Creo en la Comunión de los Santos

En nuestro primer artículo hablamos de los fundamentos doctrinales de la Comunión de los santos, una realidad de la doctrina católica, contenida en el Credo, pocas veces comprendida y menos aún vivida. Allí apuntamos como fundamento de esta la comunión de vida establecida entre el cristiano y Cristo en virtud del Bautismo, que es la gracia, y como a través de este sacramento se constituía un Cuerpo visible e invisible que es la Iglesia. En el seno de esta comunión espiritual y humana, existen unos lazos invisibles, místicos, que presentan a la Iglesia como un Cuerpo, dotado de muchos miembros, unidos entre sí y con su cabeza, Cristo, por los vínculos de la gracia y la caridad.

Contemplar la Comunión de los Santos es contemplar el misterio mismo de nuestra salvación, pues, a través de Cristo y de la gracia, los vivos, los santos y los difuntos quedan unidos entre sí. La Liturgia de la Iglesia manifiesta profusamente esta realidad a través de muchos de sus textos: la oración universal, las letanías de los santos, las plegarias eucarísticas, el año litúrgico… nos muestran esta realidad en la celebración de la fe. Una realidad presenta ya en la Antigua Alianza, pero que alcanzo su plenitud en la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo.

La Comunión de los santos prefigurada en la Antigua Alianza

El Pueblo judío a través de su historia se sintió siempre fuertemente unido entre sí, tanto con sus miembros vivos como aquellos que habían ya muerto. La profesión de una misma fe, la participación en los ritos litúrgicos y la veneración hacia los grandes personajes que, como Abraham o Moisés, habían sido instrumentos de la elección divina, son prueba de que ya en los albores de la Redención, Dios quiso preparar a la humanidad para esta realidad que nosotros conocemos como “comunión de los santos”.

Una de las manifestaciones más profundas de esta conciencia es la oración como instrumento de intercesión. Hombres como Abraham, Moisés, Samuel y Jeremías destacaron, no sólo por sus hechos, sino también por ser grandes hombres de oración e intercesores del pueblo ante Dios. Son de destacar las veces en que Moisés intercedió por el pueblo a lo largo de los cuarenta años que duro su peregrinaje por el desierto, cada vez que este se rebelaba ante Dios y este amenazaba con destruirlo, prometiéndole a Moisés hacer de él un nuevo pueblo. Así nos lo relata en numerosas ocasiones el libro del Éxodo: “Habéis cometido un gran pecado. Yo ahora voy a subir a Yahvé, a ver si os alcanzo el perdón “. Volvióse Moisés a Yahvé y le dijo: “¡Oh, este pueblo ha cometido un gran pecado! Se han hecho un dios de oro. Pero perdónales su pecado o bórrame de tu libro, del que tú tienes escrito (Ex 32, 30-32); también el profeta Jeremías, testigo de la ruina de Judá, ejerció funciones de intercesor ante Dios, cuyas palabras no eran escuchadas por el pueblo: ¿Acaso se devuelve mal por bien? Pues ellos han cavado una fosa para mí. Recuerda como estuve ante ti, intercediendo en su favor, para alejar de ellos tu ira (Jr 18,20). La oración de intercesión en el mundo judío fue, pues, una constante y preparo el camino para que Jesús pudiera enseñar a sus discípulos a interceder, no sólo por los judíos, sus hermanos, sino también por todos los hombres, incluidos sus enemigos: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen (Mt 5,44).

Pero en el Antiguo Testamento no sólo encontramos la oración de intercesión como manifestación de esa comunión entre los vivos, sino también, como anuncio del sacrificio de Cristo y de los cristianos, la satisfacción vicaria. El inocente carga sobre sí la cólera de Dios provocada por el culpable para lograr la clemencia de Dios a favor de este. Es una pena no poder disponer de espacio para reproducir los lugares del Antiguo Testamento donde esta idea aparece tan hermosamente desarrollada, como preludio de lo que sería la entrega de Cristo por nosotros. Pero si hay una figura que retrata este sacrificio por los pecados ajenos, es la del Siervo de Yahvé, figura misteriosa y salvífica, que con tanto dramatismo retrato el profeta Isaías. En esta figura, en la que los cristianos siempre vieron a Cristo y su sacrificio expiatorio por los pecados de los hombres, hallamos la forma más excelsa de ofrecimiento de la propia vida por la salvación del prójimo. Dice así el poema en su momento culminante: Despreciado, rechazado por los hombres, abrumado por los dolores, y familiarizado con el sufrimiento; como alguien a quien no se quiere mirar, lo despreciamos y lo estimamos en nada. Sin embargo, llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos (…) Sufrió el castigo para nuestro bien, y con sus llagas nos curó (Is 53 3-5). La idea pues de un justo sufriente que ofrece su dolor por la salvación de sus hermanos vivos, es una idea ya presente en el Antiguo Testamento, y que alcanza su verdadero significado a la luz del misterio pascual de Cristo: Ahora me alegro de padecer por vosotros, pues así voy completando en mi existencia mortal, y a favor del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, lo que aún falta al total de las tribulaciones cristianas (Col 1, 24)

Si bien estos testimonios nos sirven para comprender el hecho de que ya en la Antigua Alianza existía una conciencia de comunicación de bienes y gracias espiritual, como también materiales, entre los vivos, no es menos cierto de que también existía la creencia en la comunión de los vivos con los justos. En el Antiguo Testamento el “Justo” es aquel personaje que destaco por una relación especial con Dios o bien brillo por el ejercicio de su piedad y caridad. Estos personajes, como Abraham, Moisés o Jeremías, seguían intercediendo por el pueblo más allá de su muerte, anticipando el culto a los santos desarrollado en la Iglesia. En el libro de los Macabeos, escrito ya a las puertas de advenimiento de Cristo, hay testimonio de la intercesión de estos Justos por el pueblo ante Dios: Después de haberlos armado (…) confirmo todo esto, narrándoles un sueño digno de crédito, que los lleno de alegría. El sueño era este: Onías, que había sido sumo sacerdote, hombre de bien, modesto y de suaves modales, de palabra elegante (…) oraba por el pueblo judío con las manos levantadas. Vio también otro hombre, de blancos cabellos y aspecto venerable, rodeado de majestad y gloria. Onías dijo: – Este es Jeremías, el profeta de Dios que ama a sus hermanos y ora sin cesar por el pueblo y la ciudad santa (2 Mac 15, 11-14). Este texto nos prueba como ya en el pueblo judío existía conciencia de que la muerte no rompía los lazos entre los vivos y los difuntos, y de cómo aquellos que habían dado su vida por la fe de Israel eran poderosos intercesores ante Dios: Onías, ultimo Sumo Sacerdote legitimo y asesinado por el usurpador Menelao, y Jeremías, el profeta perseguido, interceden por los vivos que luchan por la Fe y la Ley frente a los gentiles y los usurpadores. Por ello, no puede extrañarnos que los primeros cristianos, que leerían con avidez y devoción la historia de estos mártires y profetas, no dejasen de pedir a los mártires la fortaleza para seguir su lucha, contemplando cómo estos Justos alcanzaban de Dios la victoria para su pueblo.

Finalmente, también hay en el Pueblo de Israel una conciencia incipiente de la posibilidad y necesidad de los sufragios por los difuntos. Seria largo exponer aquí la evolución de la doctrina de la retribución en el Antiguo Testamento, baste decir que hacia finales de la época helenisca y a las puertas de la era cristiana, los judíos adquieren conciencia de la existencia de una retribución ultraterrena, la resurrección y de la necesidad de orar por los difuntos. El libro de los Macabeos pone de nuevo de manifiesto esta madurez del pueblo judío en torno a la cuestión de la comunión de los vivos y los santos con los difuntos. Es Judas Macabeo quien, después de una gran victoria sobre los gentiles, descubre como algunos de sus hombres, caídos en el campo de batalla, portaban ídolos paganos en la batalla; entristecido por ello y consciente de su deber ante Dios, pide a sus hombres que realicen una colecta para ofrecer un gran sacrificio en el Templo de Jerusalén por sus compañeros caídos y para alcanzar el perdón de su pecado. Dice así el texto: Bendijeron al Señor, juez justo, que descubre las cosas ocultas, y rogaron al Señor que aquel pecado les fuese totalmente perdonado (…) hizo una colecta entre los soldados y reunió dos mil dracmas de plata que envió a Jerusalén para que ofreciesen un sacrificio por el pecado. Actuó recta y noblemente – dice el cronista que recogió el episodio – pensando en la resurrección. Pues si él no hubiera creído que los muertos habían de resucitar, habría sido ridículo y superfluo rezar por ellos. Pero, creyendo firmemente que está reservada una gran recompensa a los que mueren piadosamente, pensamiento santo y piadoso, ofreció el sacrificio expiatorio para que los muertos fuesen absueltos de sus pecados. Esta intuición, inspirada sin duda por Dios en aquellos hombres piadosos y celosos por su fe, fue prontamente acogida por el cristianismo que, desde un principio, no dejo nunca de ofrecer oraciones, limosnas y, sobre todo, la Santa Misa, por el perdón de los pecados de los difuntos.

A la luz de esta breve exposición, no puede dejarnos indiferente la fe de aquellos hombres que, esperando anhelantes la venida de Cristo, fueron bendecidos con tan grandes intuiciones. Estas alcanzarían su plena manifestación en el Hijo de Dios hecho hombre, en cuya vida, pero sobre todo en su muerte y resurrección, revelaría ese misterio de comunión que une en un solo cuerpo a los vivos, santos y difuntos.

La Comunión de los Santos manifestada en la Liturgia de la Iglesia

La Liturgia es la forma más excelsa que tiene el Cristianismo para manifestar las verdades de fe reveladas por Dios y acogidas por el hombre. A través de los signos y las palabras de los ritos, la Iglesia nos ilustra los diversos misterios del único Misterio, que son fuente de salvación y vida. No en vano, el gran historiador de la Liturgia Mario Righetti afirma sobre este punto: la liturgia cristiana se fundamenta en el conjunto de verdades sobrenaturales que, unidas a los elementos de la religión natural, forman el credo cristiano: Dios, en su realidad inmensa, uno y trino; la creación, la providencia, la omnipresencia divina; el pecado, la justicia, el deseo ardiente de redención; la redención, el Redentor y su reino; los novísimos. La Liturgia es su expresión pública, solemne, oficial: <<es nuestra fe confesada, escuchada, rezada, cantada y puesta en contacto con la fe de nuestros hermanos y de toda la Iglesia>>. El dogma es para la liturgia lo que el alma al cuerpo, el pensamiento a la palabra (…) basta que el dogma se corrompa de cualquier manera para que se modifique también la liturgia.

Los diversos artículos del Credo tienen su reflejo, como bien ha dicho Righetti, en la Liturgia, y, como no podía ser de otra manera, también el artículo que nos ocupa. Así, por ejemplo, la comunión de los fieles que viven en la tierra, manifestada principalmente en la oración de intercesión, tiene su reflejo en la Oración Universal o de los fieles, presente en la celebración Eucarística y en el Bautismo; la comunión de los fieles de la tierra con los santos del cielo tiene sus expresiones más destacadas en la Letanía de los Santos que se recitada en la celebración del Bautismo y en el rito de Ordenación de diáconos, presbíteros y sacerdotes; y finalmente, también la comunión de los fieles de la tierra y los santos del cielo con las almas del Purgatorio se expresa mediante hermosas formulas litúrgicas como la Oración Universal, la mención a los difuntos en el contexto de las plegarias eucarísticas o las oraciones del ritual de Exequias.

Seria interesante, pero extenso, analizar en cada uno de los rituales la presencia de este dogma de la Comunión de los Santos en los ritos sacramentales. Sin embargo, como veremos a continuación, existe una expresión de la fe que incorpora en un solo rito todos los elementos propios de la Comunión de los Santos, a saber: oración de intercesión, satisfacción vicaria, veneración e invocación de los santos y sufragio por las almas.

La Comunión de los Santos celebrada en la Santa Misa

Ofrecemos a Cristo inmolado por nuestro pecados deseando hacer propicia la clemencia divina a favor de los vivos y los difuntos escribía san Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis mistagógicas dirigidas a aquellos que habían recibido el Santo Bautismo en la Vigilia Pascual; san Cirilo de Alejandría da testimonio también de que el santo sacrificio se ofrece por todos aquellos que necesitan socorro y se invoca el auxilio de Dios con diversos motivos: En una palabra, todos nosotros oramos por todos los necesitados y ofrecemos por ellos este sacrificio. Y qué decir tiene de que ya en el Iglesia primitiva se ofrecía la Eucaristía en honor de los santos, aunque inicialmente se hiciera con relación con los mártires, tal y como lo atestigua san Hipólito de Roma: Os suplico que os acordéis de mí, para que también yo consiga con vosotros la muerte del martirio.

La Santa Misa, en cuanto sacrificio de alabanza y acción de gracias, de propiciación e impetración, es la expresión más hermosa y completa de la doctrina de la Comunión de los Santos. Resultaría prolijo analizar cada elemento, cada oración e invocación de la Santa Misa en relación con el tema que nos ocupa, por ello, centraremos nuestra atención en los elementos aquí apuntados, a modo de breve exposición.

1. Oración de intercesión: en el marco de la celebración eucarística, el gran mediador e intercesor es Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote; pero no por ello, los fieles dejan de ejercer una función mediadora e intercesora. En determinados momentos de la celebración se destaca este papel de los fieles a través del sacerdote que presta su voz a la Iglesia reunida en torno al Altar del Sacrificio, a si lo afirmaba Santo Tomás de Aquino: el sacerdote habla en las oraciones de la Misa en nombre de la Iglesia, en cuya unidad esta. Mas en la Consagración habla en nombre de Cristo, cuyas veces hace por la potestad de Orden. En la Oración colecta los fieles ponen en manos del sacerdote, de Cristo, sus intenciones particulares, sus deseos y aspiraciones, y este las eleva al Padre “hasta el altar del cielo, por manos de [su] ángel” (Canon Romano); también en el llamado Memento de los vivos se manifiesta esta oración de intercesión de los vivos por sus semejantes: en el Canon Romano, como preámbulo de la consagración, se pide por la Iglesia Militante (Papa, obispos, fieles), poniendo como valedores a los santos; de un modo más breve se observa en las demás plegarias eucarísticas, extendiendo esa intercesión a todos los hombres, llamados a participar de la gracia de Dios por el sacrificio de Cristo: Te pedimos, Padre, que esta Victima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo entero. Confirma en la fe y en la caridad a tu Iglesia, peregrina en la tierra: a tu servidor el Papa N., a nuestro Obispo N., al orden episcopal, a los presbíteros y diáconos, y a todo el pueblo redimido por ti (Plegaria III).

2. Satisfacción vicaria: si en la Santa Misa Cristo, a través del sacerdote, es el gran mediador entre Dios y los hombres, no menos es la Victima de propiciación por los pecados de los presentes y ausentes. Esta satisfacción vicaria se manifiesta también como un deber en los fieles que asisten a Misa en las palabras que pronuncia el sacerdote tras la presentación de las ofrendas: Orad hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro, se vuelva agradable ante Dios Padre todopoderoso, a lo que los fieles responden: Reciba el Señor de tus manos este sacrificio para gloria y alabanza de su nombre, y también para la utilidad de toda su santa Iglesia. Estas palabras están puestas aquí para recordar a los fieles su plena participación en el sacrificio que el sacerdote, el cual a través de su persona lo ofrece a Dios, y que en la ofrenda del sacerdote están ellos mismos incluidos para que, unidos a Cristo en la cruz, participen en su obra redentora. El Canon Romano lo recuerda de nuevo con estas palabras en el Memento de los vivos: Acuérdate, Señor, de tus hijos N. y N. y de todos los aquí reunidos, cuya fe y entrega bien conoces; por ellos y por los suyos, por el perdón de los pecados y la salvación que esperan, te ofrecemos y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, a ti, eterno Dios, vivo y verdadero.

3. Invocación de los santos: la Santa Misa es también la puerta abierta hacia la eternidad y manifestación palpable de la unión entre los vivos y los santos, pues “de la misma manera que vemos como los ángeles se encuentran rodeando el cuerpo del Señor en el sepulcro, así debemos creer también que se encuentran haciendo la corte en la Consagración” (San Beda). En la Liturgia eucarística no puede faltar la presencia de esta intercesión de los santos en el acto más sublime de la fe cristiana, pues, ya la ofrezcamos en su honor o invocándolos en las plegarias eucarísticas, ellos ejercen su intercesión a favor de los vivos. Es en el Canon romano donde encontramos una presencia más clara de la invocación de los santos en la eucaristía: estos son invocados de forma previa a la consagración como intercesores de la Iglesia Militante y próxima ya la doxología son de nuevo invocados, en particular, los mártires, cuya intercesión se solicita para alcanzar su misma bienaventuranza: Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires (…) y de todos los santos; y acéptanos en su compañía, no por nuestros meritos, sino conforme a tu bondad; de una forma más breve encontramos esta invocación a los santos en la celebración eucaristía en las restantes plegarias, pero manifiestan igualmente esa aspiración de participar en la bienaventuranza eterna que ellos ya poseen: Que el nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos: con María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y los mártires, y todos los santos, por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda (Plegaria III). Por labios del sacerdote, como apuntaba santo Tomás de Aquino, la Iglesia entera eleva su plegaria a los grandes testigos de nuestra fe para que ellos, que ya gozan plenamente de los frutos de la Redención de Cristo, nos alcancen poder participar de ellos en la Liturgia celestial.

4. Sufragio por las almas: no podemos olvidar, finalmente, que la Misa no sólo se ofrece por los vivos y para alabanza de los santos, sino también como sufragio por los difuntos. A través de la Santa Misa los fieles difuntos reciben alivio de sus padecimientos en el Purgatorio y les ya el consuelo de Cristo y de los cristianos que, fieles a la memoria de sus seres queridos, mantienen viva la esperanza de volver a encontrarse con ellos en la gloria eterna. En este punto la Liturgia de la Misa nos ofrece ricos y variados testimonios en sus oraciones, prefacios y plegarias eucarísticas sobre su valor como sufragio por los difuntos. Las oraciones sobre las ofrendas, por ejemplo, de la Misa de los Fieles Difuntos, expresan el carácter propiciatorio de la Misa a favor de los difuntos: Dios de justicia y misericordia, limpia en la Sangre de Cristo, por medio de este sacrificio, los pecados de tus siervos difuntos, y a los que ya habías lavado por el agua del bautismo, purifícalos con el mismo amor indulgente. Por J.N.S. (2º Misa); y en la de poscomunión leemos esta suplica: Alimentados con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que murió por nosotros, te pedimos Señor, por tus siervos difuntos para que, purificados por el misterio pascual, gocen ya de la resurrección eterna. Por J.N.S. (2ª Misa)

En el Canon romano, la intercesión de los vivos y de los santos por los difuntos, se expresa de un modo sobrio, típico de la liturgia romana, pero no por ello menos emotivo y piadoso: Acuérdate también, Señor, de tus hijos N. y N., que nos ha precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz; más extensa hallamos esta intercesión en la Plegaria III, que posee un carácter más universal, en el sentido de que se pide, no sólo por los difuntos que han muerto en la fe de Cristo sino también por todos los hombres, de modo que se acentúa el carácter universal de la oblación de Cristo y su salvación: Recuerda a tu hijo a quien llamaste de este mundo a tu presencia: concédele que, así como ha compartido ya la muerte de Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección (…) Y a todos nuestros hermanos difuntos y a cuantos murieron en tu amistad recíbelos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugaras las lagrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas.

Todos estos elementos que hemos ido desgranando no se dan de una manera univoca a lo largo de toda la celebración de la Santa Misa: oración de intercesión, satisfacción vicaria, invocación de los santos y sufragio por los difuntos se entremezclan entre sí, convergiendo en el centro de la celebración, en el centro del Misterio: la consagración, donde Cristo, a través de los labios del sacerdotes pronuncia esas palabras que, como el “sí” de María tienen en expectación a todo el mundo, porque por ellas y en ellas se encuentra su salvación.

Conclusión

Los miembros, santificados por la gracia redentora de Cristo, que pertenecen al reino de Dios sobre la tierra y al de la vida futura, están unidos con Cristo, su Cabeza, y entre sí, formando una comunión de vida sobrenatural. De esta forma podríamos formular la doctrina de la Comunión de los Santos que, con mayor o menor, acierto he intentado desgranar y exponer en este trabajo. Sin embargo, más allá de la fría formulación teológica hay una realidad vital, existencial y sobrenatural que no puede ser encerrada en una breve formula o ignorada como una creencia piadosa; esta realidad alcanza su máxima expresión en la Eucaristía en la que, en torno al sacrificio de Cristo, la Iglesia toda ora, intercede y se ofrece por todos los hombres, tal y como le pidió su divino Fundador.

Padre Vicente Ramón Escandell Abad

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