El descenso a los infiernos

  “Si yo desciendo a los infiernos, Tú estás allí”·  Fr R. Th. Calmel OP.

El siglo pasado se trató de un escenario de discordia donde los hombres entendían estar sufriendo similares aflicciones. Una total falta de sosiego, una ansiedad y un fracaso común dentro del que todos, con pruebas de error y acierto, parecían querer (soportando el desacierto como momento positivo) intentar la salvación de un mundo ensombrecido.

Un espíritu agitado se expresaba en el arte; la pintura y las letras expresaban la posibilidad agónica de una forzada “desarmonía fecunda”, tras la cual, y bebiendo los héroes hasta el fondo el vaso de la angustia existencial que se clausura al idioma de la inteligencia y el equilibrio, había que galopar el viento de la historia (“cabalgar el tigre”) sobre los lomos de la pasión y la voluntad; aceptando como fatalidad el eclipse del espíritu que esto supone.

Bebiendo hasta las heces el quemante licor, donarse en alma y vida a la posibilidad de lo que va a nacer,  al alba de un nuevo advenimiento vital o, en su caso, al valor simbólico de un violento sacrificio preñado de sentido redentor de lo humano.

Creyó aquel hombre que el asunto ya no era el acierto o desacierto con criterios de verdadero o falso, sino en la sinceridad y autenticidad de esta entrega visceral –  sea del bando que fuera y cuantos daños colaterales se produjeran –   en que los dados debían echarse aún a riesgo de no estar seguros de si la época tomaba ribetes de perecimiento o de albor, jugando al borde del abismo. Podía ser este hombre un asesino completo como el Che o  la Madre Teresa de Calcuta (cuyas imágenes coexisten en los cambalaches); entraban juntos al santoral sartreano de los “auténticos” que “hacían” y no pontificaban.

No resulta tan difícil adivinar en estos retortijones “redentores” (que enfermaban tanto a derechas como a izquierdas) una puesta en escena – ahora humana – del drama del Gólgota, que era reescrito por los neo teólogos para ser encarnado por la “humanidad” y que se daba en el siglo; visto sin duda como la realización final, a escala universal, de aquella Redención simbolizada por el Cristo veinte siglos antes como anuncio de lo que tendría que recorrer esta humanidad cuando ya – “abandonada de Dios” –  tomara conciencia de sí misma.  “¡¡Elí, Elí …!!”  gritaban las muchedumbres en un protagonismo humano colectivo, pero en la conciencia inyectada de que este abandono era Su voluntad y teníamos que recorrerlo porque así lo habían predicho los santones. Se sabía que habría una muerte, una oculta resurrección, un descenso a los infiernos y se esperaba un pentecostés. La consigna del día era hacerse cargo como humanidad de esa orfandad de Dios que celebraban, no sin afectada angustia, los falsos profetas.

Se cometía contra esto un solo pecado: estarse quieto junto al Cristo Vivo que vino para ser abandonado y ya nunca abandonarnos. Una expresión serena no conviene al estado de agitación. Hay que actuar. Podríamos citar a Dostoievski, Proust, Joyce y muchos otros, pero mejor lo señalaba el “saber popular” con uno de los corolarios de la Ley de Murphy: “Quien permanece sereno en medio del problema, es que no ha entendido el problema”. La agitación había ganado la apuesta. Ya fuese la materia,  las ideas,  la existencia o el dinero, todo debía ser agitado antes de usar. Los “hechos” debían desencadenarse, en la forma que fuera, pues de alguna manera ese mundo pos-cristiano aunque hubiera perdido el Amor por su Señor (trocado por el resentimiento frente al Propietario),  seguía la vieja fórmula de Pasión, Muerte, Resurrección y Pentecostés para la Redención del género humano, porque desde Cristo ya no puede haber otra idea.

No cabía en la cabeza de nadie que ese proceso y aquel resultado Redentor estaba cursado para toda la humanidad, corrida la suerte por Uno, el único capaz de hacerlo. Nadie puede colmar a un mundo angustiado cuando ha hecho de la angustia su elixir. Atenazado de artificiales tragedias no puede aceptar que Cristo ya hubiera traído una solución. Resultaría inaceptable ante la avalancha de dolor y destrucción que eran la prueba patente de que esa solución no estaba dada. Y además ¿sólo Uno? ¡Impensable! ante la formidable necesidad de la reacción de tanta materia y tantas existencias, de un mundo enorme que reclamaba soluciones multitudinarias y cuantitativas.

Esta idea de que Cristo nos lega una sinfonía inconclusa que debemos terminar de escribir todos en nuestro estilo (“My way”, suena Sinatra en el aparato ) para dar las notas de un “tercera Pascua”, ahora “humana”, ha sido la tarea a la que se avocaron unos y otros en el siglo pasado. La “gran idea” (la falsificación de la gran idea), la que nos ha quitado la serenidad y nos ha lanzado ciegos a un trajinar a la misma vez homicida y filantrópico. Pues el hombre sin Dios no puede amar al hombre sin proponerse a la misma vez y como única posibilidad de redención, matarlo para resucitarlo. La filantropía de los grandes científicos resulta siempre una asesina más filosa y efectiva que la guillotina.

La Iglesia del XIX nos resultaba de un quietismo y una impavidez mortal, ¡había que hacer algo! San Pio X era el prototipo del que “no estaba entendiendo nada” y sólo “pontificaba”, cerrando al mundo las ventanas del Vaticano y coartando toda iniciativa con un integrismo que estrangulaba. Y así se plegó la Iglesia del XX a la idea de “hacer algo”, algo multitudinario que suene por los parlantes y que sane la angustia del hombre  preparando el nuevo “Misterio Pascual”. Que tenga resonancia existencial sobre toda la humanidad en un acto de inconsciente agonía generante y colectiva. Y para ello, lo primero que había que hacer, es, como el mismo Padre hizo con el Hijo: abandonarnos a nuestra suerte.  Y nos abandonó por intermedio de un Concilio ecuménico; cesó en la paternidad y el magisterio conteniendo con lágrimas de cocodrilo sus tendencias doctrinarias por un falso “pastoreo”,  que no era otra cosa que dejar ir el rebaño a su propia suerte. Había que satisfacer el vértigo… lanzándose al abismo.  Y cuando se oía el “¡Elí, Elí ¡…” de los fieles, se abstenía; porque había llegado la hora del Hombre Solo que ensaya su propia redención. Y de alguna manera lo lograron, lograron  la “muerte” de la Iglesia. El Cuerpo de Cristo volvía a ser asesinado, no de la manera incruenta de la sacramentalidad que nos retraía veinte siglos, sino de manera cruel, actual y real, matando a Dios en cada uno de los hombres y en la humanidad con la privación de – justamente-  esa sacramentalidad; ahora convertida en mero simbolismo sujeto a teatral interpretación en el nuevo escenario que preparó la todopoderosa historia.

Los neoteólogos de esta nueva Pascua conocen el argumento que hoy representan en una “versión libre” de la Obra. Ha ocurrido la muerte, y el Hombre ha resucitado ocultamente aun sin saberlo del todo. Toca  ahora el descenso a los infiernos para un final pentecostés universal. Pero claro, en clave humana este descenso ha tomado en nuestro siglo XXI los ribetes de una “precipitación” más que de un glorioso rescate. Nuestros contemporáneos han devenido de agitados a precipitados. Y la precipitación se evidencia en los dos sentidos de la palabra; tiene un componente de acción precipitada, pero también de la caída a un precipicio. La languidez agónica de la angustia existencial y hasta el voluntarismo sacrificial del anterior siglo, el Viernes Santo de la Historia, del que hablaba Hegel, se han convertido en la urgencia de una reacción inmediata y apresurada, como la de asirse a las ramas o a las piedras que sobresalen del muro mientras te despeñas hacia el abismo. El vértigo  que se sentía al estar al borde se ha convertido en loca sambullida, y el gran promotor es el “aparato publicitario”.

No más “desarmonía fecunda”; se hace “arte efímera” (vimos hace poco la “torta-cristo-yacente”, engullida entre risas con la boca llena); los   escritores tienen cinco minutos para responder al último vómito publicitario y copar la consigna del día, de la jornada, antes que los aparatos electrónicos ya hayan producido una nueva y todo haya quedado atrás para una contabilización en un “score” que nadie recordará; y de igual manera en los hechos;  hay que copar la parada, ya, de inmediato, blandiendo  una idea concebida en un ataque de adrenalina que nos permita un triunfo o una derrota pasajera coronada por el aplauso de la clake o las pernachias de la tribuna. Con las manos y las mentes sangrantes, golpeadas; desgarradas contra los objetos salientes del muro que suponemos más firmes y que arañamos en la violencia de la caída, los que lejos de servir de parapetos vamos arrastrando hacia el fondo en una avalancha cada vez más voluminosa.

Las viejas guerras del siglo anterior que nos parecieran rápidas en sus planteos de abrumación material entre dos o tres bandos,  hoy son instantáneas reyertas histéricas de cien bandos ficticios, con camaradas del segundo en que se coincide por carambola y que en el próximo son enemigos. Donde de una a otra vereda nos gritamos y escupimos, con alguna cuchillada en el trasero, siendo que en los próximos cinco segundos el peso específico de cada uno ya nos habrá distanciado – camaradas o enemigos-  en la caída, para quizá no vernos nunca más.

Como el ojo de Sauron, la publicidad desde un potente faro no solo provoca estas guerras confusas entre países (que son siempre a la vez guerras civiles), sino que nuestras vidas sociales y privadas son también estas guerras libradas en el curso del abismo.

Si después de venir arrastrando en la caída – como escoria de la inercia del alud –  esos guijarros de moral que me quedan (como fueran el matrimonio, la fecundidad generosa, la sexualidad ordenada, la religión calmada, el coraje, la reflexión),  descargo durante ese segmento de desagradable encuentro con el otro en el precipicio, mi maza contra el abortista – u otro cualquiera-  que ya, abandonada la voluntad de detenerse y liviano de equipaje,  te responde con una risa macabra señalando la contradicción en que te encuentras: la de estar defendiendo una posición fija en medio de tu avalancha. Y te pasa, más veloz, hasta darte el gusto de sentir su ¡choff! contra el fondo; unos minutos antes que ti, o que alguno de tus hijos, o de tus compatriotas.

Los promotores de esta precipitación nos llenan el día de nuevos frentes instantáneos, fugaces, efímeros. Acelerando la caída y distrayendo con absurdas defensas de patrias derrumbadas que braman su catástrofe de lodo hacia el fondo. A cada  segundo uno de ellos nos dará una desesperante razón para un manotazo. Desde el maestre de las finanzas, el patriota ¡y hasta el papa de Roma!. Y ¡chof! ¡chof! se estrellan a millones. Aquel enorme mundo que fue,  es hoy pequeño, estrecho y asfixiante; contenido en el haz de ruido de una bocina que chilla consignas dispares que nos aturden entre los breves segmentos que se logran percibir como “existencia social”, sociabilidad en el azaroso encuentro del abrupto descenso, entregando victorias y derrotas igual de inconducentes. Que nos mantienen “precipitados”.

Ya tocará el pentecostés en que la Bestia repartirá sus “dones” incendiando las cabezas  para culminar esta mímica diabólica. Mientras, Cristo nos llama desde su inconmovible Colina, pero… también está allí para nosotros, todavía, en el fondo del abismo y desde la eternidad del tiempo, donde descendió para nuestro rescate.

Dardo Juan Calderón
Dardo Juan Calderón
DARDO JUAN CALDERÓN, es abogado en ejercicio del foro en la Provincia de Mendoza, Argentina, donde nació en el año 1958. Titulado de la Universidad de Mendoza y padre de numerosa familia, alterna el ejercicio de la profesión con una profusa producción de artículos en medios gráficos y electrónicos de aquel país, de estilo polémico y crítico, adhiriendo al pensamiento Tradicional Católico.

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