Un día en la vida de una ciudad benedictina

Llego tarde, como siempre; de hecho, se me ocurre que si llegara a misa a tiempo los monjes se desplomarían de sus bancos de pura sorpresa; estoy segura que mi vecino, Mássimo, ciertamente haría lo mismo tan solo para hacer teatro y echármelo en cara. El hermano Gregory hace sus votos finales hoy, pero soy una persona hogareña y detesto salir de casa, poco faltó para que no asistiera hoy. La idea que me obligó a levantarme del sofá y ponerme los zapatos fue la siguiente: «¿Eres parte de esta comunidad o no?»

La basílica está repleta y hay un contingente grande de franciscanos en el coro, además de una amplia variedad de prelados y visitantes. Hay ya gente parada en la parte trasera y han tenido que colocar las sillas plegables en los andenes laterales. Acaba de concluir el asperges y estaciono mi canastilla rodante, donde cargo mi ordenador, junto al nicho que guarda la estatua de San Benedicto en la parte posterior de la iglesia. No tengo nada que temer, estamos en Norcia; dejé de echarle candado a mi bicicleta un par de meses después de haber llegado.

Mientras los monjes cantan el introito, paso revista a la congregación y encuentro muchos conocidos. Gianfranco mi plomero con su mujer y dos hijas adolescentes; el alcalde actual con su esposa sentado junto al exalcalde, a quien derrotó en las elecciones pasadas; Caterina, la bibliotecaria y archivista del pueblo que acaba de publicar un libro sobre la edad de oro de Norcia durante el siglo XVII; la vieja altanera que siempre me menosprecia porque un día le sugerí que se saliera a la plaza a platicar en voz alta (es también una de las que se niegan a hincarse durante la Consagración, esta es una cosa italiana que me saca de quicio); un grupito de jóvenes postulantes norteamericanos muy lozanos y expectantes; la señora que trabaja en la oficina de correos cuyo nombre no se me pega y que me ha ayudado a navegar los variados y recónditos laberintos de la burocracia italiana; María, la muchacha rumana que trabaja en la panadería, que a menudo se pregunta qué hacer con su vida, que probó irse a Londres y que casi de inmediato regresó; el Doctor B, mi veterinario alemán expatriado, que hizo todas esas visitas a domicilio gratuitas a mi gato Winnie; el grupo de damas respetables de Norcia que toman el té después de misa y al que secretamente me muero por incorporarme; Maurizio, que se cree cantante de ópera y que se compró un antifonal para cantar con los monjes en una voz demasiado alta… extremadamente alta; Filippo y Mariana que se acaban de enterar de que no pueden tener hijos; Stefano y la siempre impecablemente vestida Lucia, quienes se han mudado aquí desde Las Marcas (Marche), al otro lado de la cordillera para estar más cerca del monasterio (Lucia fue despachada a mi casa por los monjes en una ocasión cuando me encontraba demasiado enferma con la gripe para ir de compras y necesitaba urgentemente alimento para el gato y té). Entre los semiregulares se encuentra un grupo de oblatos que vive en Roma, a unas tres horas de camino, y otra bandada de San Benedetto, en Tronto, a una hora de camino desde el otro lado de la cordillera, en la costa del Adriático.

Encontré lugar en una banca ya bastante llena, junto a Fabrizio, que es muralista, es de Orvieto y que está pintando el refectorio del monasterio. Me sonríe al hacerme lugar y me entrega la hojilla del día, toda en latín. Me enteré hace poco de que habla un inglés bastante aceptable, mas sospecho que por recomendación del maestre de invitados, el hermano Ignazio, siempre me dirige la palabra en italiano únicamente.  Parece haber una conjura en el pueblo para obligarme a mejorar mi italiano; tiene su foco en el hermano Ignazio y desde ahí se propagó primero a los monjes, de quienes recibo pullas despiadadas, y después al resto del poblado por vía de Emmanuele, el técnico de ordenadores que recibe encargos de casi todos los residentes.

Como es costumbre mi mente divaga aquí y allá, husmeando la flora litúrgica mientras la misa avanza. Después del sermón el diácono y el subdiácono escoltan al hermano Gregory, un trasplante del Brasil, quien avanza para hincarse frente al padre Cassian y así postrado promete obediencia, estabilidad y conversatio morum, una promesa de dedicar el resto de su vida al ideal benedictino del crecimiento constante por medio de la oración y la santidad. Se tiende en el piso de mármol con los brazos abiertos en cruz, extienden un paño negro sobre su cuerpo y seis grandes cirios dorados se colocan en torno del catafalco viviente. Ha muerto al mundo y ha sido sepultado en Cristo.

Los monjes cantan por él y la congregación se estira, o se levanta de puntillas al unísono para poder ver mejor a este hombre que ha hecho algo extraordinario, algo que no podemos imaginar hacer nosotros mismos. Es un acto paradójico, ya que lo separa definitivamente del resto de los mortales comunes, y a la vez  —a la manera benedictina— se ha entregado a sí mismo a nosotros para ser parte de esta comunidad y dedicado a servir en oración aquí, junto a nosotros y para siempre. Porque todos nos hemos adherido a este sitio en un mismo espíritu de estabilidad monástica. Él se entregó a Dios y Dios nos lo ha dado a nosotros, incluso aquellos que no son oblatos, todos comprendemos que es nuestro, que ya es nuestro hermano.

Bajé la vista para leer la pequeña placa adherida a la parte trasera del banco frente a mí, dice en italiano, «donación de la municipalidad de Norcia». Este es el pueblo donde cuatro mil habitantes, toda su población adulta, firmó una petición solicitando a Roma monjes benedictinos para su monasterio, que había permanecido vacío desde que Napoleón trotó por aquí. No todos vienen a misa —en eso andamos— pero todos quieren mucho a sus monjes.

Para mí, como oblata benedictina y ermitaña extraoficial, aficionada más bien y un poco a medias, todo el pueblo es un monasterio. Dicen que San Felipe Neri llevaba siempre consigo una pequeña bolsa de centavos de cobre, cuando le preguntaban por qué, sacaba uno de los centavitos brillantes y respondía que le recordaba el propósito de la vida en comunidad: que todo ese topeteo al deambular nos pule a la perfección. Vivo sola, mas diariamente tengo un constante flujo de visitas y, cuando bajo al monasterio a pie para el oficio, casi todos los otros viandantes me conocen y saludan.

Los muchachos del vivero me hacen entregas de herramienta, macetas y bolsas de tierra porque saben que no tengo automóvil. En marzo, Fabio, el de la ferretería, me trajo una mesa portátil y unas repisas para mi taller en su propio carro y se quedó a ver el eclipse solar con mi cámara obscura. El panadero y su mujer me han invitado a cenar para la semana entrante, después de la temporada navideña cuando toman sus vacaciones. El día primero del año, soleado y frio, la bella y siempre a la moda Teresa, que opera una tienda de antigüedades y que ha estado restaurando laboriosamente los altares laterales, me saludó en la calle frente a su establecimiento con un abrazo y un muy sentido «Auguri, buon anno!». Ella me pidió que le ayudara con unas líneas en inglés de una representación en la que va a tomar parte. Luca, el corredor de bienes raíces, me detuvo en la calle hace unos días para preguntarme como había quedado mi último artículo y cuando lo podría leer en línea, para practicar su inglés. Michele, el mesero de la vinoteca me aconsejó dónde podía reparar mi bicicleta y se ofreció a llevarme a la sala de urgencias cuando se enteró que me había atropellado un auto (nada resultó dañado mas que los frenos). Todos, con frecuencia, me perdonan por mi pésimo italiano. Jamás había vivido en una ciudad donde tantas personas me conocen. Soy una straniera, y sin embargo he sido adoptada por esta extensa familia de Norcia.

Mientras bajaba esta mañana para sumarme al gran día del hermano Gregory hice un recuento: veinte años en Victoria, población ciento veinticinco mil en los años setenta; once largos, deprimentes, húmedos y nublados años entre deprimente, húmeda gente de la onda de mentes grisáceas en Vancouver, población dos millones; cuatro jocosos años en Halifax, Nueva Escocia, y los obligatorios —para los canadienses— cinco años en Toronto. Un total de cuarenta años en ciudades. Cuarenta años durante los cuales inconscientemente absorbí el mensaje de la urbe moderna: vive lo más posible en el anonimato, pasa desapercibido de todos, no te solidarices con nadie, no esperes nada de nadie, no seas parte de nada, no te habitúes a nadie ya que todos los miembros de tu entorno son perecederos y ultimadamente te encuentras solo. Las ciudades no existen para crear comunidades, no estoy segura qué servicio positivo aportan, pero sé, por experiencia propia muy extensa, que proveen un escondite ideal a personas que quieren rehuir el compromiso y la responsabilidad. Es un modo de vida del que ya estoy saciada.

Hace unos meses los monjes hicieron público su álbum de canto gregoriano y acudimos a la pequeña celebración en el palacio municipal, al concluir charlaba con un grupo cuando con el P. Benedicto me presentó a algunas eminencias de Norcia diciendo, «Ilaria, una nuova Nursina». Hace poco una amiga estuvo de visita desde E.E.U.U., le encanta Norcia sobre manera, viene con regularidad y lo ha hecho desde hace mucho más tiempo que yo. Nos encontrábamos sentadas bajo el toldo de la vinoteca bebiendo una copa cuando, de repente, oteo a un conocido quien se acercó a saludar. Al intentar presentarme Marco le dijo, guiñándome el ojo, «¡Pero, si todos conocemos a Hilary, es parte de la comunidad!». Debo que admitir que poco me faltó para llorar.

Hilary White

[Traducido por Enrique Treviño. Artículo original]

Hilary White
Hilary Whitehttp://remnantnewspaper.com/
Nuestra corresponsal en Italia es reconocida en todo el mundo angloparlante como una campeona en los temas familia y cultura. En un principio fue presentada por nuestros aliados y amigos de la incomparable LifeSiteNews.com, la señora Hillary White vive en Norcia, Italia.

Del mismo autor

El caballo de troya del control de población dentro del Vaticano

Con las últimas noticias que llegaron a los medios de habla...

Últimos Artículos