Es fácil a poco que se observen las noticias en los últimos cincuenta años de la vida eclesial, concluir que la jerarquía sufre un síndrome acentuado de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, sí, ya saben, la novela de Robert Louis Stevenson que nos contaba la súbita transformación nocturna del uno en el otro tras ingerir unos brebajes, y que convertían al dulce Dr. Jeckyll en una bestia desaforada y primitiva haciendo el burro por las calles noche sí y noche también.
Así, si usted cansado de oír herejías en su parroquia, de ver todo tipo de disparates y sacrilegios, se le ocurre ir a ver a su obispo, o incluso a más altas instancias, le responderá siempre el Dr. Jeckyll, con una enorme sonrisa y finas maneras cortesanas, le escuchará atentamente y le responderá indubitadamente que estudiará el caso despidiéndose con un rosario o estampita bendecida de Juan Pablo II o la madre Teresa de Calcuta.
Pasado unos meses, al comprobar que el prometido estudio parece alargarse, volverá a escribir impaciente a su obispo, y el mismo y suave Dr. Jeckyll le dirá que lo ha intentado pero que no puede hacer nada más, que el sacerdote se le alejará sino, que hay que fomentar la comunión eclesial y no la desunión, que es mejor tener paciencia y caridad con él, que aunque usted tiene razón en parte hay que verlo todo desde la otra óptica, que si el vaso es el mismo pero según se mire por arriba o por abajo se ve todo diferente, que si la Iglesia desde el Vaticano II prefiere la misericordia que el garrote… y todo este tipo de circunloquios para decir en resumen que no hace nada porque no le da la real gana. Pero eso sí, todo dicho con una gran sonrisa y exquisitos modales, como corresponde a un gran príncipe de la Iglesia… hasta aquí el Dr. Jeckyll.
Pero hay amigos, ahora llega a palacio episcopal otra persona con el brebaje maldito, se mete en los aposentos del obispo y esa persona dulce, caritativa, que odia el garrote y que no quiere se le alejen los sacerdotes, sale gimiendo y gritando entre convulsiones mientras su cuerpo se metamorfosea desgarrando su trajecito protestante.
¿Pero qué le han dado ese hombre? Gritará acongojado su secretario mientras recoge del suelo el frasco vació de tan innoble poción. La etiqueta revela los ingredientes: Tradición y Sana doctrina. ¡¡Oh Dios mío!!
Mr. Hyde totalmente transformado ha mutado su lindo clergyman en un traje inquisitorial desempolvado del más escondido de sus baúles, su voz misericordiosa y paciente, se transformó en aguardentosa y violenta, inmisericorde, deseosa de sangre y garrote. Su amplitud de miras para no ver en otros casos, se convirtió de repente en una potente microscopio electrónico atento a cualquier coma a la que poder agarrarse. Su pobre secretario no tendrá otra que huir despavorido ante tan violento espectáculo.
Así, si usted visita a su obispo para llevarle ese brebaje, indicando que a tal sacerdote se le ha ocurrido celebrar misa tradicional, o incluso simplemente ad orientem, o que habla de cosas tales en sus homilías como el pecado, el infierno o condena la homosexualidad, o simplemente que no se suma al coro de festejos permanentes del Vaticano II (el peor de los pecados), nuestro Mr. Hyde saltará sobre el denunciado con sus potentes garras de la «obediencia» para destrozarlo de forma inmisericorde, hará, llamará y moverá todo lo habido o por haber para que semejante desvergonzado no quede impune, se le mandará a parroquias periféricas, o mejor de capellán a un convento en extinción en las montañas, se le “premiará” con ampliaciones de estudios al lejano oriente –con salida inmediata-, se le prohibirá hablar, escribir… y respirar porque no puede, que sino también.
Esta es la realidad a la que se enfrentan fieles y sacerdotes, mientras algunos se dedican a idealizar románticamente a la jerarquía, pensando que son paladines de la Tradición con las manos atadas, pero no amigos, no se dejen engañar por la corte de pelotas y trepadores, su transformación en Mr. Hyde nos permite visualizar, aunque sea por un breve rato, su verdadero rostro, su interior al desnudo. Y lo que vemos es feo, muy feo, da mucho miedo.
«No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena» (Mateo 10, 24-33)
Miguel Ángel Yáñez