Si queremos llevar una vida cristiana, debemos nutrirla también con lecturas espirituales. De las muchas que hay, me gustaría aconsejar una. Un libro del padre Giusseppe Tissot publicado por Edizioni Fiducia que lleva por título L’arte di utilizzare le proprie colpe.
El autor es un sacerdote francés de la congregación de misioneros de San Francisco de Sales que vivió entre 1840 y 1894. Pertenece a la escuela espiritual del gran obispo saboyano de Ginebra y doctor de la Iglesia San Francisco de Sales, célebre por obras como Filotea y el Tratado del amor de Dios.
En estos tiempos que vivimos, en los que reina la confusión, y una de las tentaciones más fuertes es la del desaliento, la obra del P. Tissot, brinda una ayuda valiosa a las almas recién convertidas o en vías de conversión, así como a las que ya viven la Fe con fervor y aspiran a la perfección.
El libro se centra en la miseria del hombre, herido por el pecado original, y tiene por objeto enseñar a las almas a no perder jamás la confianza en la misericordia divina. «No poder habituarse a la propia miseria es para el hombre caído un honor y a la vez un tormento». Con estas palabras da comienzo el libro del padre Tissot. El hombre conserva siempre en el fondo del corazón el sentido de la inocencia y la nobleza perdida por culpa de sus primeros padres. Por eso en cada caída sufre al darse cuenta de su fragilidad, consecuencia del pecado de Adán y Eva. Y no tiene más remedio que resignarse: las malas inclinaciones persisten en nosotros, al menos en germen, hasta la muerta. Por eso, no debemos sorprendernos de los defectos propios y ajenos. De ahí que San Francisco de Sales enseñe: «Cuando yerre vuestro cuerpo, recobrad serenamente el ánimo, humillándoos ante Dios por vuestra miseria pero sin extrañaros de la caída. Porque no tiene nada de extraño que la enfermedad sea enferma, la debilidad débil y la miseria miserable. Eso sí, aborreced con toda el alma la ofensa que habéis inferido a Dios y, con valor y confianza en su misericordia, reemprended el camino de la virtud que habíais abandonado».
Más grave aún que la caída es la falta de confianza en la misericordia divina que puede seguir a la caída. San Francisco de Sales recomienda constantemente tener calma y paciencia consigo mismo ante las propias miserias. Es cierto que hay que entristecerse cuando se ofende a Dios, pero esa tristeza debe transformarse en profunda humildad para levantarse confiando en Dios y en su bondad. La inquietud y turbación posteriores a la caída provienen ante todo de un orgullo que se oculta tras la máscara de la humildad. Dice el autor, citando a los Padres de la Iglesia, que es preferible el pecado acompañado de humildad a la inocencia acompañada de soberbia. Entre ellos, San Gregorio de Nisa afirma: «Un carro de buenas obras tirado por la soberbia lleva al Infierno; un carro de pecados, tirado por la humidad ,llega al Paraíso». Ello obedece a que el orgullo es la raíz de todos los pecados y la humildad el cimiento de todas las virtudes.
La exhortación a no desanimarnos por las caídas es la parte negativa del arte de aprovechar las propias culpas. Y hay también una parte positiva que consiste en aprender cómo pueden nuestros pecados adquirir provecho espiritual. Evidentemente, no por sí mismos, sino por medio de Dios, que escribiendo derecho con renglones torcidos se sirve de nuestras culpas para ejercitarnos en la virtud. Como es natural, esto exige una guerra implacable a nuestras faltas, el propósito de contarrestarlas de todas las maneras posibles. Las culpas, dice el P. Tissot, son ventanas que iluminan nuestras miserias.
No debemos engañarnos pensando que no volveremos a caer, para luego desanimarnos cuando caemos. Si fuéramos verdaderamente humildes no tendríamos una estima tan exagerada de nosotros mismos que nos inquietáramos por nuestra debilidad. Lo importante es tener siempre el valor para volver a levantarse.
El lema conócete a ti mismo, tan célebre entre los antiguos, puede entenderse también de la siguiente manera: «Conoce tu indignidad, imperfección y miseria. De hecho, cuanto más miserables nos consideremos, tanto más tendremos confianza en la misericordia de Dios, porque la miseria y la misericordia están tan vinculadas que no es posible la una sin la otra. Al fin y al cabo, miseria y misericordia comparten la misma raíz etimológica.
Todos los grandes santos, como Job, David y otros, recuerda el P. Tissot, comienzan sus oraciones confesando sus propias miserias. Eso es lo que enseña el Evangelio: «Me gloriaré en mis flaquezas –dice san Paolo– para que la fuerza de Cristo habite en mí» (2Cor. 12, 9). Las Sagradas Escrituras nos demuestran que la penitencia infunde a los pecadores convertidos más esplendor en el rostro que en el de los justos. Es muy esclarecedor el ejemplo de María Magdalena, que una vez convertida se volvió más hermosa por la contrición y el fervor que cuando estaba infectada por el pecado; tanto que el autor del libro que comentamos le aplica el título de reina de los pecadores arrepentidos, y también el de reina de los justos, porque la intensidad de su amor la purificó de todos los pecados precedentes.
El último ejercicio que nos propone el P. Tissot en el arte de aprovechar nuestras culpas es redoblar la devoción a la Santísima Virgen María, estrella del mar que nos guía y puerto de arribada de náufragos para quien se pierde. Todos los santos lo repiten: en las caídas, da igual que sean grandes o pequeñas, hay que recurrir a la Virgen invocándola como Refugio de los pecadores. Ésa es su misión, y ésa es su corona de gloria y su trono real: el trono de la misericordia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)