Cuando éramos niños y nuestra imaginación nos llevaba más tiempo a volar sobre las nubes que a caminar sobre la tierra, personajes como El Capitán Trueno, El Jabato, El Llanero Solitario y posteriormente otros más etéreos como Spiderman, Superman, El Capitán América, llenaban nuestro corazón con grandes aventuras y hazañas; y en cierto modo lo preparaban para las aventuras reales que la vida nos iba a deparar. Aventuras que llegaron a su cenit cuando le dimos entrada a Cristo en nuestro corazón.
Recuerdo con profundo cariño aquellos cuadernos que se publicaban por los años 60 (del siglo XX) llamados “Vidas Ejemplares”. Su lectura asidua fue siempre para mí una gran inspiración y una gran alegría. Cuando caía uno nuevo en mis manos lo devoraba de un tirón y días después lo volvía a releer varias veces hasta que me había impregnado de la vida maravillosa del santo o personaje de turno.
Cuando años después Jesús me llamó al sacerdocio, ya estaba acostumbrado a pensar en cosas grandes. Mi corazón tenía muchos modelos para imitar; y me pareció un gran regalo que Dios pensara en mí para ser uno de los suyos. En realidad, Dios llama a todos los cristianos a la maravillosa aventura de la santidad. Es una propuesta que hace a cualquier persona con un poco de sensibilidad y un corazón limpio y grande.
Para que esas ilusiones y aventuras se puedan hacer realidad, Dios realiza sobre cada uno de nosotros una transformación casi milagrosa en el momento del bautismo; pues el cristiano es dotado de una nueva vida – la vida sobrenatural -, con unos nuevos “poderes”, una nueva forma de “vivir y ver la vida” (2 Pe 1:4). En una palabra, somos realmente transformados en un nuevo ser: somos una nueva criatura (2 Cor 5:17); al principio sólo en ciernes, como una semilla, pero que si la cultivamos debidamente se transformará, como grano de mostaza, en un gran árbol capaz de cobijar a muchos.
Cuando un cristiano vive su fe mediocremente suele pensar que Dios es muy exigente, pues según nos dice la Sagrada Escritura: Hemos de buscar la santidad (Mt 5:8), rechazar el pecado (Mt 5:48), ser fieles (Lc 16:10), perdonar al hermano (Mt 18: 15-22), cargar con la cruz cada día (Mt 16:24). Si creemos que Dios es muy exigente se debe a un doble motivo: primero porque no somos conscientes de la nueva dimensión sobrenatural que hemos adquirido a través del bautismo; y segundo, porque nuestro corazón y nuestra mente se han achicado de tal modo, que la aventura de la santidad nos parece demasiado grande para nosotros.
En este artículo reflexionaremos sobre esa nueva naturaleza que tiene el cristiano y que es la que le capacita para responder a la aventura a la que Dios le llama.
La recepción de la nueva vida
El bautismo añade a nuestra vida natural una nueva dimensión, la sobrenatural (Rom 6: 1-11). Es por ello que en todo bautizado hay realmente dos vidas: una vida natural y otra sobrenatural. Desde el momento en el que somos bautizados, ambas vidas formarán parte del cristiano; y éste deberá proveer la formación, alimentación y cuidado de ambas.
Normalmente nos ocupamos de cuidar nuestra “vida natural”, comiendo, descansando, yendo al médico cuando enfermamos…; pero es menos frecuente que, primero los padres, y luego nosotros, cuidemos la vida sobrenatural que ya tenemos. Una nueva vida que si no cuidamos debidamente nunca florecerá, sino que más bien se irá apagando e incluso podría “desaparecer”.
El Nuevo Testamento nos confirma en multitud de pasajes la existencia de estas dos vidas en el cristiano:
- “Por tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo” (2 Cor 5:17).
- “Porque ni la circuncisión ni la falta de circuncisión importan, sino la nueva criatura” (Gal 6:15).
- Que en algunos lugares se identifica como la vida de Jesús: “…llevando siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Cor 4:10).
- Y en otros lugares como el “hombre interior”: “Por eso no desfallecemos; al contrario, aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día” (2 Cor 4:16).
- Esta nueva vida es la vida de Cristo en nosotros: “Con Cristo estoy crucificado. Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2:20).
- Que lleva al mismo tiempo a renunciar, por amor, a vivir nuestra propia vida (natural); es decir nuestros propios planes, para asumir los de Cristo (sobrenatural): “El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn 12:25).
- Nueva vida que se recibe en el bautismo: “Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva” (Rom 6:4).
- Una vida sobrenatural que hemos de hacer crecer a través de las oraciones, sacrificios, y en especial, a través del mismo Cristo: “El que me come vivirá por mí” (Jn 6:57).
- Aunque en el fondo quien nos hace crecer es el mismo Dios si nosotros no ponemos obstáculo: “El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo” (Mc 4: 26-27; Mt 13: 24-30).
- Esta nueva vida es en realidad un regalo de Dios que nos llega a través del Espíritu Santo: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5:5).
“El obrar sigue al ser”
Como nos dice el adagio filosófico “operare sequitur esse” (el obrar sigue al ser)[1]. Que dicho de un modo más sencillo, cada individuo actúa de acuerdo a su naturaleza. Es decir: es propio del perro, ladrar; del gato, maullar, etc… A esta nueva naturaleza que recibimos en el bautismo le corresponde un modo de actuar que le es propio. Ya no es un modo de actuar meramente natural o humano, sino sobrenatural o divino.
Precisamente por esta nueva naturaleza que recibe, y que le hace partícipe de la naturaleza divina (2 Pe 1:4), el cristiano es capaz de amar y de perdonar como Cristo:
- “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13:34).
- “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23:34).
- “Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos?” (Mt 5: 44-47).
Y por eso Jesucristo nos puede pedir que busquemos la perfección: “Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5: 48).
Es por ello que tenemos que abandonar nuestro antiguo modo de vivir y pensar para adquirir el modo de pensar y vivir de Cristo:
- “Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre” (Jn 6:27).
- “Desechad también vosotros todas estas cosas: la ira, la indignación, la malicia, la blasfemia y la conversación deshonesta en vuestros labios. No os engañéis unos a otros, ya que os habéis despojado del hombre viejo con sus obras y os habéis revestido del hombre nuevo, que se renueva para lograr un conocimiento pleno según la imagen de su creador” (Col 3: 8-10).
Si así lo hacemos, nuestra vida comenzará a dar los nuevos frutos del Espíritu:
- “Los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley. Los que son de Jesucristo han crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias. Si vivimos por el Espíritu, caminemos también según el Espíritu” (Gal 5: 22-25).
Unidos a Cristo para poder dar fruto
Ahora bien, para obrar así debemos permanecer unidos a Cristo, pues si nos separamos “morimos”; y sin Él no podemos hacer nada:
- “Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí” (Jn 15:4).
- “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15:5).
Si no damos fruto es porque nos hemos separado de Él; y entonces, lo único que nos espera es la perdición eterna:
- “Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden” (Jn 15:6).
- “Apartaos de mí todos los servidores de la iniquidad. Allí habrá llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera” (Lc 13: 27-28).
Conclusión
De todo ello concluimos que el cristiano es una nueva criatura gracias al bautismo. Que mediante la naturaleza “divina” que recibe es capacitado para realizar actos sobrenaturales. Estos actos sobrenaturales le hacen permanecer unido a Cristo y dar fruto. Y esta unión realiza un intercambio de vidas, de tal modo que el cristiano “vive por Cristo” (Gal 2:20) y sin Él su vida no tiene ya ningún sentido (Fil 1:21).
¡Qué pocos cristianos son conscientes de todas estas realidades! Y menos todavía, los que las viven. Los santos fueron aquellos que las atesoraron en su corazón, las vivieron, y las enseñaron a otros. Un cristiano que las viva, se podría decir que ya está viviendo el cielo aquí en la tierra. ¡Tú también puedes! ¡Se valiente!
Padre Lucas Prados
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[1] Sto Tomás de Aquino, De Veritate, q.12, a.3. Ibidem, Summa Theologica I, q.5, a.1