El espíritu romano que necesitamos

El espíritu romano es el que sólo se respira en Roma, ciudad sagrada por excelencia, centro del Cristianismo, patria eterna de todo católico que puede repetir «civis romanus sum» (Cicerón, In Verrem, II, V, 162), reivindicando una ciudadanía espiritual cuyos límites geográficos no son los de una ciudad, sino los de un imperio; y no el de los césares, sino el de la Iglesia Católica apostólica y romana.

Hubo un tiempo en que los obispos de las diócesis más remotas del mundo enviaban a sus seminaristas y sacerdotes a Roma. No era sólo para estudiar en las mejores facultades teológicas, sino para adquirir esa romanitas espiritual. Por esa razón dijo Pío XI a los profesores y estudiantes de la Gregoriana: «Vuestra presencia nos dice que tanto vuestra suprema aspiración como la de los pastores que os envían es que adquiráis una formación romana. Que esa romanidad que habéis venido a buscar en aquella Roma eterna de la cual el gran poeta –no sólo italiano sino del todo el mundo, por ser poeta de la filosofía y la teología cristianas (se refiere a Dante, n.d.r.)– proclamaba romano a Cristo se enseñoree de vuestro corazón, así como Cristo es su Señor. Que esa romanidad se adueñe de vosotros y de vuestra obra, para que al regresar a vuestros países podáis ser maestros y apóstoles (discurso del 21 de noviembre de 1922).

El espíritu romano no se estudia en libros. Se respira en esa atmósfera impalpable que el gran polemista católico Louis Veuillot (1813-1883) llamaba le parfum de Rome: una fragancia natural y sobrenatural que emana de toda piedra y memoria en el pedazo de  tierra en el que la Providencia instaló la Cátedra de San Pedro. Roma es al mismo tiempo un espacio sagrado y una memoria sagrada, una patria del alma, como la llamó un contemporáneo de Veuillot, el escritor ucraniano Nikolai Gogol, que vivió en Roma, en la Vía Sistina, entre 1837 y 1846.

Roma es la ciudad que acoge las tumbas de los apóstoles San Pedro y San Pablo, así como la necrópolis subterránea que contiene en sus entrañas los restos de millares de cristianos. Roma es el Coliseo, donde los mártires padecieron en las fauces de crueles fieras; es San Juan de Letrán, ecclesiarum mater et caput, donde se venera el único hueso de San Ignacio recuperado de los leones. Roma es el Capitolio, donde Augusto mandó erigir un altar al Dios verdadero que pronto habría de nacer de una Virgen, y donde se edificó la basílica de Araceli, donde reposan los restos de Santa Elena, la emperatriz que  recuperó   las reliquias de la Pasión, hoy custodiadas en la basílica de la Santa Cruz  de   en  Jerusalén. Roma son las vías, las plazas, las casas y palacios donde vivieron y murieron Santa Catalina de Siena, Santa Francisca Romana, San Ignacio de Antioquía, San Felipe Neri, San Pablo de la Cruz, San Leonardo de Porto Mauricio, San Gaspar del Búfalo, San Vicente Palotti, San Pío V y San Pío X. En Roma se pueden visitar las   stanze   de Santa Brígida de Suecia en la plaza Farnese, de San José Benedetto Labre en la Vía dei Serpenti y de San Estanislao de Kotska en San Andrés del Quirinal. Aquí se puede venerar la cuna del Niño Jesús en Santa María la Mayor, el brazo de San Francisco Javier en la iglesia del Jesús y el pie de Santa María Magdalena en la iglesia de San Juan de los florentinos.

Roma ha sufrido azotes de toda clase a lo largo de su dilatada historia: fue saqueada por los godos en 410, los vándalos en 455, los ostrogodos en 546, los sarracenos en 846 y los lansquenetes en 1527. La invadieron los jacobinos en 1799 y los piamonteses en 1870, y fue ocupada por los nazis en 1943. Roma lleva en su cuerpo las cicatrices de esas profundas heridas, y de otras más, como la Peste Antonina (180) la Peste Negra (1348) y la gripe de 1918. Según el historiador estadounidense Kyle Harper (Il destino di Roma, Einaudi, Turín 2019), la caída del Imperio Romano no se debió sólo a las invasiones bárbaras, sino también a las epidemias y las alteraciones climáticas que caracterizaron el periodo comprendido entre los siglos II y VI después de Cristo. Guerras y epidemias que, al igual que en los siglos sucesivos, siempre se interpretaron como castigos divinos. Por eso, Ludwig von Pastor escribe que universalmente, tanto entre herejes como entre católicos «en el terrible saqueo de Roma se vio un justo castigo del Cielo sobre la capital de la Cristiandad sumida en el vicio» (Storia dei Papi, Desclée, Roma 1942, vol. IV, 2, p. 582). Pero Roma siempre resurgió, purificada y más fuerte, como en la medalla que mandó acuñar Paulo IV en 1557 con la inscripción Roma resurgens tras una terrible carestía. De Roma se puede decir lo que se dice de la Iglesia: impugnari potest, expugnari non potest: siempre combatida mas jamás abatida.

Por eso, en los convulsos días que vivimos y aún habremos de vivir, debemos alzar la mirada a la Roma nobilis cuya luz nunca se extingue: la noble Roma que un antiguo canto de peregrinos saluda como señora del mundo, roja de la sangre de los mártires, blanca por las albas azucenas de las vírgenes: «O Roma nobilis, orbi et domina, Cunctarum urbium excellentissima, Roseo martyrum sanguine rubea, Albi et virginum liliis candida.»

La Roma cristiana recoge y eleva al plano sobrenatural las cualidades naturales de la Roma clásica. El espíritu del romano es el del hombre justo y fuerte que afronta sereno e imperturbable las más adversas situaciones. El romano es el hombre que no se deja golpear por el furor que lo rodea. El que permanece impávido aunque el universo se desmenuce sobre su cabeza: «Si fractu inlabatur orbis, impavidum feriant ruinae» (Horacio, Canto III, 3). El católico que hereda esta tradición, afirma Pío XII, no se limita a mantenerse en pie entre las ruinas; se esfuerza por reconstruir el edificio abatido y emplea todas sus fuerzas en sembrar el campo devastado (Alocución a la nobleza romana del 18 de enero de 1947).

El espíritu romano es un espíritu firme; un espíritu combatido pero prudente. La prudencia consiste en el recto discernimiento del bien y el mal y no tiene en cuenta el fin último del hombre, que es el objeto de la sabiduría, sino los medios para alcanzarlo. La prudencia es, pues, la sabiduría práctica de la vida, y es la que ocupa el puesto principal y directivo entre las virtudes cardinales. Por eso Santo Tomás la considera culminación de todas las virtudes morales (Suma teológica, II-II, q. 166, 2 ad 1).

La prudencia es la virtud principal que se exige a los gobernantes, y ningún gobernante tiene una mayor responsabilidad que quien dirige la Iglesia. Un papa imprudente e incapaz de gobernar la nave de San Pedro sería la mayor de las desgracias, porque Roma no puede estar sin papa que la gobierne, y un pontífice no puede prescindir del espíritu romano que lo ayude a gobernar la Iglesia. En ese caso, la tragedia espiritual es peor que cualquier calamidad natural.

Roma ha conocido las más variadas catástrofes, pero las ha afrontado como lo hizo San Gregorio Magno en el año 590 ante la violenta epidemia de peste que se había enseñoreado de la urbe. Para aplacar la ira divina, el recién elegido pontífice dispuso una procesión penitencial del clero y el pueblo romanos. Cuando el cortejo llegó al puente que une la ciudad al mausoleo de Adriano, San Gregorio observó en lo alto del castillo a San Miguel, que en señal de que había cesado el castigo, envainaba su espada ensangrentada mientras un coro de ángeles cantaba: «Regina Coeli, laetare, Alleluja – Quia quem meruisti portare, Alleluja – Resurrexit sicut dixit, Alleluja! San Gregorio respondió en alta voz: Ora pro nobis Deum, Alleluja!»

De ese modo nació la armonía que todavía resuena de un extremo a otro del orbe católico. Que este canto celestial infunda en el corazón de los católicos una inmensa confianza en María, protectora de la Iglesia y también del espíritu romano, fuerte y equilibrado, del cual tenemos más necesidad que nunca en estos tiempos tan terribles que atravesamos.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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