La siguiente carta tan clarividente y profética fue escrita por el compositor, musicólogo, organista y ensayista Mons. Domenico Celada en 1969. Es un documento que profetizó lo que sucedería en la Iglesia –tanto más relevante hoy cuando Traditionis Custodes intenta sofocar la fidelidad al Rito Tridentino, sin importarle la degradación litúrgica que, con la introducción de una nueva Misa, se ha perpetrado y continúa dramáticamente en estos tiempos de profunda crisis en la Iglesia Católica. La carta abierta de Mons. Celada desenmascaró (y desenmascara) el espíritu que animó (y anima) a los saboteadores de la tradición. Mons. Celada, que enseñó música e historia del canto gregoriano en la Universidad Lateranense, dejó de sufrir por su franqueza: fue destituido de todos sus cargos. (Original en italiano aquí).
Hace tiempo que quería escribiros, ilustres asesinos de nuestra santa Liturgia. No porque espere que mis palabras tengan algún efecto sobre ustedes, que han caído hace mucho tiempo en las garras de Satanás y se han convertido en sus más obedientes siervos, sino para que todos aquellos que sufren por los innumerables crímenes cometidos por ustedes puedan recuperar su voz.
No se engañen, señores. Las heridas atroces que habéis abierto en el cuerpo de la Iglesia claman venganza ante Dios, justo Vengador.
Vuestro plan para subvertir la Iglesia, a través de la liturgia, es antiquísimo. Muchos de vuestros antecesores, mucho más inteligentes que vosotros, intentaron llevarlo a cabo, y el Padre de las Tinieblas ya los ha acogido en su reino. Yo recuerdo vuestra ira, vuestra mueca burlona, cuando, hace unos quince años, deseaste la muerte de ese gran Pontífice, el siervo de Dios Eugenio Pacelli, porque había adivinado vuestros designios y se había opuesto a ellos con la autoridad del Triregno. Después de aquella célebre conferencia sobre la “liturgia pastoral”, sobre la que habían caído como una espada las clarísimas palabras del papa Pío XII, dejaste la mística Asís echando espumarajos de ira y de veneno.
Ahora lo habéis logrado, por lo pronto, al menos. Habéis creado vuestra “obra maestra”: la Nueva Liturgia.
Que esto no es obra de Dios se demuestra en primer lugar (dejando de lado las implicaciones dogmáticas) por un hecho muy simple: es terriblemente fea. Es un culto a la ambigüedad y al equívoco, no pocas veces un culto a la indecencia. Esto es suficiente para comprender que su “obra maestra” no proviene de Dios, la fuente de toda belleza, sino del antiguo desfigurador de las obras de Dios.
Sí, habéis privado a los fieles católicos de las emociones más puras, derivadas de las cosas sublimes que han sustanciado la liturgia durante milenios: la belleza de las palabras, de los gestos, de la música. ¿Qué nos habéis dado a cambio? Un muestrario de fealdades, de “traducciones” grotescas (como es sabido, vuestro padre, que está ahí abajo no tiene sentido del humor), de emociones gástricas que despiertan los maullidos de las guitarras eléctricas, de gestos y actitudes cuanto menos equívocas.
Pero, como si eso no fuera suficiente, hay otra señal que muestra que vuestra “obra maestra” no viene de Dios. Y esos son los instrumentos que utilizasteis para realizarla: el fraude y la mentira. Habéis conseguido hacer creer que un Concilio había decretado la desaparición de la lengua latina, el archivo del patrimonio de la música sacra, la abolición del tabernáculo, el giro copernicano de los altares, la prohibición de arrodillarse ante Nuestro Señor presente en la Eucaristía, y todos vuestros otros pasos progresistas, que son parte (dirían los abogados) de una “unidad de designio delictivo”.
Sabíais muy bien que la “lex orandi” es también la “lex credendi”, y que, por tanto, cambiando la una, cambiaríais la otra.
Sabíais que apuntando vuestras lanzas envenenadas contra la lengua viva de la Iglesia, habríais prácticamente matado la unidad de la fe.
Sabías que, decretando la muerte del canto gregoriano y de la polifonía sacra, podías introducir a tu antojo todas las indecencias pseudomusicales que profanan el culto divino y ensombrecen equívocamente las celebraciones litúrgicas.
Sabías que, destruyendo tabernáculos, reemplazando altares por “mesas para el banquete eucarístico”, negando a los fieles la oportunidad de arrodillarse ante el Hijo de Dios, en poco tiempo extinguirías la fe en la Presencia Real.
Habéis trabajado con los ojos abiertos. Os enfurecéis contra un monumento al que el cielo y la tierra habían puesto sus manos, porque sabíais que con él estabais destruyendo la Iglesia. Habéis venido a quitarnos la Santa Misa, arrancándonos incluso el corazón de la liturgia católica. (Esa misma Santa Misa para la que fuimos ordenados sacerdotes, y que nadie en el mundo podrá jamás prohibirnos, porque nadie puede pisotear el derecho natural.)
Lo sé: ahora podéis reíros de lo que voy a decir. Reíos mucho. Habéis ido tan lejos como para quitar de las Letanías de los Santos la invocación “a flagello terraemotus, libera nos, Domine” [del flagelo del terremoto, líbranos, Señor], y nunca antes la tierra tembló en tantas latitudes. Habéis quitado la invocación “a spiritu fornicationis, libera nos Domine” [del espíritu de fornicación, líbranos, Señor], y nunca hemos estado tan cubiertos como ahora por el lodo de la inmoralidad y la pornografía en sus formas más repelentes y degradantes. Has abolido la invocación “ut inimicos sanctae Ecclesiae humiliare digneris” [para que te dignes humillar a los enemigos de la Santa Iglesia], y nunca antes los enemigos de la Iglesia han prosperado en todas las instituciones eclesiásticas, en todos sus niveles.
Reíos, Reíos… Vuestra risa es grosera y carente de alegría. Ciertamente ninguno de vosotros conocéis, como nosotros, las lágrimas de alegría y tristeza. Ni siquiera sois capaces de llorar. Vuestros ojos bovinos, sean bolas de cristal o de metal, miran las cosas sin verlas. Sois como las vacas que miran pasar los trenes. Antes que a vosotros prefiero al ladrón que arrebata la cadenilla de oro al niño, prefiero al asaltante, prefiero al atracador armado, prefiero incluso al bruto y al profanador de tumbas. Son gente mucho menos sucia que vosotros, que le habéis robado al pueblo de Dios todos sus tesoros.
Mientras esperamos a vuestro padre de allá abajo para recibiros en su reino, “donde hay llanto y crujir de dientes”, quiero que sepáis nuestra certeza inquebrantable de que esos tesoros nos serán devueltos y será una restitutio in integrum [restauración total]. Se os ha olvidado que Satanás es el eterno perdedor.
Original. Traducido por Agustín Silva