En el Templo de Jerusalén, el santuario o sancta sanctorum era un lugar solemnemente segregado del resto del templo y los patios adyacentes, en razón del misterio que albergaba en su interior: la presencia de Dios sobre el propiciatorio en el centro del recordatorio físico del pacto de sangre. Por temor y reverencia al Señor, los laicos de ambos sexos y los grados inferiores de sacerdotes y levitas no accedían al santuario. Sólo podía hacerlo el Sumo Sacerdote, observando unos requisitos precisos, cuando se disponía a ofrecer al Señor sus oraciones y las de todo el pueblo.
Nuestro supremo y Sumo Sacerdote Jesucristo ha traspasado el velo y entrado al verdadero tabernáculo no hecho por manos humanas, abriéndonos con ello una vía para seguirlo hacia la bienaventuranza; e incluso preparándonos en esta vida mortal el banquete místico de sus preciosos Cuerpo y Sangre para que participemos del alimento de la inmortalidad. Pero a pesar de tanta intimidad eucarística, Él sigue siendo nada menos que el Soberano Sumo Sacerdote coronado de gloria, y nosotros meros siervos suyos peregrinos en el mundo. Mientras avanzamos hacia el templo celestial, sigue existiendo la distinción entre lo sagrado y lo profano, entre bautizados y no bautizados, entre santos y pecadores, así como diferencia de ministerio entre el clero y los seglares.
Lejos de estar desconectado de sus antiguas raíces, el culto de la Nueva Alianza conserva la actitud de casto temor ante el Señor, la conciencia de que hay varias etapas en el ascenso a la santa presencia de Dios, y una jerarquía de ministerios que refleja la naturaleza del cosmos y el descenso de la gracia desde el Redentor hasta el último de los miembros de su Cuerpo Místico. Estas verdades se expresan a la perfección en los espacios y estructuras de la arquitectura sagrada clásica, los ornamentos, las vestiduras, los vasos sagrados, las oraciones emotivas y los gestos de honra, adoración y humildad ante Dios.
Tradicionalmente se consideró el santuario terreno exclusivo de Cristo Sumo Sacerdote, por lo que esta parte de la Iglesia estaba simbólicamente separada del resto de la nave, y las funciones litúrgicas eran realizadas exclusivamente por varones. Esta costumbre se ha mantenido intacta en la Iglesia Católica durante casi 2000 años, en continuidad con los israelitas que nos precedieron, y las iglesias orientales la conservan hasta el día de hoy.
Recordemos el razonamiento en que se basa la costumbre de limitar a los varones las funciones del culto en el presbiterio: los acólitos y los lectores son una especie de prolongación del ministerio del sacerdote, al que en propiedad le corresponde celebrar los divinos misterios y ocuparse de todo lo relacionado con ellos. Sólo los varones pueden ser sacerdotes; por tanto, únicamente los hombres pueden realizar funciones sacerdotales. Es más, los acólitos y los lectores suplen a los clérigos de órdenes menores, que, en condiciones ideales, son los únicos a quienes pide la Iglesia que ejerzan esas mismas funciones. Aun después de la simplificación y reconfiguración que hizo Pablo VI, los ministerios del acólito y el lector sólo pueden ser desempeñados por varones. Los ministros son hombres a los que la Iglesia ha segregado para que cumplan una función especial que no equivale a una participación general de los laicos en la liturgia. Por último, el oficio de monaguillo ha sido y sigue siendo una manera muy apreciada de fomentar las vocaciones al sacerdocio.
Poco después del Concilio se abandonó esa práctica hasta entonces ininterrumpida al permitirse que haya lectoras y, más tarde, incluso mujeres que acoliten. Actualmente, hombres y mujeres se mezclan en el presbiterio e incluso ante el altar mismo de los sacrificios. Esta innovación no sólo es contraria al instinto religioso de la mayoría de las culturas [2], y a necesidades psicológicas harto conocidas de los muchachos [3], sino también contraria al bien común de los cristianos actuales, que viven en unos tiempos en que reina la confusión en los sexos, se han desdibujado las diferencias y la combinación del feminismo reductivo y el igualitarismo democrático trata a los hombres y las mujeres como si no hubiera diferencia entre unos y otras [4].
Aunque la antropología cristiana es tan diferente de la de otras culturas y religiones como para que San Pablo dijera que «no hay ya judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón y mujer» (Gál. 3, 28), el propio contexto y la exégesis de los Padres de la Iglesia demuestran que el Apóstol se refería a la dignidad del bautismo y el objetivo de la salvación: la gracia de la vida eterna está disponible gratuitamente para todos sin distinción de raza, clase ni sexo. La caridad heroica está al alcance de todo hombre, mujer y niño bautizados, y la jerarquía del Cielo se establece conforme a la caridad. Esta verdad fundamental no tiene nada que ver con la manera en que la religión cristiana, visible y socialmente incorporada al mundo, se sirve del orden de la creación divina (y en particular de los rasgos permanentes de la naturaleza humana) con miras a la estructura jerárquica de su organización y culto.
El matrimonio de penalty entre el feminismo y el igualitarianismo afecta al lenguaje fundamental de la revelación, según el cual Dios/Cristo es el Esposo que actúa y fecunda, convirtiéndose en padre y cabeza de familia, mientras que el hombre/Israel/la Iglesia es la mujer a la que toma por esposa y lleva fruto como madre. Ya dije en otra ocasión:
Cerrar los ojos a las diferencias sexuales o tratar de hacer ver que tales diferencias dan (o deberían dar) igual en el desempeño de las funciones litúrgicas es indudablemente pasar por alto, y probablemente contradecir, la “teología del cuerpo” que dio a la Iglesia S.S. Juan Pablo II. Y más que nunca en los tiempos que vivimos, en que la confusión está tan extendida en el terreno de la sexualidad, la manera en que conceptualizamos y ponemos en práctica las funciones del varón y de la mujer en la Iglesia no pueden menos que tener consecuencias en la antropología teológica, la teología moral y hasta la teología fundamental, extendiéndose hasta la inerrancia de las Escrituras y la confianza en la Tradición apostólica [5].
Como mínimo se puede decir que no es provechoso para los fieles permitir que se supriman prácticas tradicionales como si fueran actos arbitrarios de autoridad que desde un principio hubiera sido erróneos. Y menos aún cuando esas prácticas poseen un sólido cimiento antropológico y dogmático.
En este caso concreto, al borrarse gradualmente las diferencias que separan a los que ocupan el presbiterio de quienes están en la nave, a los ordenados de los no ordenados, ministros y feligreses, ha ido acrecentándose la disolución de las diferencias entre hombres y mujeres, dando lugar a una confusión general para los fieles.
No percibir la distinción natural de los sexos, ordenada al bien común de la humanidad y de la Iglesia, ha dado lugar indudablemente a numerosos abusos de autoridad por parte de pastores y de laicos que se han tomado atribuciones para crear, suprimir o redefinir oficios, funciones, símbolos y ritos introduciendo innovaciones.
Los pastores que se preocupen por transmitir y fortalecer la verdadera doctrina católica deberían prestar atención a las muchas maneras, evidentes o sutiles, en que nuestras prácticas litúrgicas son símbolo de verdades de la creación y la redención, o por el contrario, enmarañan ese simbolismo, corriéndose el riesgo de socavar dichas verdades.
NOTAS:
[1] Más argumentos en este artículo.
[2] Ver Manfred Hauke, Women and the Priesthood: A Systematic Analysis in Light of the Order of Creation and Redemption, trans. David Kipp (San Francisco: Ignatius Press, 1988), esp. 85–194; cf. idem, God or Goddess? Feminist Theology: What Is It? Where Does It Lead?, trans. David Kipp (San Francisco: Ignatius Press, 1995).
[3] Me refiero al fenómeno frecuentemente observado de acólitos que abandonan y aspirantes que se cansan de su labor a medida que van incorporándose niñas (lo cual es sabido que desagrada a los chicos de cierta edad), y al fenómeno contrario de la gran cantidad de niños y jóvenes que se ofrecen para ser acólitos cuando todos los ministerios son desempeñados por varones que cumplen con rigor sus deberes como soldados disciplinados.
[4] Ver Peter Kwasniewski, Incarnate Realism and the Catholic Priesthood, publicado originalmente en Homiletic & Pastoral Review 100.7 (April 2000): 21–29; el texto en línea se puede encontrar aquí.
[5] Publicado bajo el pseudónimo Benedict Constable, ¿Deben las mujeres leer en misa?
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)