Para el día de Navidad
PUNTO PRIMERO. Lo primero que has de considerar es cómo la Purísima Virgen se recogió con su santísimo esposo San José en un pobre albergue, que estaba en los arrabales de Belén, el cual servía de establo para los animales y de refugio para los pobres. Allí se refugiaron como menesterosos, no habiendo encontrado quién los albergase en todo el pueblo. Como la Virgen se diera cuenta de que llegaba el tiempo en que el Redentor debía venir al mundo, se retiró sola, como dice San Buenaventura, a lo más escondido de ese lugar. Con la mayor dignidad que pudo, acomodó el heno en un pesebre, y descalzándose, se hincó de rodillas, se soltó el cabello, levantó las manos y los ojos al cielo, y arrobada en altísimo éxtasis, oró al Eterno Padre afectuosamente que cumpliese su palabra en aquella hora, y diese su Redentor al mundo. Bañada su alma en un gozo inefable, sin que su entereza fuera afectada; sino por el contrario, quedando todavía más pura, el Verbo Eterno traspasó sus entrañas, y vio delante de sí depositado en el heno dispuesto, al Redentor del universo, y al Hijo de Dios hecho hombre. Luego se oyeron cánticos y músicas celestiales, y se sintió una fragancia de dulcísimo perfume, y el establo de bestias se convirtió así en trono de gloria y corte celestial. San Buenaventura añade que fue revelado a un religioso contemplativo de su Orden, que la Virgen tomó a su Santísimo Hijo con suma reverencia, y le envolvió en la toca de su cabeza, diciéndole aquellas palabras que popularmente se conocen: Bene veneris, Deus meus, Dominus meus, et filius meus: seas bienvenido al mundo, Dios mío, Señor mío e Hijo mío. Luego lo amamantó. Llegó, más tarde, el glorioso San José lleno de gozo a reverenciarle y adorarle, y dar enhorabuenas a la Virgen: hasta aquí lo que nos dice San Buenaventura.
De todo esto tienes mucho para meditar y considerar: Primero: el desamparo en que nace el Rey del Cielo en aquél pobre portal, mientras que los pecadores no buscan si no la comodidad y la opulencia de sus riquezas a las que están tan acostumbrados. Segundo: la modestia, contemplación y devoción de la Purísima Virgen, y el gozo y la alegría que la colmaron como un regalo de Dios para aquélla hora como premio de sus heroicas virtudes, las miradas arrobadas con las que Hijo y Madre se comunicarían, sin que fuera necesaria la lengua para que los corazones de ambos hablaran. Contempla los secretos que el Hijo le descubriría en ese momento, y el afecto amoroso con que le abrazaría su Santísima Madre, y las palabras tan tiernas y dulces que le diría, el dolor que tendría, viéndolo padecer por las contrariedades futuras, y viéndose pobre para darle todo lo necesario, servirlo y obsequiarlo. Contempla el gozo y devoción del glorioso San José, viendo al Deseado de las Naciones, nacido para salud de los hombres. Mira la humildad con que lo adoraría, y el amor y respeto con que lo tomaría en sus brazos y con qué cariño lo pondría junto a su rostro. Si el santo Simeón tuvo consuelo tan grande cuando lo recibió en el templo, que pidió al Señor que lo sacase de la cárcel de su cuerpo, porque ya no le quedaba más que ver y desear, ¿qué gozo sería el de este santo Patriarca en esta hora, viéndole y teniéndole en sus brazos, y uniéndose íntimamente con Él? Entra en este dichoso y rico establo, adora y reverencia a este Divino Niño como a Dios y como a Rey tuyo que es. Pide a la Bienaventurada Virgen que te conceda tocarlo y recibirlo en tus brazos, aunque eres indigno de tamaña merced. Ofrécele hasta el último rincón de tu corazón, de tu vida y de tu alma, de todas tus potencias y sentidos para que haga en ellos sus habitaciones, si quisiera recibirlos para ello.
PUNTO II. Considera de qué manera la Bienaventurada Virgen, por abrigar más a su muy Bendito Hijo, le hizo una cama en el pesebre, remediando el rigor del frío con el heno, las pajas y el hálito de los animales. Aprende a leer con San Bernardo la lección escrita en la cátedra de aquél pesebre, y las virtudes que enseña para caminar al cielo. Él mismo santo nos dice que Isaías profetizó que sabría reprobar lo malo y escoger lo bueno. Así sucedió, pues vemos que desde la primera hora que puso los pies en la tierra, rechazó la opulencia del mundo, las riquezas, los regalos, la soberbia de la vida, las honras, la estimación de los hombres, y todo cuanto el mundo adora Escogió, en cambio, la pobreza, naciendo y viviendo en tanta indigencia; la penitencia, haciéndola tan rigurosa, padeciendo tan grandes incomodidades en la cama, en el vestido, en el albergue, en el frío, escogiendo para nacer lo más riguroso del invierno, con la temperatura más baja, sobre el filo de la medianoche, sin abrigo y con muchas necesidades; la humildad, posándose en lugar tan bajo, naciendo en un villorrio desconocido y despreciado, a la medianoche, envuelto el mundo en el silencio, y habiéndose callado todas las voces. Infans non fans, dice san Bernardo, infante y niño sin voz; porque siendo la palabra y voz del Padre, enmudece en su humildad. Contempla su paciencia, su mansedumbre, su inflamada caridad con la que te ama y padece por ti. Y también, el resto de las virtudes que te enseña desde aquella cátedra del pesebre. Pídele afectuosamente que te dé luz para conocerlas, fuego de caridad para cumplirlas, y gracia para imitarlo y enderezar el camino de tu vida, tomando éste, que él te enseña con su ejemplo.
PUNTO III. Entra con humildad y devoción en este portal, adora y reverencia a tu Redentor hecho hombre por ti. Dale infinitas gracias por el regalo que te ha hecho de bajar de los cielos para sacarte del cautiverio en el que estabas, a costa de tantos sufrimientos, por haberse vestido de nuestra carne y haberse hecho hermano tuyo. Entra con la consideración en lo íntimo de su pecho y mira el amor que arde en su corazón, la luz radiante del intelecto en su entendimiento, la suma sabiduría de que está adornado, el conocimiento eterno de todo lo pasado, presente y porvenir, y cómo a todos los hombres y a sí mismo los contemplaba de este modo; y la forma en que estaba ofreciendo su vida en sacrificio al Eterno Padre por tu bien. Mira y contempla la grandeza de Dios humillada en aquél Niño, abreviada su inmensidad, como atada su omnipotencia, y disimulada su sabiduría. Mira a aquél Niño grande y a aquel Rey pobre y a aquél todopoderoso escondido en un tierno infante. Admírate de ver los rasgos del Altísimo y las finezas de su gran amor; exclama, alegrándote, de que tienes un Dios y un Señor tan bueno, y dale miles de millares de gracias por los grandes obsequios que te hace. Pídele otros nuevos, pues baja de los cielos para hacértelos. Levanta los ojos al cielo y contémplale en el trono de su gloria, adorado por los serafines y querubines, y por toda la corte celestial. Y compara aquél trono con este pesebre, aquél cielo con este portal, aquella riqueza con esta pobreza, aquella majestad con esta humildad, aquella corte con este desamparo, y comprende que no es otro el que allí está reverenciado por la corte celestial, que el que aquí está olvidado por los hombres. Llora su ceguera y su ignorancia, y rompe en deseos de servirle, predicarle, darle a conocer al mundo, y de humillarte y abatirte con su ejemplo más que el polvo de la tierra.
PUNTO IV. Considera cómo naciendo Cristo en el mundo, descendieron todos los ángeles a adorarlo, reverenciar a aquél Niño como a su Señor, y cómo dice San Pablo, como a Hijo del Eterno Padre, heredero de su gloria y Señor de cielo y tierra. Medita acerca de la humildad de los espíritus angélicos, que fueron capaces de rendir pleitesía por segunda vez a un hombre como a superior suyo, siendo que la humanidad es de inferior naturaleza que ellos. Y por su parte, la forma en que perdieron la gloria los ángeles soberbios, por no haberle querido reconocer cuando Dios les reveló este misterio. Contempla a Dios honrando a su Hijo cuando más se encubrió y se humilló. Porque es su costumbre honrar a quien más se humilla: contempla el gozo de la Bienaventurada Virgen viendo a su preciosísimo Hijo reverenciado por los ángeles, y las enhorabuenas que le darían y juntamente al glorioso san José y las gracias que le darían. Finalmente los cánticos que entonaron diciendo: Gloria a Dios en los cielos, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. Liba de este panal de miel, ponderando cada palabra de por sí, y hallarás vertientes de dulcísima devoción.
Padre Alonso de Andrade, S.J