su divino Jefe.
También bajo el cielo cubierto de negros nubarrones en Jerusalén, contemplando en el Gólgota al Hijo de Dios alzado en la Cruz, hubo quienes creyeron concluido el breve paréntesis del Nazareno. Pero junto a los que –ya sea por pesimismo, miedo, oportunismo o abierta hostilidad– observan con indiferencia los estertores de la Iglesia, otros gimen con el corazón destrozado por dicha agonía, aun sabiendo que es necesaria, como indispensable preludio de la resurrección que le espera y que espera a todos sus miembros. Es un estertor terrible, como igualmente terrible fue el grito con que el Señor rasgó el silencio incrédulo de la Parasceve, y junto con éste el dominio de Satanás sobre el mundo. ¡Elí, Elí, lama sabactaní! Oímos el grito de Cristo mientras gime la Iglesia. Vemos la lanza, los palos, la caña con la esponja empapada en vinagre. Oímos los indecorosos insultos de las masas, las provocaciones del Sanedrín, las órdenes impartidas a los guardias y los sollozos de las santas mujeres.
Pues eso, estimado Valli: hoy nos toca estar al pie de la Cruz mientras asistimos a la Pasión de la Iglesia. Estar en pie, erguidos, firmes, fieles. Junto a María Santísima Dolorosa —stabat Mater dolorosa–, que al pie de aquella Cruz confió el Señor como Madre a San Juan y haciéndolo a él hijo de su Madre. En medio del dolor de ver cómo se renuevan los dolores de la Pasión en el Cuerpo Místico de Cristo, sabemos que con esta última ceremonia solemne del templo se cumple la Redención: realizada por el Hijo encarnado, tiene su correspondencia mística inevitable en los redimidos. Y así como el Padre aceptó con agrado el Sacrificio de su Hijo unigénito para rescatar a unos miserables pecadores como nosotros, igualmente se digna ver reflejados en la Iglesia y en cada uno de los creyentes los padecimientos de la Pasión. Sólo así nos hace sus colaboradores y partícipes en la obra de la Redención efectuada por Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, en nombre de la humanidad. No somos sujetos pasivos de un plan que desconocemos, sino protagonistas activos de nuestra salvación y la de nuestros hermanos, a imitación del ejemplo de nuestro divino Jefe. Podríamos decir que con ellos somos en efecto un pueblo de sacerdotes.
Ante la desolación de los tremendos tiempos que atravesamos, contemplando la apostasía de la Jerarquía y la agonía del cuerpo de la Iglesia, no podemos permitirnos ser pesimistas ni sucumbir a la desesperación o la resignación.
Estamos junto a San Juan y la Virgen Dolorosa al pie de una cruz sobre la que escupen los nuevos sumos sacerdotes e impreca un nuevo sanedrín. Por otra parte, si los representantes de la casta sacerdotal fueron los primeros en querer dar muerte a Nuestro Señor, no tiene nada de sorprendente que en el momento de la Pasión de la Iglesia sean ellos mismos los primeros en burlarse de aquello que ya no entienden por la ceguedad de su alma.
Roguemos. Roguemos con humildad al Espíritu Santo que nos infunda fuerzas en los momentos de prueba. Multipliquemos las oraciones, las penitencias y los ayunos por todos aquellos que empuñan hoy el látigo, encasquetan la corona de espinas, hincan los clavos e hieren el costado de la Iglesia, como hicieron en otro tiempo con Cristo. Roguemos también por quienes asisten impasibles o miran para otro lado.
Roguemos, por último, por quienes lloran, quienes ofrecen un pañuelo para enjugar el rostro desfigurado, quienes llevan la cruz por un rato y quienes preparan la sepultura, las vendas limpias y el precioso bálsamo. Expectantes beatam spem, et adventum gloriae magni Dei et Salvatoris nostri Jesu Christi (Tit.2,13).
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
14 de Julio de 2021
Festividad de San Buenaventura, obispo y doctor de la Iglesia
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)