
ALEGRÍA EN EL INFRAMUNDO

Samuel se dedicó toda su vida al pastoreo de ovejas por los montes de Judea, y vivía en una humilde casita en tierras pertenecientes a su amo, David. El pastor tenía ya sesenta y cinco años, y su cuerpo desgastado por el arduo trabajo del campo le cursaba varios reclamos. Además de las ovejas, Samuel tenía a su cargo tres caballos, un buey, un asno, cincuenta y cinco gallinas, diez pavos reales, varios conejos y una huerta.
Cierta mañana, cuando Samuel pastoreaba sus ovejas se encontró con Abner, otro pastor que a la sazón también estaba pastoreando unas ovejas. Abner tenía cuarenta y dos años y no hace mucho había contraído matrimonio con Raisa, la luz de sus ojos.
– Oye, Abner, ¿qué te sucede? Tu rostro denota tristeza.
– Así es, Samuel. Evidentemente no puedo disimularlo. Mi mujer lleva dos días en cama aquejada por alguna cosa extraña que ni el médico Bane sabe qué puede ser. Estoy muy preocupado. No logro conciliar el sueño, y a cada instante, cuando estoy trabajando, no veo la hora de regresar a su lado. A Dios gracias que su madre se queda junto a ella cuando yo no estoy y le hace compañía.
– Pero ¿qué tiene Raisa? –preguntó Samuel-.
– Siente un dolor agudo que le recorre su cuerpo y padece de un estado febril que no la deja en paz. Ayer por la noche me dio la sensación que estaba alucinando, decía cosas inentendibles. Lo único que logré entender en un momento fue cuando repitió por dos veces “del jazmín”, “del jazmín”.
– Pobrecita, vaya a saber qué habrá querido manifestar, pues en esta región no hay jazmines mucho menos en esta época del año – afirmó Samuel.
– Te pido, apreciado amigo, pidas a Yahvé por mi señora. Si ella se muere yo muero con ella. No sería capaz de vivir sin su compañía.
– Confía en Dios, Abner. Su voluntad ante todo. Nada es mejor para nosotros que lo que Él disponga, por más que no entendamos y nos resulten amargos algunos de sus tragos. Elevaré oraciones al Altísimo por la salud de tu señora, Raisa.
– Gracias querido Samuel, muchas gracias – dijo Abner. Y diciendo “adiós” se despidió del hombre mayor y continuó su camino.
Pasaron unos quince días del encuentro entre los pastores, y días antes de que el Redentor del mundo naciera en el pesebre de Belén, Samuel fue testigo de tres sucesos que le causaron una viva impresión, y respecto de los cuales por más que intentase buscar una explicación en su mente, no alcanzaba a dar con ella.
Lo primero sucedió dos noches antes del nacimiento de Jesús. Samuel salió de su humilde casa a tomar un poco de aire fresco y a contemplar el estrellado cielo. Para su asombro, en aquellas alturas, tres increíbles explosiones lumínicas hicieron un espectáculo sin igual. Como si tres estrellas hubieran reventado iluminando la noche de un rojo y amarillo vivos.
Lo segundo fue cerca de las seis de la tarde del día anterior al nacimiento de Cristo. Samuel regresaba con las ovejas al campo de David, y la nieve y el frio arreciaban. El rebaño marchaba por un sendero pedregoso, el cual contorneaba una gruta por su lado izquierdo, la trepaba, y continuaba por encima de ella. Resulta que al pasar por esa zona, Samuel observó que alrededor de dicha cavidad se hallaban floridos unos hermosísimos jazmines que invadían el lugar con una aroma cuya exquisitez invitaba a permanecer allí. Nunca jamás había presenciado fenómeno parecido, siendo que por décadas venía recorriendo esos campos. Y estando a poca distancia de su morada recordó las palabras de Raisa: “del jazmín, del jazmín”. Samuel las vinculó, y se preguntaba: “¿Tendrán algo que ver esas palabras con la aparición misteriosa de estos jazmines?” “¿Lo de Raisa habrá sido un delirio u otra cosa?” Finalmente, entre idas y vueltas mentales, Samuel se decidió por lo siguiente: “Le llevaré uno de esos jazmines. Con probar no se pierde nada”.
El hombre mayor fue hacia la gruta, cogió una flor de uno de los jazmines, la protegió con un trapo y se encaminó a la casa de Abner. A las siete y media estaba tocando puerta. Abner salió al encuentro prácticamente demacrado.
- ¿Cómo se encuentra Raisa? – preguntó Samuel.
- Para nada bien, amigo mío –dijo con lastimera voz, Abner-. Solo delira, está casi sin fuerzas, y el médico me ha dicho que es muy probable muera pronto. “No hay nada que hacer”, fueron sus palabras.
- ¿Podría verla? – preguntó Samuel.
- Claro que sí, pasa.
Samuel se acercó al lecho de la enferma, le beso la frente y exclamó “pobrecita”. Luego, habiendo colocado sobre una mesa la flor de jazmín envuelta, quitó el trapo, tomó uno de sus pétalos y lo puso por debajo de las fosas nasales de la enferma. Y, ¡oh, maravilla!, al instante Raisa abrió los ojos, miró a Samuel y a Abner, sonrió y dijo “gracias”.
- ¡Raisa! ¡Mi amor! ¡No puedo creerlo! ¿Cómo te sientes? –dijo Abner preso de una vivísima alegría, al tiempo que acariciaba su rostro, el cual iba abandonando un color pálido amarillento.
- Me siento muy bien, Abner. Ni el cuerpo ni la cabeza me duelen.
Abner se volvió hacia Samuel y le preguntó:
- ¿Qué fue eso Samuel? ¿Qué fue lo que le hiciste para su bien, caro amigo?
- Lo que viste y no otra cosa. Solo puse un pétalo del jazmín debajo de su nariz, y eso por traer a la memoria lo que tú me contaste de ella, eso de que había dicho “del jazmín, del jazmín”.
- Sigo sin entender.
- Yo tampoco entiendo nada, solo relacioné –acotó el pastor mayor.
Raisa que escuchaba todo, contó lo siguiente:
- La noche anterior a que me viniera la extraña enfermedad, tuve un sueño. Vi a un hermoso bebito lleno de luz, que en su manito derecha movía una flor de jazmín. Y con cada movimiento esparcía por el aire un olor exquisito. Luego desperté, y a las horas comencé con el pesar del que ustedes tienen conocimiento.
Habiendo escuchado Samuel las palabras de Raisa, exclamó: “Algo maravilloso se aproxima”. Y dicho eso abrazó a Abner, besó nuevamente la frente de Raisa, se despidió y regresó a su hogar con gran contento, sin importarle la hora ni la espesa nieve que había cubierto todo el camino.
Lo tercero que llamó poderosamente la atención de Samuel aconteció el mismo día en que nació el Mesías. Esa jornada regresó con las ovejas al campo de su amo mucho más temprano de lo habitual. Fue como a las cuatro de la tarde. Muy próximo a la gruta en donde aún se respiraba la fragancia de jazmines, vio venir a paso lento y en dirección contraria a la que él venía, al buey y al asno, los que, bajando por el sendero, bordearon la cavidad y se internaron dentro, recostándose uno al costado del otro. Allí quedaron. “Esto está cada vez más raro”, se dijo para sí Samuel. “Insisto, lo de estos días algo debe presagiar”, agregó. En vano se esforzó el buen pastor por hacer salir de allí a las bestias. Más parecían dos estatuas que seres vivientes. Finalmente les dijo, “bueno, veo que hoy están en rebeldes, cuando se les pase el capricho vuelvan”. Y dicho eso, se fue donde las ovejas. Por la noche, Samuel, preso del insomnio, salió decididamente a mirar el cielo, seguro de que, como en la noche anterior, algo vería. Y su intuición no lo engañó. No alcanzó a fijar sus ojos en una estrella cuando vio a cientos de ángeles cantando en el cielo, y oyó que uno de ellos le dijo: “Samuel, ve a la gruta donde viste al buey y al asno, y hallarás al Niño Dios que hoy ha nacido. Alégrate y adora al Niño”.
A pesar de sus sesenta y cinco años, el pastor corrió como una liebre hacia la cueva, y, efectivamente, halló a un Niño envuelto en pañales junto a su mamá y a su papá. Las bestias muy cercanas parecían querer calentar al pequeño. Samuel se acercó un poco, se arrodilló y exclamó: “Bendito y adorado seas Niñito Dios, bendito y adorado seas mi Creador y Señor.” Otros pastores también llegaron para adorar al Niño. La paz, el gozo y la alegría lo llenaron todo. Los ángeles dejaban verse y escucharse, y tan encantadores eran sus cantos que si no fuera porque Dios no lo permitió, allí mismo hubieran muerto todos los pastores transportados de amor.
Samuel regresó a su casa en un éxtasis de amor. Y allí fue que, antes de poder entrar, quedó tendido bajo el dintel de la puerta. Samuel acababa de morir. Su alma descendió al Seno de Abraham, también llamado el limbo de los justos, esto es, el lugar de ultratumba, ese inframundo a donde iban a parar las almas de los justos que aguardaban el triunfo de Cristo sobre el pecado y la apertura de las puertas del cielo.
Cuando Samuel llegó, anunció a todos: “Hermanos míos muy amados, sepan todos que hoy ha nacido en Belén el redentor del mundo”. Acto seguido, con viva voz expresó: “¿Dónde está el Profeta Isaías?” Y una voz gruesa se dejó oír: “Soy yo el que estás buscando”. Y Samuel le dijo: “Venerable profeta de Israel, lo que anunciaste hace siglos, eso de que “una virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is. 7, 14), se ha cumplido, y el detalle profético referido a las bestias también se cumplió: “El buey conoce al que lo posee, y el asno el pesebre de su amo” (Is. 1, 3). A lo que respondió el profeta mayor: “Gracias Samuel por referirnos la esperadísima buena nueva. En poco tiempo abandonaremos este lugar para reinar eternamente junto a nuestro Salvador”. Y continuó diciendo, “siglos atrás Dios me mandó profetizar de Él mismo: ‘ante Mí se doblará toda rodilla’ (Is. XLV, 23), por tanto hermanos, todos doblamos rodillas ante el Niñito Dios que ha nacido”. Acto seguido el Profeta con una voz potentísima grito “¡Viva la Madre del Emmanuel, María Santísima”, y fue tal el “¡viva!” que se oyó en el limbo de los justos que la tierra tembló de polo a polo.
***
MORIR PARA VIVIR

El anciano entró en la casa prácticamente a los gritos:
- Ozara, Ozara, ¿dónde estás? Ozara, ven pronto, deja lo que estés haciendo y ven.
Desde una habitación se oyeron unos ruidos y apareció en donde se hallaba el hombre una anciana que aún se secaba las manos.
- ¿Qué pasa? ¿Por qué gritas así?
El anciano se acercó presuroso a su mujer, le tomó sus manos, las beso tiernamente, y entre lágrimas le dijo:
-¡Lo he visto, lo he abrazado! –y dicho esto cayó de rodillas ante su mujer, abrazándola por su cintura.
Ozara aún no comprendía lo que le había acontecido a su marido. Y mientras le acariciaba la cabeza que se hallaba junto a su vientre, le dijo:
-Cálmate, te lo pido. Cuéntame bien lo que pasó para así poder entenderte.
El anciano se incorporó, le tomó la mano derecha a su señoray juntos marcharon hacia dos sillas que se encontraban ubicadas cerca de una ventanita que daba a un jardín. Allí se sentaron, y el hombre habló de esta manera:
- ¿Recuerdas lo que tantas veces te he contado durante los años que hemos estado casados bajo la amistad del Altísimo?
- Tantas cosas hemos hablando amado mío.
- Sí… pero de tanto en tanto te he hablado de la promesa que Dios me hizo.
- La promesa, sí… -respondió la mujer, al tiempo que bajo los ojos y enmudeció por unos minutos como invadida por cierta tristeza.
El anciano que conocía a su mujer con solo mirarla advirtió la pena en el semblante de ella. Por lo que le preguntó:
- Te pusiste triste, mujer. Y no te he contado lo de hoy.
- Si es la promesa de la que entiendo me hablas, en ella se anunciaba tu muerte. ¿Cómo quieres que me ponga?
Simeón comprendió esa pesadumbrez. Intentó consolar a Ozara con estas palabras:
- Nunca te he mentido amada mía, y ciertamente, como bien dices, de esa promesa se trata, de la promesa que también hablaba de mi muerte. Pero… Ozara, amada, escúchame: ya estoy viejo, y de aquí todos nos iremos. Mas… ¿Qué puede significar la muerte del que muere amigo de Dios, sino que viviremos eternamente? Morir amigo de Dios es morir para vivir, amada de mi alma. Pronto también tú dejarás este mundo, y, conforme lo espero -y siempre se lo pedí así al Señor, sólo y estando junto a ti, al despertarnos y al acostarnos-, deseo que nos veamos reunido en su reino que no tendrá fin –y dicho eso, beso las manos de Ozara con cariño intenso-.
La mujer lloraba. Miraba a su marido con sus dos ojos verde esmeralda cargados de ternura. Luchaba internamente para controlar sus emociones y para no opacar lo sobrenatural que bien sabía se estaba cumpliendo. Más calmada, Ozará dijo:
- Amado mío, cuéntame. ¿Viste…? ¿Viste al Niñito? –pronunció la pregunta al tiempo que le temblaron las manos.
Se trataba ahora de otra emoción. Un sentimiento profundo e indescriptible en el que marido y mujer su unieron, pues ambos sabían que involucraba al Salvador del mundo.
Ozará insistió:
- Cuéntame Simeón.
Y Simeón habló así:
- Hoy cuando terminamos de orar a Dios, tú te fuiste a la cocina. Yo me dirigí hacia la ventana para mirar el cielo, y antes de que llegase a mirar algo, el Espíritu Santo me ordenó que fuera al templo. De ahí que, como recordarás, tomé mi manto, me despedí de ti diciéndote “vuelvo en un rato, amada mía”, te besé, y salí presuroso. Y al llegar al templo, ¡oh, bendición de bendiciones!, vi a una mujer jovencita, de una hermosura que jamás se ha visto, acompañada de su marido, un hombre apuesto, de expresión noble, afable y gallarda. Ella traía entre sus brazos al Niñito Dios. El Espíritu me lo mostró. Me explotaba el corazón de alegría. Caí de rodillas en adoración del Niño y besé los pies de su madre y de su padre putativo. Luego la madre extendió sus manos y me dejó abrazar al Dios hecho hombre.
Dicho lo anterior Simeón no pudo contenerse y volvió a romper en llanto, como un niño chico. No podía refrenar su gozo que le salía hasta en formas de lágrimas. Ozara intentó tranquilizarlo.
- Cálmate amado mío, y continúa.
Simeón intentó dominarse y prosiguió:
- ¿Sabes, mujer, lo que puede significar para un hombre como yo, un pobre hombre ya anciano, tener la dicha de encontrarme en el templo a esa Sagrada Familia y abrazar junto a mi corazón al Niñito Salvador? ¿Qué es la vida si no Él? No quería dejar de abrazar al pequeño. El que nos da la vida a ti y a mí, el que nos dio la dicha de casarnos y amarnos en Él, el que nos dio todo, el que hizo todo y cuya Providencia está en todo, Ese mismo, junto a mi corazón, y yo, ser miserable, abrazándolo. ¡Bendito Dios, tres veces Santo! Y así, mientras abrazaba al bebito nacido hace poco tiempo, inspirado por el Espíritu Santo, dije a Sus padres: «Ahora, Dios mío, puedes dejarme morir en paz. ¡Ya cumpliste tu promesa! Con mis propios ojos he visto al Salvador, a quien tú enviaste y al que todos los pueblos verán. Él será una luz que alumbrará a todas las naciones, y será la honra de tu pueblo Israel».
Ozara se levantó y abrazó a su marido, y éste abrazó a Ozara. Ella dijo:
- ¡Dicha la mía, amado de mi alma, de que ahora los brazos de esta anciana y este rugoso rostro se apoyan y entran en contacto con quien hace horas atrás abrazó al mismo Dios encarnado! ¡Qué también la muerte pronto me lleve marido mío!
Luego, regresada la esposa a su silla, preguntó a Simeón:
- Dijiste que el Niñito Dios “será una luz que alumbrará a todas las naciones”. Pero, ¿no es solo Salvador del pueblo hebreo?
- No, Ozara. Es el Redentor de todos los hombres, sin excepción. Mas no todos se aprovecharán de dicha gracia.
- ¿Y qué te han dicho Sus padres?
- Ellos me contaron algunas cosas del nacimiento del Niño en Belén. Pero antes de eso, por inspiración del Espíritu Santo, tuve que decirle a Su Madre, María, que una espada atravesaría su corazón y que Su Hijo sería de contradicción para muchos.
Se encontraban tres fariseos cerca de la Sagrada Familia y del anciano Simeón. Escucharon algunas palabras del hombre justo, y ante lo que vieron murmuraban diciendo: “Pareciera que está cometiendo idolatría. Alejémonos. Por cierto, aquellas dos viudas, Ester y Raquel, no deberían entrar más aquí, y eso debido al dinero que nos deben.” Y apenas terminó de decir eso el fariseo, el Niñito Dios, en brazos de José, emitió un vagido semejante a una queja.
Siete días después del encuentro entre Simeón y el Niñito Jesús, el anciano, acompañado de su mujer, murió en su alcoba. Sus últimas palabras fueron: “Niñito Dios, te abrazo en mi alma con todo mi ser, y así también te adoro”.
Ozará murió dos días después que su amado esposo. La acompañaba su hermana, Débora, y segundos antes de partir al Seno de Abraham ella relató lo siguiente: “El Espíritu Santo me hizo ver que vendrían unos tiempos en donde los hombres podrían comulgar al Redentor del mundo. Ya no se tratará de un abrazo, no. Podrán tenerlo si quisieran como alimento de su alma. Mas, ¡oh, qué pena grandísima!, el descuido habrá llegado a tanto y la ceguera se habrá enseñoreado de tantas almas, que lo tratarán con indiferencia y hasta lo arrojarán al piso”.
- ¿Qué dices, hermana? –preguntó Débora turbada por lo que escuchó.
Mas Ozara miró amorosamente a Débora, cerró sus ojos, y murió en la paz del Señor.
BEHRUZ Y PICARDÍA: UN MARAVILLOSO ENCUENTRO

En el día cuarto de la creación del mundo Dios creó las estrellas. Eso es lo que dice el Génesis bíblico. La Trinidad salpicó la noche de esas luminarias formidables y maravillosas, enormidades químicas y gaseosas en constante explosión.
Pocos saben que las estrellas y los cometas son como fuegos artificiales queridos por el Creador para manifestar y festejar Su gloria eterna.
Y pocos saben esto otro. Había una vez un joven persa cuyo nombre era Behruz. Él era el encargado de los camellos en los que se trasladaban los Reyes Magos.
- Behruz, alista los camellos que mañana mismo emprenderemos el viaje más inigualable que hombre alguno haya podido desear –indicó Melchor.
- Apreciado rey, perdone mi indiscreción, pero si no me dice qué es eso “inigualable” la intriga me matará.
- Solo te diré una cosa jovencito –dijo Melchor-. Iremos a ver al Rey de reyes.
- ¿Rey de reyes? –pronunció Behruz algo confundido, agregando: – ¿Más reyes que ustedes?
- ¡Ohh… sí, sí, querido Behruz. Nosotros ante Él y todos ante Él, no somos más que insignificantes nadas –comentó Melchor.
- Sabe, rey Melchor, no le comprendo. ¿Qué es lo que hace a ese rey tan importante y único?
- Behruz… Debes saber que el Rey que visitaremos es el único digno de ser adorado.
- ¿Adorado? –preguntó Behruz extrañado y con cierta aprensión.
- Sí, Behruz, adorado. Iremos a adorar al Rey del universo, al Creador de todo, a quien te da la vida a ti, a mí y a todos. Ya verás jovencito: jamás olvidarás tan sobrenatural travesía.
Behruz tenía una gran estima por los Reyes Magos, principalmente por Melchor. A todos respetaba escrupulosamente.
El joven hizo cuanto Melchor le había pedido, mas en su interior se agitaban vientos de dudas y confusiones. Se preguntaba: “¿Cómo es eso de ir a adorar a un rey?” “¿Y cómo es eso que un hombre sea creador de todo, incluso de mi vida?” Hasta llegó a pensar si acaso al Rey Melchor no le habría agarrado algún tipo de enfermedad mental.
Mientras los Reyes Magos se dirigían a Belén con toda su comitiva, Behruz escuchó que tanto Melchor como Gaspar y Baltasar, hablaban llenos de gozo del Rey de reyes al que iban a adorar. Fue entonces a partir de ahí que el joven camellero en vez de pensar que se había equivocado al atribuir a Melchor algún tipo de desperfecto mental, comenzó a pensar que se trataba de algo que estaba afectando a los tres. Y con tales cavilaciones el joven Behruz avanzaba hacia Belén, a lo que se le sumaba una mayor oscuridad espiritual.
Todo cambió cuando Behruz escuchó unas palabras pronunciadas por Baltasar. Tras ellas pasó de cierto escepticismo a un incipiente asombro, y, en alguna medida, contribuyó a quitar de su cabeza la idea de que determinado tipo de delirio estuviera afectando a los reyes del oriente. Lo que escuchó fue lo siguiente: “Ven. La estrella nos sigue guiando hacia donde está el Rey al que vamos a adorar”.
Efectivamente, para sorpresa del ayudante de los reyes, al mirar hacia la noche estrellada vio una especialísima estrella que se movía no solo a una distancia diferente a la que se encontraban las demás sino que brillaba con una luz que jamás había visto y que nunca más volvería a ver. Realmente la visión desconcertaba a Behruz al tiempo que le producía un contento que no alcanzaba a describir. Marchaba por los lugares que iban atravesando sin quitar sus ojos de la estrella. Diríase que estaba abandonado a ella, tal fue su estado luego de haberla visto por vez primera.
El viaje fue largo, gozoso y marcado por el misterio. La estrella que los guiaba se frenó sobre un determinado lugar en Belén, y fue Gaspar quien habló: “Hermanos, aquí es. Aquí debemos adorar al Rey de reyes”. Y acto seguido pidió a tres de sus sirvientes que preparen los obsequios.
El joven camellero contemplaba todo lo ocurrido cayendo de nuevo en una suerte de escepticismo: vio que los reyes portaban oro, incienso y mirra, pero no veía un palacio, ni un lugar bonito, ni lujos, ni gente vestida de gala. En definitiva, no veía nada digno para él de ser considerado un viaje “inigualable que hombre alguno haya podido desear.” Se decía para sí mismo: “Solo lo de la estrella me ha llamado la atención, pero, al fin de cuentas, se trata de un fenómeno cósmico”.
La cuestión se agravó para Behruz, cuando vio avanzar a los reyes con las dádivas rumbo a una gruta, en la cual a su vez logró ver desde donde había quedado con los camellos, una mujer que abrazaba a un niñito recién nacido; un hombre a su lado; un asno; un buey; unos pastores y algunas ovejas. Por último, vio a sus amos que al llegar se arrodillaron por espacio de una hora, hora tras la cual, uno a uno se fueron acercando al bebito, y, vueltos a arrodillar, dejaban junto al Niñito sus regalos al tiempo que besaban sus pies con una reverencia exquisita. El joven se convenció de que algo no andaba bien: “Me hablaron de adorar a un rey. Mejor dicho a un rey de reyes, creador de todo, y ¿con qué me encuentro? Con que mis amos me hicieron realizar un viaje larguísimo para postrarse ante un bebito. ¿Dónde hay aquí un palacio o algo que pruebe algún tipo de realeza?”
Mientras Behruz pensaba en esas cosas, la estrella que los había guiado comenzó a bajar en dirección a él. Y el joven lo advirtió. Atónito miraba el descenso. La enigmática luminaria mientras descendía parecía reducirse, contrariamente a lo que uno podría suponer. La luz era maravillosa: una suerte de rosado diamantino, aunque, a decir verdad, era algo indescriptible. Al llegar casi a los dos metros del muchacho, éste vio como una bellísima forma humana, y escuchó:
- Behruz, ¿por qué dudas? El Niño que los reyes han venido a adorar, es Dios encarnado, el Creador de todas las cosas. Es el Redentor del hombre caído, el vencedor de Satanás, el que vino para abrir al hombre las puertas del cielo.
- ¿Quién eres? –preguntó extasiado Behruz-.
- Me llamo Picardía. Y soy un ángel del Señor, aunque ahora me veas con esta forma.
Behruz se inclinó y quiso arrodillarse para adorar al ángel, mas éste lo detuvo:
- No, Behruz. La adoración se la debes al Niño. Debes adorarlo con toda tu alma, con todo tu corazón, con todo tu ser. El también vino a traer la salvación a todos los humanos, no solo a los israelitas.
- Le pediré a mis amos si me permiten ir a adorar al Niñito Dios.
- Bien. Ellos te lo permitirán Behruz.
- Y tú, ángel del Señor llamado Picardía, ¿por qué venías con forma de estrella?
Y el espíritu angélico respondió:
- Mira, joven Behruz. Antes de la creación de ustedes, antes de la creación de la Tierra y de todo lo que allí tiene vida; antes de la creación del firmamento, del sol y la luna, de todas las estrellas y planetas, en fin, antes de que hubiera luz en este mundo, Dios nos creó a nosotros, los ángeles. Estuvimos en prueba, mas no todos pasaron esa prueba. Muchos se rebelaron, siendo el primero y más maligno el que pasó a llamarse Satanás.
- Y esa prueba: ¿qué fue? –preguntó Behruz encantadísimo de poder hablar con Picardía-.
- Dios dio a conocer a todos los espíritus angélicos que la Segunda Persona de la Trinidad se encarnaría. Y en el Niño se cumplió eso. Quien era Luzbel, se llenó de soberbia al no poder soportar lo que había oído, y él, junto con un número grandísimo de otros ángeles, ganados todos por una soberbia destructora, se fijaron por toda la eternidad en enemistad con el Creador. Y Dios los arrojó a un infierno que debió crear a causa de ellos, pues no habría infierno alguno si ellos no se hubieran rebelado.
- ¿Qué es eso de la Trinidad? –preguntó intrigado Berhuz-
- A su tiempo te lo explicarán tus amos.
- ¿Y todos los demás ángeles tiene esa luminosidad tan maravillosa como tú?
- Cada uno de los ángeles buenos tienen una especialísima luz, como así también –aunque esto te será difícil comprender- cada uno de los ángeles malos tiene una oscuridad particular.
- ¿Y por qué a ti se te encomendó guiarnos?
- Cuando Dios nos puso a prueba y supe lo de la Encarnación, en el grado jerárquico que me ha colocado la Trinidad, manifesté mi contento, entre otras cosas con la luz que tu viste, y eso debido a la Madre del Redentor, la Bienaventurada Mujer que abraza hoy al Niño, Mujer a quien ni todas las miríadas de miríadas angélicas puede igualar. Agradó eso a Dios, y desde aquel entonces me asignó la misión que he venido a cumplir y que tú estás conociendo, y también desde ese momento me llamó Picardía, porque sería el encargado de guiar a tus amos a los pies de la Mujer y el Niño, y eso como estrella mas siendo un ángel.
Fue tal el gozo que le produjo a Berhuz el estar con Picardía, que le dijo:
- Quédate conmigo siempre, ángel del Señor.
Y la respuesta que obtuvo fue:
- Berhuz, a todos los humanos al nacer Dios les asigna un ángel custodio. Yo soy un arcángel.
- ¿De modo que tengo un ángel? –dijo Berhuz.
- Así es.
- Pero, ¿por qué?…
Picardía conocedor de que el joven camellero iba a preguntarle por qué no lo veía, se adelantó a responderle:
- No lo ves porque somos espíritus, y que ahora me estés viendo es por singular permisión de Dios. Los espíritus angélicos no somos visibles pero eso no significa que no existamos.
Dicho lo anterior, y por concesión divina, le fue permitido a Berhuz ver a su ángel guardián, el cual se presentaba rodeado de una luz como celeste.
- ¡Oh, mi Dios! –exclamó Behruz fuera de sí, extasiado-. ¡Qué maravilla! ¡Gracias por estar conmigo, ángel custodio! –manifestó el joven a su ángel inclinando la cabeza.
Y su ángel le dijo:
- Toma Behruz. Cuando vayas a adorar al Niñito, le obsequiarás esta piedra preciosa, más preciosa que el diamante. Se la entregarás a su Madre, la llena de gracias, la Santísima Virgen María.
El joven camellero vio como que el ángel besó el guijarro antes de que se lo entregase. Luego se lo depositó en su mano. Tras eso, el espíritu guardián dejó de verse, y Picardía que aún permanecía bajo forma humana, se despidió de Behruz, y comenzó a elevarse nuevamente bajo forma luminosa de estrella.
Mientras eso sucedía, el muchacho sintió unos pasos. Era Melchor que se le aproximaba. Behruz habló así:
- Rey Melchor, ¿podría yo ir a adorar al Niño?
A lo que el Rey Mago respondió con rostro radiante:
- Por supuesto, querido Behruz. Vamos a adorar al Niñito Dios. Tus dudas fueron ya disipadas.
Cuando Melchor afirmó lo últimamente referido, miró al joven con una mirada cómplice. El muchacho por su parte se preguntó: “¿cómo se habrá enterado el rey Melchor de que mis dudas fueron disipadas, si en ningún momento le hablé de ellas?” Y estando en tales pensamientos, oyó que su amo le dijo:
- Ahora sí comprenderás para siempre por qué te dije antes de salir de nuestras tierras que este iba a ser “el viaje más inigualable que hombre alguno haya podido desear”.
NAVIDAD EN PAÑALES

Los Reyes Magos, encaminados por la estrella, al llegar a Jerusalén preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido. Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo?” (Mt. 2, 2). El rey Herodes ante la noticia quedó turbado. Herodes era un rey perverso y de una avaricia inmensa. Tal el grado de su locura, tal el miedo que tenía de perder los goces que le proporcionaba su gobierno, que temiendo a una criatura que acababa de nacer, movido por intenciones ladinas, pide a los reyes que averigüen dónde está el Niño porque él también quería “adorarlo”.
Fueron los Reyes Magos donde el Niño y lo adoraron. Mas, avisados por un ángel de que no volviesen junto a Herodes, regresaron a sus tierras por otro camino. ¿Y qué hizo Herodes? Inflado de odio mandó matar a todos los niños menores de dos años. Un monstruo.
En el palacio del rey malvado trabajaba un hebreo de nombre Simón, personaje al que el perverso gobernante utilizaba para llevar a cabo varias de sus monstruosidades. Un día el político le dijo a su inescrupuloso servidor:
- Me han venido a hablar de un rey de los judíos. Encima, ¿quiénes lo hicieron? Unos supuestos reyes venidos de tierras del Oriente. ¿Y qué hizo tu brillante rey, Simón?
- Lo que todos dicen, majestad. Mandó a matar a todos los niños menores de dos años.
- Exactamente, Simón. ¿Tú qué opinas?
Comúnmente, cuando un político malvado pregunta a sus súbditos “qué opinan” de tal o cual tema, en realidad lo que están esperando es que al menos manifiesten aprobación a sus medidas. El “qué opinan” es solo activador de la obsecuencia, una prueba del servilismo, una demostración de sometimiento y bastardeo personal.
- Yo lo que opinó, gran rey Herodes, es que su medida ha sido por completo atinada.
- ¿Y por qué lo crees así? – preguntó Herodes levantando sus cejas-.
Simón se rascó la cabeza con su mano derecha. En verdad mucha idea no tenía de lo que acababa de decir. Nervioso, respondió algo que escuchó en los pasillos del palacio:
- Ehh… bueno… eh… Muy fácil, majestad. ¿Qué más atinado para un rey que matar a todo aquél que pueda suponer una amenaza al trono?
- Lo dices por propio raciocinio u otro te ha dicho eso, Simón.
- No, no, respetado rey. Nadie me lo ha dicho y, como le dije, es algo fácil de deducir. Cualquier hombre con un mínimo de inteligencia llegaría a esa conclusión.
- Eres un hombre inteligente –festejó Herodes-.
Tras escuchar el elogio, Simón tomó aire, respiró profundo, levantó levemente el mentón, miró de reojo por la ventana, e infatuado y llevado de la soberbia, agregó:
- Gracias, apreciado rey. Muchos dicen eso de mí.
No habrán pasado diez segundos cuando un niño de seis años, bastante despierto, ingresó al salón en donde se hallaban el rey y su hombre sucio. Sucede que Simón, por autorización de Heródes, solía llevar a su hijo al palacio, el cual quedaba jugando cerca de la fuente con peces o con unas monedas traídas de otras regiones.
- Judas – dijo su papá, Simón Iscariot- ¿qué haces por acá? Vamos… saluda al Rey.
- Me he aburrido –respondió Judas, y mirando a Heródes, inclinó la cabeza como le había enseñado su padre, y lo saludó.
Al saludarlo, sucedió algo de lo más extraño. El niño al levantar su rostro, preso de cierta convulsión, blanqueó los ojos y manifestó unas misteriosas palabras que dejaron confundidos a los dos mayores:
- “Corren los siglos, rápido llega aunque ya no parezca. Simpático: demonio. Opacará. Confundirá. Robo y muerte viajan con él. Como yo mañana el primero, como tú ahora lo segundo. Vacío.”
Y dicha las palabras extrañas, el pequeño Judas Iscariot volvió en sí, bajo su cabeza y sin decir palabra salió de la habitación. Herodes miró a Simón Iscariot, gesticuló con su mano derecha y su rostro como preguntando “qué fue eso”, mas Simón, por toda respuesta, movió sus dos hombros significando que tampoco nada había entendido de lo que pasó.
- Bueno, Simón, trata de hablar en tu casa con tu hijo. No se lo veía bien. Y… No te olvides de lo que te he pedido. No me gusta nada ese tal Rafael así que… ya sabes qué hacer. Si quieres pídele a Milka que te dé del veneno que ella guarda.
Simón se marchó del palacio junto a su hijo, Judas. Por el camino y antes de llegar a su casa, le preguntó al niño: “¿qué fueron esas palabras inentendibles que dijiste y como dirigidas al rey?”. El pequeño miró a su padre de reojo, y con una sonrisa rarísima que hasta causó miedo en su progenitor, afirmó:
- Quién sabe… No lo entiendes. No lo entiendes.
Y dicho lo anterior y estando próximos a la casa, el niño abandonó a su padre y se echó a correr. Simón no le contó nada a su mujer. La verdad es que ni a él ni a ella le importaba la educación de su hijo.
Cuando Simón, su mujer y Judas estaban en la mesa por comer, al sentarse el niño se le cayeron varias monedas. Las había robado del palacio. La madre lo miró con suspicacia, mas su padre lanzó una carcajada y exclamó:
- ¡Oh, pequeño bribón, ya vas demostrando que eres un hombre inteligente! ¡Si sigues así algún día podrás ser como Herodes!
Simón acababa de hacer una comparación que corriendo los años llegó a cumplirse, pues, en efecto, tanto Herodes como Judas, cada uno a su manera, buscaron la muerte de Jesús: el primero, buscó matarlo cuando niño, el segundo, cuando había llegado la hora de la pasión y muerte del Redentor. Al primero lo movilizó en cierto modo los goces que proporcionan el poder y la materia, al segundo, también en cierto modo, el goce vil de treinta materias metálicas llamadas monedas. Tanto Herodes como Judas obran guiados por Satanás, el príncipe de este mundo. Judas muere porque lo liquidó el gusano de su conciencia llevándolo al suicidio, desconfiando de la misericordia de Dios y cometiendo el pecado contra el Espíritu Santo; Herodes, por su parte, muere, entre otras cosas, liquidado por gusanos en sus genitales; según el historiador Flavio Josefo: “A poco la enfermedad le dominó por completo, desgarrándolo con múltiples padecimientos. Tenía una fiebre constante, intolerables dolores en todo el cuerpo, continuo malestar en el colon, tumores en los pies, el vientre hinchado y una putrefacción en el pene de la que nacían gusanos. Sólo lograba respirar, si bien con dificultad, estando sentado; se le agarrotaban los brazos y las piernas». Herodes vivió de la traición, Judas también. Herodes y Judas son acérrimos opositores de las buenas alegrías, sus mundos se mueven en la oscuridad.
Pasaron varios siglos.
Llegamos a los días previos a la Navidad de 1953. En la abbaye du Mont-Saint-Michel (abadía del Monte Saint Michel), vivía un monje santo de nombre Vincent. Tenía en ese entonces 77 años. El religioso era particularmente devoto del Niñito Dios, y durante años, en el mes diciembre, pasaba más horas de lo habitual junto al Santísimo Sacramento adorando al Niño Jesús en la Eucaristía. Cabe mencionar que por orden del Padre Superior, Mario Treje, Vincent, desde 1933, era el encargado fijo del armado del pesebre, actividad que hacía con una piedad ejemplar.
Cinco días antes de la Navidad de 1953, Vincent se hallaba en su celda leyendo un libro en donde se mencionaba sucesos históricos extraños. Se trataba de un libro un tanto voluminoso, de tapa de cuero bastante gastada por el paso del tiempo y hojas amarillentas. El libro estaba en la biblioteca de la abadía benedictina. Siempre lo había visto pero nunca se le dio por agarrarlo. Esta vez y por motivos que no se saben, Vincet lo había cogido y, como queda dicho, le estaba dando lectura. El volumen se titulaba ‘Historias Raras’, y estaba escrito por un tal Martín Romualdo Lucas Leroy. El libro vio su primera edición en 1852. Fue entonces en ese escrito que el monje leyó:
“Al día de la fecha, permanece indescifrable las palabras que el pequeño Judas pronunció ante Herodes y, al parecer, dirigidas a Herodes: ‘Corren los siglos, rápido llega aunque ya no parezca. Simpático: demonio. Opacará. Confundirá. Robo y muerte viajan con él. Como yo mañana el primero, como tú ahora lo segundo. Vacío.”
Durante cuatro días consecutivos Vincent estuvo lidiando interiormente con esa frase. Se había propuesto resolverla. El día antes de Navidad, el Padre Mario Treje habló de esta manera a Vincent:
- Padre, hace día lo encuentro demasiado pensativo. ¿Se encuentra bien?
Vincent contó al Padre Treje qué lo tenía en constantes cavilaciones, a lo que el superior le recomendó:
- Mire querido Padre, quizá le convenga pasar la hoja. Está sumergiéndose en algo cuyo sentido es oscuro. Le aconsejo que en vez de dedicarse a un mensaje cifrado, medite sobre el hermoso misterio de la Navidad.
El monje siguió el consejo de su superior, y, en verdad, se sintió muy aliviado. Hasta llegó a decirse, “tonto de mí que hace días intento descifrar algo que vaya uno a saber si fue o no verdad.” Bajo tales consideraciones y en tal estado de tranquilidad, llegada la noche el monje se acostó a dormir. Pero un resplandor impresionante lo obligó a incorporarse. En el medio de la celda vio a un hermosísimo Niño envuelto en un pañal. Vincent saltó de la cama, se arrodilló, y con ambas manos sobre su pecho exclamó: ¡Alegría de alegrías. Adoración a ti, Niño Dios. Indigno de tu visita. Eres todo el gozo de mi ser!
El Niñito Jesús trazó con su manito derecha una bendición en el aire, y en ese entonces un haz de luz salió del centro de dicha mano impactando en la frente del monje. A la sazón el Padre Mario Treje pasaba por el corredor y vio salir de debajo de la puerta de Vincent la poderosísima irradiación de luz. Sorprendido por el hecho y queriendo averiguar lo que sucedía, el superior abrió la puerta y, con gran asombro, contempló al Padre Vincent en levitación completamente en éxtasis. Cuando el monje volvió en sí, miró al Padre Mario y le dijo: “Padre, el Niñito Dios le deja su bendición, y me dijo que le diga que lo guarda entrañablemente en Su Corazón.”
Cuando el Padre Superior se retiró de la celda, el Padre Vincent se sentó en una silla, tomó papel y tinta, y escribió:
“El Niñito Dios hoy se me ha aparecido. Estaba envuelto en pañales, recostado en una como cunita de paja. Me bendijo y de su mano derecha brotó un rayo de luz que penetró mi mente. Y recibí claridad sobre el mensaje oscuro del que días atrás tomé conocimiento. Él me ha pedido que lo dé a conocer para bien de las almas, para avivarlas en la fe verdadera, la que hoy está amenazada y que, en pocos años, si no hay cuidado se la verá enormemente eclipsada. Ahora sí, parte a parte el análisis del mensaje.
‘Corren los siglos, rápido llega aunque ya no parezca’: refiere a nuestro siglo, al siglo pasado, y al tiempo que ahora estamos pisando.
‘Simpático: demonio’: refiere al personaje identificado con Papa Noel, personaje al que erradamente algunos quieren hacer coincidir con San Nicolás de Bari. De figura bonachona, blancos cabellos, blanca barba y siempre con su jo, jo, jo, simpaticón, conduce a un grave mal.
‘Opacará. Confundirá’: el referido barbudo navideño ha contribuido significativamente a que para muchos (y cada vez más), Navidad sea igual a Papa Noel, a un hombre que en el día navideño viene a meterse en los hogares, preferiblemente a través de una chimenea si la hubiere, para dejar junto al árbol algún obsequio.
‘Robo y muerte viajan con él’: robo, pues, efectivamente y como queda dicho, intenta sustraer la atención de todos para que quede fijada en él que es falsario e impostor, al tiempo que lleva al olvido del Nacimiento del Redentor; muerte, porque en muchos se opera en el alma la extinción de la creencia religiosa verdadera.
‘Como yo mañana el primero, como tú ahora lo segundo’: es la expresión más complicada. Se la interpreta unida a la anterior, quedando así: ‘Robo y muerte viajan con él. Como yo mañana el primero, como tú ahora lo segundo’, siendo el ‘primero’ el robo, y el ‘segundo’ la muerte. La frase hace referencia a una comparación marcando un tiempo breve con acciones nefastas tanto de Judas como de Herodes; ‘como yo mañana el primero’, refiere a lo que hizo Judas, robar el dinero, entregar al Maestro (mañana); ‘como tú ahora lo segundo’, señala a Herodes y el atroz asesinato de los Santos Inocentes (ahora).
‘Vació’: no conlleva dificultad cuando se tiene presente lo anterior, pues el impostor y su impostura se mueven en lo superfluo”.
Tres diminutas estrellitas pintadas de dorado separaban la interpretación expuesta de otras palabras finales dejadas por el monje Vincent. He aquí esas palabras finales:
“¡Navidad en pañales, queridos hermanos! Porque el pañal indefectiblemente señala al bebito Dios, nacido en Belén. El pañal nos habla de Sus padres, María y José, nos habla de una Sagrada Familia. Sin pañales no hay Navidad, y, seguramente, se dará el festejo del impostor. Navidad en pañales no es una sensiblería, es todo un plan de salvación. Navidad en pañales es adoración y anonadamiento. Navidad en pañales es realidad sobrenatural, no ficción. Navidad en pañales es canto de victoria, que en el frágil vagido de un Niñito recién nacido ya se oye el rugido del León de Judá.”
UNA PIEDRA PARA SULITO

Cierto día llegó a Betlehem un matrimonio con un niño de unos siete años de edad y se hospedaron en casa de uno de sus primos, el judío Daniel, hijo de Zadquiel. Al pequeñín lo habían apodado ‘Sulito’, nombre que pronunciaban sus padres con vivo afecto. Según contaron los lugareños –noticia que más luego corrió de generación en generación-, los visitantes habrían permanecido en Betlehem aproximadamente un mes y medio.
Sulito era delgado pero ya desde temprana edad se lo notaba ágil y fuerte. De test morena, pelos revoltosos, ojos negros, grandes y penetrantes. Gran parte del tiempo que estuvo en Betlehem, su diversión consistía en acompañar a su primo Yosef, de diez años, a pastorear unas ovejas.
Una tarde, regresando al hogar y estando a unos quinientos metros de llegar, Sulito vio una hermosísima mujer toda cubierta con una vestimenta de un color rosa. Sulito se frenó en seco y se quedó mirando a la dama.
- Sulito, ¿qué pasó? ¿Por qué te frenas? –preguntó su primo, Yosef.
- Mira la señora – respondió Sulito sin quitar los ojos de la dama.
- ¿Qué señora? –preguntó Yosef que no veía nada.
- Esa de allá, la vestida de rosado –señaló Sulito mientras hablaba.
- No veo nada, Sulito –dijo Yosef.
- Allá… La que nos está sonriendo –acotó Sulito volviendo a señalar y sin quitar los ojos de la mujer a la que decía estar viendo.
Yosef pensó que se trataba de una broma, y como tenía prisa por llegar a la casa a causa del hambre, movió la cabeza en señal de indiferencia, apuró el paso, y sin esperar a su primo continuó la marcha.
Así como dos polos opuestos imantados se atraen, Sulito caminó rumbo a la mujer como hipnotizado. A su vez, la dama dándose media vuelta y a paso moderado, se encaminó hacia un callejón, lo cruzó, ingresó en una cavidad, volvió a salir, y sobre su mano derecha tenía una piedrita. La besó tiernísimamente, la depositó sobre una suerte de estante natural que se formaba en la roca en la entrada de la cavidad, y, hecho eso, la hermosa mujer ingresó a la gruta. Sulito continuó viendo qué pasaba, mas como viera que la señora no volvió a salir, extrañado, dirigió sus pasos hacia la gruta, se asomó, y para asombro de él nadie había allí. Ingresó y recorrió más de cerca todo el interior, pero… la dama se había esfumado. Confundido, Sulito salió, miró a su alrededor por todos lados. Definitivamente la mujer había desaparecido. Sulito bajo su mirada de costado, y sus ojos dieron con la piedrita besada. Él la tomó con su mano derecha, y al instante sintió un fuego que le invadió todo su ser, un fuego que le dejó un gozo indecible. Sin saber bien por qué, Sulito también beso el pequeño guijarro. Luego la guardó en un estuche de cuero que siempre tenía junto a sí.
El pequeño regresó a la casa de sus parientes con una mezcla extraña de sentimientos. Un tanto triste por la desaparición de la mujer pero consolado por ese fuego interior que no sabía de dónde provenía.
La madre del demorado se hallaba esperándolo un tanto enfadada porque no había regresado junto a su primo y la había dejado preocupada, pero no pudo regañarlo, porque un fenómeno sumamente raro tomó por amplitud todo el lugar del reto. Sulito tenía la cara brillante, literalmente podía afirmarse que un resplandor salía de su rostro.
– ¿Qué traes en tu cara Sulito? –preguntó la madre asombrada.
– Mamá… no traigo nada.
– ¿Y esa luz?
– ¿Qué luz?
– La de tu rostro.
Acto seguido, la madre llamó a su marido y a los demás para que vieran la cara del pequeño, y al verla todos quedaron maravillados. Desde luego que llenaron al chiquillo de preguntas. Él simplemente se limitaba a contar lo sucedido. De lo relatado, ni sus padres ni sus familiares pudieron sacar nada en limpio en orden a determinar por qué Sulito tenía esa luminosidad. Lo cierto es que por tres días consecutivos la luz acompañó al infante sin dejarlo un solo segundo, tiempo que también permaneció encerrado pues no quería que nadie lo viera así.
Pasaron los años. De lo ocurrido dos cosas le quedaron al pequeño: una, el recuerdo vivo de los extraños sucesos, y dos, la piedra que siempre llevaba consigo.
Sulito había crecido. Era fuerte, decidido, impetuoso y tajante, notable y destacado entre los suyos. La relación amistosa con su primo, Yosef, permanecía intacta. Un día, ambos se hallaban debajo de un olivo conversando y bebiendo un poco de vino. Y como Yosef viera que Sulito quitó del estuche la piedrita y se quedó contemplándola como ido, le dijo:
- Sabes… Al verte con esa piedra, me viene el recuerdo de lo que un día contó uno de los sumos sacerdotes en la sinagoga.
- ¿Y qué contó? –preguntó Sulito con un tono de voz que apenas se le oyó.
- Que un día el fundador de la secta de los nazarenos, ese Jesús, el hijo del carpintero, enfrentó a los fariseos que querían apedrear a una mujer entregada a la prostitución, y les espetó: “Quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra”. Y uno a uno todos se fueron. Un arrogante ese falso mesías. Bien merecida tuvo la muerte de cruz.
- Mira primo, no encuentro errado lo que les dijo –sostuvo Sulito alzando los ojos y fijándolos en los de Yosef-.
- ¡¿Cómo qué no?! –repuso algo molesto Yosef, con voz cortante-
- Cálmate. Escucha. ¿Qué vimos hacer la otra noche al escriba Eitan, tan tenido entre los nuestros por un gran santo? Dímelo.
- Ha vuelto a prostituir a la menor, Fanny.
- Bien dices, “ha vuelto” –aseveró Sulito-. Eitan está casado y tiene tres hijos. Él mismo se tiene por un santo y pretende que otros por tal lo tengan. Con todo, prostituye menores y cobra por ello. Y se lo tiene por gran hebreo. ¿Cuántos hay de entre los nuestros que juzgan vidas privadas mas ellos están podridos? Por eso encuentro acertadas las palabras del Nazareno. Creo en lo más profundo de mi alma que una cosa es ser duro con las falsas doctrinas y sus públicos seguidores, y otra es ser duro con los pecados personales. Nosotros debemos perseguir a la secta por esa falsa doctrina que predican y que va en contra de nuestras enseñanzas judáicas.
- ¡Oh, quién diría! –exclamó Yosef esbozando una sonrisa-. Antes eras el Sulito que pastoreaba ovejas, y ahora, ¡escúchate! Hay que llamarte redondamente Saulo, el filósofo.
- ¡Te pusiste bromista! –comentó Saulo, apodado Sulito, agregando-: Por cierto y ya que entramos en el tema de los seguidores de Jesús, el que está causando mucho alboroto en el pueblo y disputa sin parar con los nuestros es un tal Esteban.
Como es sabido -y esto ya no es cuento-, Esteban, discípulo de Cristo, obraba grandes prodigios y milagros en el pueblo (Hechos 6, 8). Los de la sinagoga disputaban con Esteban “más no podían resistir a la sabiduría y al espíritu con que les hablaba” (Hechos 6, 10). Tras un discurso del amigo de Cristo, enfurecidos esos judíos lo agarraron, lo sacaron fuera de la ciudad, y apedrearon a quien fue el primer mártir católico. Saulo, conforme al celo que lo animaba por el judaísmo en el que creía sinceramente se hallaba la verdad, consintió en lo que se le hizo a Esteban. Las Escrituras son lacónicas: “Saulo devastaba la Iglesia, y penetrando en las casas arrastraba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel” (Hechos 8, 3). Y cuál habrá sido el entusiasmo que lo movía en defensa de la causa que apoyaba, que no dudó en lo más mínimo en hacer 250 kilómetros a caballo, de Jerusalén a Damasco, para poder continuar con la persecución. Mas, como también se sabe, Dios que escudriña como nadie las profundidades del alma, quiso trocar el celo de Pablo para que lo aplique a favor de la causa que tanto había odiado. Y así, camino de Damasco, Cristo hace que Saulo caiga del caballo, y un voz se dejó escuchar: “”Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9, 4). Y el celoso judío respondió: “¿Quién eres Señor?” (Hechos 9, 5). Y oyó de nuevo: “Yo soy Jesús a quien tú persigues. Mas levántate, entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer” (Hechos 9, 5-6). A Saulo lo visitó Ananías, quien imponiéndole las manos hizo que se le fuere la ceguera que le duró tres días y que recibiese el Espíritu Santo, Espíritu con el cual Pablo pasó a ser soldado de Cristo para Su causa y por Su gracia: “Saulo, hermano, el Señor Jesús que se apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo” (Hechos 9, 17).
Sigamos con lo propio del cuento.
Cuando niño, Sulito anduvo tres días iluminado, y ahora de grande, volteado del caballo, Saulo estuvo tres días enceguecido. Cuando se marchó Ananías de la casa en la que se encontraba el ahora amigo de Jesús, sacó la piedrita del estuche, la miró, la besó, y nuevamente volvió a vivenciar el mismo gozo que experimentó cuando a sus siete años tuvo la visión de la mujer hermosa. Comprendió vagamente que alguna conexión existía entre ese pasado y este presente de convertido, aunque no lograba descifrar con claridad lo que podía significar la piedrecita. Sí supo cabalmente que la señora que había visto en su niñez era la mamá de Jesús, María Santísima.
Pablo puso toda su ser, toda su vida por la cusa de Cristo. Vino a ser el Apóstol de los Gentiles. El celo que antes usaba para perseguir ahora lo usaba, animado por la caridad, para convertir a los hombres al Crucificado.
Un día su primo Yosef que no había dejado de quererlo, le recriminó:
- ¡Saulo, estás loco! ¡Deshonras al judaísmo al seguir a ese crucificado!
- ¡Oh, Yosef! ¡Ese crucificado que vive y que ha resucitado de entre los muertos, es esperanza verdadera de todo hombre! ¡Ese Cristo crucificado es escándalo para los judíos y locura para los gentiles!
Pablo muere mártir.
Uno de los romanos que dirigían el martirio de Pablo y cuyo nombre era Rómulo Severo, lo increpó diciendo:
- Por tu prédica no hallaste gracia ante el poder de este mundo.
San Pablo respondió:
- ¡Y qué importa hallar gracia ante los poderes mundanos! “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2, 11, 13).
El Apóstol de la gentilidad, tras un extenso tiempo de cautividad, murió en Roma decapitado bajo el gobierno de Nerón.
Minutos antes de que una espada separase la cabeza del cuerpo de Pablo, sucedió lo siguiente: estando arrodillado ante un pedazo de roca, con las manos atadas por detrás de su cintura y sus ojos en dirección a las arenas, un ayudante del verdugo sacudió parte de la túnica del apóstol, hecho que hizo volar por los aires el estuche que contenía la piedrita que cuando niño vio besar a la hermosa dama. Al caer el recipiente al suelo se abrió, y liberó el guijarro que vino a dar exactamente debajo de los ojos del Apóstol. Pero al mirar la piedra Pablo vio otra cosa: allí estaba el Niñito Dios en un pesebre. El Niñito emitía unos vagidos llenos de ternura. Los ojos de Pablo se llenaron de lágrimas de felicidad. Había entendió todo: aquél lugar donde en su infancia vio ingresar a la señora era la gruta de Betlehem, y la piedra que besó era bendita por ser parte del cobijo del Salvador del mundo. Fue la tercera vez que experimentó el inefable gozo. Y en el mismo instante en que el instrumento de filo impactó en su cuello, Pablo sonrió. Le sonreía a la señora de vestimentas color rosa la que también le sonreía, y que había tomado al Niñito Dios entre sus maternales brazos. Pero esta vez la mujer no se fue, venía a buscarlo. En realidad no se fue sin él.
Yosef, el primo de Pablo, había presenciado la ejecución. Hasta el último momento no escatimó esfuerzos en el intento de hacer retractar a su primo a causa de la religión que había abrazado, la religión del Crucificado. Y fue Yosef quien contó tres sucesos maravillosos: uno, que cuando la cabeza del Apóstol giró en el aire, al caer, sus labios impactaron de lleno contra una piedra pequeña, y, para maravilla de todos, así permanecieron, labios y piedra, sin despegarse por todo el tiempo en que dicha parte del cuerpo quedó sin ser recogida. Dos, que unas gotas de la sangre de Pablo salpicaron sus manos y al instante cayó de rodillas convertido: vio a San Pablo y a San Esteban abrazarse en un resplandor indescriptible. Tercero y último, lo que más sobrecogió a Yosef fue haber escuchado de la mismísima boca que giraba en el aire antes de impactar en la tierra, el nombre de: “María”.
Yosef tomó la cabeza del apóstol y, con reverencia y veneración, la envolvió en la túnica que llevaba puesta. También cogió la pequeña piedra, la besó y la depositó en un bolsillo junto a su corazón. Regresando a su casa luego de haber presenciado el martirio de su primo y convertido al catolicismo, exclamó las siguientes palabras:
- “Era verdad. Sulito de niño había visto a la señora”.