Vivimos una época de confusión y, lo que es más dramático, la confusión reina también entre los católicos más fieles, que se vuelven a la Tradición de la Iglesia.
Entre estos católicos, en época de pandemia, se repiten dos preguntas: 1) ¿Es moralmente lícito usar contra el Covid-19 vacunas que utilizan líneas celulares provenientes de fetos abortados? Y 2) Independientemente de la licitud de estas vacunas, ¿es oportuno recibirlas, desde el momento en que aún no se conocen todos los riesgos que comportan para la salud?
En un estudio recientemente publicado por la editorial Fiducia, he buscado responder de manera articulada a la primera cuestión (aquí).
Este texto está destinado sobre todo a quien quiere profundizar el problema de las vacunas anti-Covid a la luz de la teología y de la filosofía moral. Hay, sin embargo, una respuesta más simple para el católico con buen sentido y es ésta: es lícito vacunarse porque nos lo asegura la Iglesia a través de su órgano doctrinal más competente, la Congregación para la Doctrina de la Fe.
El 21 de diciembre de 2020 la Congregación se expresó con un documento sintético, que reenvía a otro más exhaustivo: la Dignitatis Personae del 8 de septiembre de 2008.
Las declaraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe son la voz de la Iglesia docente, frente a la cual los laicos o sacerdotes pueden exponer legítimamente sus propias dudas, pero siempre con respeto filial, si no quieren correr el riesgo de justificar cualquier tipo de disensión, como el que se está manifestando en estos días contra la prohibición por parte de la misma Congregación de bendecir las uniones homosexuales (aquí).
Es necesario además recordar que la intransigencia moral de la Iglesia no tiene nada que ver con el “rigorismo” que periódicamente aflora en su historia. En el siglo III el obispo Novaziano (220-258), en una polémica con Roma, sostenía que la idolatría era un pecado imperdonable y que no se podía readmitir a la comunión a los lapsos, es decir los que, después de haber sacrificado a los ídolos, se arrepentían. Novaziano se convirtió en antipapa, oponiéndose al papa san Cornelio (180-253), al que apoyaba san Cipriano (210-225), obispo de Cartago. San Cipriano, a su vez, disintió del nuevo papa san Esteban I (254-257), al introducir en su diócesis la costumbre de volver a bautizar a los heréticos. En el siglo siguiente, los donatistas radicalizaron sus tesis al negar la validez también de los sacramentos conferidos a los pecadores públicos. Contra ellos empuñó brillantemente la pluma san Agustín.
Estas tesis rigoristas fueron retomadas en parte en el siglo XI por algunos prelados, como Humberto da Silva Candida, que negaba la validez de las ordenaciones de los sacerdotes simoniacos o nicolaítas. San Pedro Damiani (1007-1072), tildando de herejías la simonía y la negación del celibato eclesiástico, intervino para defender la validez de los sacramentos y el Concilio de Trento, en el siglo XVI, confirmó su doctrina.
Estos ejemplos deben hacer reflexionar a los que hoy niegan la licitud moral de la vacunación, repetidamente admitida por la Iglesia con todas las precisiones del caso.
La segunda cuestión es de orden práctico: ¿las vacunas anti-Covid son de verdad eficaces contra la pandemia y están carentes de daños colaterales a largo plazo? La respuesta a esta pregunta es: no lo sabemos, ni lo saben con certeza las autoridades políticas y sanitarias. Lo que es cierto es que las víctimas del Covid no son una “ficción” sino una trágica realidad: el 24 de marzo más de 2.700.000 muertos sobre 124.000.000 casos confirmados en el mundo desde el inicio de la pandemia (según datos de la John Hopkins University).
Se puede discutir mucho sobre los muertos “por” Covid o “con” Covid, sosteniendo que se han atribuido al coronavirus un número de muertos mayor del real. Queda el hecho de que, con o sin Covid, 2020 ha sido un año récord por el número de decesos en todo el mundo. Según Eurostat, que recoge los datos producidos por los institutos nacionales de estadística de diversos países europeos, entre marzo y diciembre de 2020 se han verificado en al Unión Europea 580.000 fallecimientos más con respecto al mismo período de 2016 a 2019; en Italia 90.000 muertos más con respecto a la media de los cinco años precedentes.
La ciencia médica busca derrotar el coronavirus con la vacunación, pero no ha dicho aún que se pueda lograr. Su posible fracaso no haría más que confirmar la impotencia de la clase médica para parar el coronavirus y, por tanto, el carácter de castigo de esta pandemia. Por otro lado, el progreso de la ciencia y de la medicina se consigue a través de errores en los diagnósticos y en los remedios, sobre todo frente a enfermedades nuevas de dudoso origen. Las autoridades políticas y sanitarias a las que hace un año se acusaba de haber creado artificialmente un estado de emergencia, se ven acusadas hoy de querer resolver la emergencia a través de un “genocidio” vacunal organizado. Pero, si se quiere destruir a la humanidad, ¿por qué no dejar que la enfermedad se expanda, sin necesidad de recurrir a vacunas que, como demuestra el caso de Gran Bretaña, reducen y no agravan el número de fallecidos en el país? ¿Qué sentido tendría salvar a una población que se quiere destruir?
En esta situación de confusión cognitiva, frente a la opción por o contra la vacuna, necesitamos evitar confundir el caso individual con el público o colectivo. En el plano individual, cada uno es libre de hacer sus cálculos de coste y beneficio, sopesando diversos elementos: la edad, la salud física, los consejos de su médico, la actitud personal que tiene frente a la enfermedad y a la muerte. Pero los gobiernos, por buenos o malos que sean, tienen como fin el bien de la colectividad, y a ésta, no a cada individuo tomado individualmente, aplican el cálculo de coste y beneficio. La ley justa no es la que tiene efecto sobre cada uno, sino la que está hecha para todos; su aplicación en uno u otro individuo es sólo accidental. Bajo este aspecto, si en el mes de marzo se han superado en Italia los 500 muertos diarios, estas víctimas han sido matadas por el Covid, no por las vacunas, y parece lógico que el gobierno propugne las vacunaciones, aunque la actuación en este plano se revele confusa y dificultosa. Cada uno, pues, es libre de decidir si aceptar o rechazar la vacunación propuesta por las autoridades.
Hay que subrayar un último aspecto. Hace un año, los que sostenían que la pandemia no era una ficción sino una realidad se veía acusado por los llamados “negacionistas” de pertenecer al “partido de la salud”, el de los que se dejaban condicionar por el alarmismo mediático. Pero hoy los que ayer criticaban el “sanitismo” están creando un nuevo partido o movimiento, que rechaza las vacunas en nombre de la defensa de la propia salud. La preocupación por la propia salud, para los negacionistas de ayer, que son los antivacunas de hoy, es primordial, hasta el punto de construir nuevos teoremas morales para demostrar la ilicitud de la vacunación.
En realidad, el único partido verdadero por el cual valga la pena militar es el de Dios. Nuestra vida está en sus manos y será Él quien, tras haber permitido la pandemia, nos demostrará si es su voluntad o no que sea derrotada por la vacuna. Nosotros adoraremos su voluntad en todo caso.
Traducido por Natalia Martín