Actualidad de la enseñanza de Monseñor Luigi Carli sobre la Colegialidad episcopal

El Concilio Vaticano I interrumpido e inacabado 

En 1964, durante los debates conciliares sobre la Colegialidad episcopal, el entonces Obispo de Segni, monseñor Luigi Carli[1] publicó un libro (La Chiesa a Concilio, Milano, Àncora, 1964) en el que afirmaba 1º) que el Concilio Vaticano I (1869-1870) definió el primado de jurisdicción del Papa sobre la Iglesia universal y la infalibilidad personal del Romano Pontífice; 2º) que desgraciadamente, a causa de la invasión de Roma por parte de la casa de Saboya (20 de septiembre de 1870), el Vaticano I fue interrumpido y no pudo definir nada más sobre el restante tema de la constitución jerárquica de la Iglesia por divina institución, aun estando ya preparado y elaborado el material acerca de la cuestión fundamental del Episcopado en sí y en relación con el Papado (op. cit., p. 197)[2]

Papado y Episcopado 

En su libro, monseñor Carli afronta la cuestión de las relaciones entre Papado y Episcopado a la luz de la Tradición y de la nueva doctrina colegialista, la cual ganó terreno “pastoralmente” en el Vaticano II, y demuestra cómo ella, de ser una doctrina extraña a la Tradición apostólica y al Magisterio constante, tradicional y dogmático de la Iglesia, pasó a ser doctrina comúnmente enseñada, aun no siendo dogmática, a partir de 1964.

Ciertamente, la interrupción del Concilio Vaticano I, que no se cerró, sino que se debió cerrar después de un año de trabajos con la sola definición relativa al Papado (infalibilidad y primado), dejó inacabado su espléndido trabajo y, no habiendo podido afrontar la cuestión de la institución divina del Episcopado con todas sus consecuencias, puede dar la impresión de una parcialidad en la que se estudia la Iglesia sólo en cuanto al Papado.

Pues bien, estos dos dogmas sobre el Papado (infalibilidad y primado) deben verse como el fundamento sobre el cual se realiza la unidad de la estructura eclesial, compuesta por una jerarquía en la cual el Papado no absorbe y suplanta al Episcopado, sino que lo solidifica y es su fundamento. La doctrina tradicional habla, en efecto, de un Episcopado monárquico universal o papal y de un Episcopado subordinado local o diocesano.

Es necesario, sin embargo, prestar atención a 1º) no redimensionar los dos dogmas relativos al Papado, como hacen los colegialistas, sino 2º) armonizarlos con la institución divina del Episcopado subordinado, garantizado y solidificado por la “Roca” del Papado[3].

El Obispo diocesano 

Los Obispos son los sucesores de los Apóstoles, así como los Papas son los sucesores de Pedro, Cabeza de los Apóstoles. Por tanto, el Episcopado es, por voluntad divina, parte esencial y necesaria de la estructura de la Iglesia[4].

También los Obispos, nombrados por el Papa y que reciben directamente de él el poder de jurisdicción y de él (o por mandato suyo) el Orden sacramental (a través de otro Obispo), gracias a estos dos elementos, no sólo tienen la plenitud del sacerdocio, sino que pueden (no deben necesariamente) participar en el magisterio y en el gobierno de la Iglesia, si el Papa lo desea, ya sea reuniéndolos en Concilio ecuménico, ya sea llamándoles a pronunciarse con él, esparcidos por las diócesis de todo el mundo, sobre cuestiones de fe y de moral.

La Iglesia de Cristo es universal de derecho divino, pero se concretiza, se actúa y se realiza en las diócesis o iglesias locales individuales y en los Obispos que las gobiernan como sucesores de los Apóstoles, de otro modo sería sólo una abstracción o una idea de Iglesia virtual y no una Iglesia visible, real, en acto o en concreto[5], como Cristo la quiso y la fundó.

Si el Episcopado en cuanto tal es de institución divina, la organización administrativa, el número y la extensión de las diócesis son de derecho eclesiástico.

Iglesia visible, no virtual 

Como la Iglesia es visible, se debe realizar, concretizar y ver en el Papa individual elegido en acto, que, habiendo aceptado su elección, se convierte en Papa formalmente. Si el elegido no acepta, sigue siendo hasta la renuncia definitiva “papa material o en potencia”[6], no se convierte en Papa real y en acto, pero tampoco sigue siendo ni siquiera habitualmente “papa material”. Sigue siendo cardenal (o lo que era antes de su elección no aceptada) y el colegio de los cardenales debe pasar a una nueva elección que dé a la Iglesia un Papa real y en acto, porque es una sociedad visible y no neumática. Pues bien, el Papa real y concreto representa el anillo concreto y real (no virtual y lógico) que une a la Sede apostólica a Pedro. Por tanto, es inimaginable concebir la Iglesia de Cristo fundándose durante 60 años sobre un “papado virtual, potencial o material” sin pasar a un Papa formal y en acto. En efecto, si en el cónclave el elegido no acepta la elección, el colegio cardenalicio debe pasar necesariamente a la elección de un nuevo candidato que, aceptándola, se convierte en Papa de carne y hueso, verdadero y vivo, en acto y físicamente.

La Iglesia necesita un Papa en acto, pero ello no quiere decir que él sea siempre y necesariamente un buen Papa, ha habido épocas de la Iglesia (la crisis arriana, el siglo X, el cisma de occidente) en las que por decenios se han sucedido Papas que no eran buenos ni de íntegra doctrina, que favorecieron el error aun sin caer en herejía formal.

El Obispo diocesano 

También el Obispo (además del Papa para la Iglesia universal) realiza de manera circunscrita a su diócesis las notas de la Iglesia universal y especialmente la Unidad de su clero y de sus fieles 1º) en la misma fe, enseñándoles lo que Dios ha revelado y la Iglesia universal propone para ser creído y 2º) en la caridad, a través de la sumisión al Papa, reconociendo de iure y de facto su primado de jurisdicción.

En segundo lugar, el Obispo hace concreta en su diócesis particular la Catolicidad de la Iglesia, que de otro modo quedaría en abstracto y no descendería a lo concreto o a un sujeto real, porque la Iglesia universal está compuesta por muchas diócesis particulares gobernadas por sus Obispos subordinadamente al Papa por derecho divino.

Además, el Obispo introduce y mantiene en su diócesis la nota de la Apostolicidad formal en cuanto sucesor de los Apóstoles subordinadamente al sucesor de Pedro. La sola Apostolicidad material, o sea, sin el reconocimiento del primado de jurisdicción del Papa sobre la Iglesia universal, no es una verdadera nota de la Iglesia de Cristo, sino que es propia de las comunidades separadas de ella por la herejía o el cisma (por ejemplo, la iglesia llamada ortodoxa). En resumen, el Obispo representa el anillo concreto y real (no virtual y lógico) que une la diócesis o su iglesia local a la Iglesia apostólica en una cadena ininterrumpida de Obispos que descienden de un Apóstol.

Finalmente, por lo que se refiere a la Santidad, el Obispo la obtiene y la mantiene en su diócesis mediante el sacerdocio local, el sacrificio de la Misa, la administración de los sacramentos, que son el canal principal de la gracia sobrenatural, fuente de toda santidad.

Los poderes del Obispo 

El Obispo diocesano tiene 1º) la plenitud del sacerdocio, coadyuvado por los sacerdotes y por los diáconos en el ejercicio del culto divino en su diócesis; 2º) tiene el poder de magisterio auténtico, aunque no infalible, para enseñar las cosas relativas a la fe y a la moral a sus diocesanos; 3º) tiene una verdadera jurisdicción o poder de gobernar su diócesis, pero le es dada directamente por el Papa[7] y no le viene directamente de Dios ex officio o por el hecho de ser consagrado Obispo. Es necesario comprender que el Papa y la Iglesia universal no limitan ni disminuyen el Episcopado ni a la iglesia local o la diócesis, sino que las definen como partes situadas en el todo. En resumen, la suprema potestad del Papa hace resaltar claramente el poder episcopal como recibido y participado por Dios al Obispo individual a través del mismo Pontífice romano.

Para la teología tradicional es pacífico que el poder de Orden del Obispo le viene de Dios, aunque es consagrado por el Papa, en virtud del rito sacramental que le asegura ex opere operato una válida consagración episcopal. En cambio, los poderes de maestro (magisterio) y de gobernador (jurisdicción) sobre su diócesis le derivan inmediatamente del Papa por institución divina. Por tanto, el Obispo está subordinado y es dependiente del Papa[8].

En cambio, el Papa, apenas y legítimamente elegido y aceptada su elección, recibe un poder de jurisdicción pleno y supremo por derecho divino (cfr. Pío XII, Alocución del 5 de octubre de 1957).

Distinción real y mutua relación entre Orden y Jurisdicción 

Si bien el poder de orden es realmente distinto del de jurisdicción, tiene, sin embargo, una cierta relación con él. Por ejemplo, la jurisdicción del Obispo tiende (gobernando), como el poder de orden (santificando), a la salvación de su grey y, de cierta manera, continúa en el mundo y en especial en la diócesis la Redención universal de Cristo, realizada sobre todo mediante el Sacrificio del Calvario, del cual el de la Misa es la reactualización incruenta. Por ello, aquel que es elegido Papa debe tener, no sólo la intención de aceptar la jurisdicción universal y suma, sino también el poder del orden episcopal (y viceversa).

El Colegialismo pretende que el Obispo, en virtud de la sola consagración episcopal y, por tanto, independientemente de la misión canónica que le es dada por el Papa, recibiría una participación en la jurisdicción universal sobre la entera Iglesia católica. Ahora bien, ello es incompatible con el hecho de que el Vaticano I asigna sólo al Papa la “plenitud de la suprema potestad de jurisdicción en la Iglesia universal” (DB, 1831). Además, los Obispos que no tienen jurisdicción no tienen la sucesión apostólica formal[9]. Finalmente, Pío XII, para contrastar el error colegialista, que ya comenzaba a serpear en el ambiente eclesial, hasta en tres Encíclicas enseñó que el Obispo recibe la jurisdicción de Dios a través del Papa (Mystici Corporis, 1943; Ad Synarum gentes, 1954; Ad Apostolorum Principis Sepulchrum, 1958).

En resumen, es inconcebible admitir una jurisdicción universal y habitual de los Obispos al igual que la del Papa, es inadmisible la equiparación entre Episcopado y Papado, como querrían los colegialistas, según los cuales cada Obispo, en virtud de su sola consagración episcopal tiene el derecho de participar, por voluntad e institución divina, en el magisterio y en la jurisdicción universal del Papa. En efecto, sólo si el Papa quiere puede hacerles participar pro tempore en su magisterio y en su jurisdicción universal, ya sea reuniéndolos en Concilio ecuménico, ya sea interpelándoles para que se expresen con él, esparcidos por el mundo, cada uno en su diócesis.

El Obispo diocesano, nombrado canónicamente por el Papa (missio canonica) y consagrado al menos tres meses después de su nombramiento, entra en relación con su diócesis y sólo después entra en relación con la Iglesia universal, uniendo su diócesis a ella mediante la subordinación a Pedro. Por tanto, es a través de la jurisdicción o el nombramiento canónico como el Obispo diocesano entra en contacto con la Iglesia universal y es por medio de la comunión del Obispo con el Pontífice romano como la Iglesia es un solo rebaño bajo un solo sumo Pastor (DB, 1827). El Obispo individual, que está directamente en comunión con el Papa, lo está también indirectamente con el entero cuerpo de los Obispos, el cual es formalmente tal por medio de la subordinación al primado jurisdiccional del Papa.

En efecto, como escribe monseñor Carli: “El elemento constitutivo, formal, de la Apostolicidad del Episcopado no es la consagración episcopal, sino la comunión con el Papa (DB, 1821)” (op. cit., p. 223). La consagración válida se tiene también en los Obispos cismáticos, que, no teniendo la jurisdicción del Papa, cuyo primado no reconocen, no son formalmente sucesores de los Apóstoles, o sea, tienen sólo una Apostolicidad material y no formal. Así como se pierde la formalidad de la Apostolicidad substrayéndose culpablemente a la comunión con Pedro[10], así también se adquiere formalmente y se mantiene en virtud de la misma comunión con la Primera Sede.

El cuerpo de los Obispos 

Los Obispos, aunque dispersos por todo el mundo cada uno en su diócesis, no son entidades aisladas, sino que por voluntad de Cristo componen una unidad o sociedad moral: la Iglesia jerárquica, que es el cuerpo de los Obispos bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo y cabeza de los Apóstoles. Todo Obispo consagrado válidamente, si está unido a Pedro reconociendo su primado de jurisdicción, se convierte en miembro del cuerpo de los Obispos, cuya cabeza es el Papa, y con él y sólo si el Papa quiere participan en su jurisdicción universal, ya sea reunidos en Concilio ecuménico, ya sea esparcidos por el mundo, pero expresando su opinión acerca de cuestiones de fe y moral por petición del Papa, que puede querer (no “debe”) valerse de su consejo, sobre todo si quiere definir y obligar a creer, ejerciendo así la infalibilidad, o sea, obteniendo la asistencia divina que lo protege del error definido y hecho obligatorio, cosa que Dios no puede permitir.

Todo Obispo es sucesor concreto de un Apóstol como un anillo concreto, físico, real y no lógico o virtual de una larga cadena física y real, que se remonta a uno de los Doce Apóstoles, cuyo Príncipe es Pedro. Ello nos tranquiliza en cuanto que el Episcopado, formalmente tomado, sucede, de manera dogmáticamente cierta, por consagración episcopal y misión canónica, al Apóstol al que Cristo, en los orígenes de la Iglesia, confió, con Pedro y bajo Pedro, su Iglesia, que duraría en este mundo “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt., XXVIII, 20).

Se entiende así la necesidad, por divina institución, del Episcopado que funda y justifica la Apostolicidad perpetua y siempre actual, pero no material, potencial o virtual, de la Iglesia de Cristo. El Episcopado subordinado al Papado es algo absolutamente necesario para la Iglesia de Cristo porque Cristo la quiso y fundó así, prometiéndole asistencia y protección “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt., XXVIII, 20), lo que presupone un Episcopado y un Papado formal, actual, real, físico y no material, potencial y lógico. Esta es la única Apostolicidad que nos hace identificar la verdadera Iglesia de Cristo. Por lo cual, también hoy y hasta el fin del mundo, la Iglesia se asienta sobre la Roca de Pedro y sobre el Episcopado subordinado a él.

¿Cuerpo o Colegio? 

La expresión más exacta es cuerpo y no colegio de los Obispos. En efecto, el cuerpo expresa la idea de una subordinación a una cabeza, que en el caso de la Iglesia de Cristo es Pedro. El colegio no tiene este significado expresado por la palabra cuerpo y da a entender sólo un primado de honor y no de gobierno. En efecto, el colegio es una persona moral, una asociación o un grupo de varias personas físicas, que, sobre un fundamento de perfecta paridad, eligen una cabeza, que sólo es un primus inter pares, y además actúan siempre colegialmente (cfr. L. Carli, op. cit., p. 232). En cambio, en el cuerpo, la cabeza tiene un primado de gobierno y dirige todos los demás miembros y órganos del cuerpo, y no actúa colegialmente con ellos, sino que son ellos los que actúan movidos por la cabeza. Además, es esencial al colegio actuar siempre colegialmente bajo la representación de la cabeza-colegio sólo como primero entre pares, o sea, teniendo un simple primado honorífico o de título, pero no jurídico ni jurisdiccional. Ello equivale a tomar decisiones todos juntos o con la participación de todos, según la ley democrática de la mayoría que vence.

El hecho de que este término “colegio” haya sido utilizado por Lumen Gentium n. 12 para indicar el “cuerpo” de los Obispos es al menos un defecto de seriedad científica, jurídica y teológica que haría “pastoralmente” de la Iglesia una democracia, mientras que dogmáticamente, por divina institución, es un Episcopado monárquico del Papa con un Episcopado subordinado de los Obispos diocesanos, y en cada diócesis hay un solo (monos) Obispo y, por tanto, también aquí existe un Episcopado subordinado al Papa en la Iglesia universal, pero monárquico en la propia diócesis (cfr. L. Carli, op. cit., p. 233).

Por tanto, la doctrina tradicional católica no enseña que los Obispos residenciales (diocesanos) o titulares (que tienen la consagración y el título episcopal, pero no una diócesis que gobernar), en unión con el Papa y bajo él como cabeza suya, constituyen, iure divino, seu ex ipsius Christi Domini institutione, vel statuente Domino (DB, 1825), un verdadero “colegio”, que sucede al colegio de los Apóstoles bajo Pedro y con Pedro en la misión y en los poderes sobre la Iglesia universal, dotado permanente y constantemente de suprema, plena e inmediata potestad de magisterio, de gobierno y de santificación sobre la entera Iglesia, y no enseña que dichos poderes, adviértase bien, el “colegio episcopal” los poseería por haber sido recibidos directamente de Cristo con la consagración episcopal y no del Papa a través de la misión o nombramiento canónico. Entonces, la Iglesia sería de derecho divino colegial, democrática y no monárquica, regida por un “co-gobierno” de Papa y Obispos. No obstante, el colegio de los Obispos podría ejercer sus poderes por medio del solo Pontífice romano, pero, aun en este caso, como representante del colegio y, por tanto, en una acción colegial realizada por uno solo, pero en nombre y como representante de todos, porque él es siempre la cabeza del colegio episcopal y, aunque parezca actuar solo, en realidad lo hace colegialmente (“agere sequitur ese”).

El problema de la Colegialidad es importantísimo ya que es de naturaleza dogmática y se refiere a la constitución divina de la Iglesia y no es una cuestión disciplinar de derecho eclesiástico. Con la Colegialidad se ha hecho un atentado al statutum Domini, atentado que en parte ha sido mitigado por la “nota previa”, pero que ha dejado la ambigüedad de la doble cabeza de la Iglesia: el Papado y el Episcopado a la par en cuanto al poder jurisdiccional/magisterial y con un cierto primado sólo de título, nominal y honorífico del Papado (cfr. L. Carli, op. cit., p. 235)[11].

El problema actual, en la crisis que atormenta al ambiente eclesial, es saber cómo Cristo quiso y fundó la Iglesia y no qué perspectivas son hoy más útiles al hombre contemporáneo (democrático, pluralista, tolerante por principio y relativista), pero que no cuadran con la voluntad de Cristo y contradicen la definición del Primado pontificio dada por el Vaticano I.

Robertus

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[1] Nacido en Comacchio, en la provincia de Ferrara, en 1914, y ordenado sacerdote en 1937, fue elegido Obispo de Segni en 1957 con sólo 43 años; permaneció en Segni hasta 1973, momento en que fue nombrado Arzobispo de Gaeta, donde murió el 14 de abril de 1984.

[2] Cfr. E. Ruffini, La Gerarchia della Chiesa negli Atti degli Apostoli e nelle Lettere di Dan Paolo, Roma, 1921.

[3] Cfr. H. Lattanzi, Quid de Episcoporum “collegialitate” ex Novo Testamento sententiendum sit, en Divinitas, n.8, 1964, pp. 89-94.

[4] Cfr. A. M. Vellico, De episcopis iuxta doctrinam catholicam, Roma, 1937.

[5] Para poner un ejemplo, el concepto universal o abstracto “hombre” es un ente lógico o de razón, que como tal no existe en la realidad; en cambio, en la realidad existe Marco o el sujeto humano concreto e individual, en el que subsiste la naturaleza humana en general o el concepto universal de hombre. Así, la Iglesia, sin un Papa concreto y sin un Episcopado con Obispos concretos y reales de carne, o sea, en cada diócesis, no existe in re, sino sólo in mente.

[6] Por ejemplo, en 1903, el card. Giuseppe Sarto fue elegido Papa, pero por dos veces se negó a aceptar y sólo en la sucesiva tercera elección se plegó a la voluntad de Dios y aceptó su elección. En tal caso, las dos primeras veces era “papa sólo materialmente”, pero no lo habría seguido siendo si el colegio hubiera elegido a otro candidato: el card. Sarto habría seguido siendo cardenal y no habría continuado siendo permanentemente “papa material”. En cambio, habiendo aceptado la tercera elección, se convirtió en Papa formal o en acto.

[7] El Papa tiene una jurisdicción que le viene directamente de Dios y es “ordinaria”, o sea, “ex officio”, esto es, por el hecho de ser Papa; mientras que el Obispo no tiene una jurisdicción “ordinaria” o “ex officio”, esto es, por el hecho de ser consagrado Obispo, sino que tiene una jurisdicción “extraordinaria”, que le viene del Papa, el cual lo nombra Obispo y después lo consagra como tal.

[8] Cfr. D. Staffa, De collegiali Episcopatus ratione, en Divinitas, n. 8, 1964, pp. 37-40.

[9] Cfr. D. Staffa, De collegiali Episcopatus ratione, en Divinitas, n. 8, 1964, pp. 37-40; H. Betti, De membris Concilii Oecumenici, en Antonianum, n. 37, 1962, pp. 3-16.

[10] En casos de extrema necesidad se puede proceder a la consagración episcopal sin la previa concesión de Roma, substrayéndose no culpablemente a la comunión con Pedro. Por ejemplo, en la URSS, algunos Obispos presos en los gulags consagraban a otros Obispos sin poder pedir el placet a Roma, así como en la actual situación de caos espiritual y dogmático en el ambiente eclesial un Obispo (mons. Lefebvre), que no quiere ceder a las novedades modernistas, puede consagrar otros Obispos, los cuales no serían aceptados por su integridad de doctrina no infectada de neo-modernismo.

[11] Cfr. R. Dulac, La Pensée catholique, 1964, n. 89, pp. 39-48.

(Traducido por Marianus el eremita/Adelante la Fe)

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