(Carla D’Agostino Ungaretti, Il Nuovo Arengario – 22 de noviembre de 2020) Este siglo XXI, que la falsa ideología positivista de hace poco más de cien años predijera iluminado por «destinos magníficos y progresistas«, se ha revelado en cambio mucho más vulnerable de cuanto los sabios y presuntuosos científicos de aquella época habían predicho. De hecho, ya en el siglo pasado la experiencia de dos guerras mundiales sangrientas y algunas dictaduras igualmente nefastas no fue suficiente para inducir a la humanidad a volver a las huellas trazadas por Dios y reafirmadas por Nuestra Señora de Fátima o, al menos, para que los no creyentes emprendieran, en el gobierno de los pueblos, el camino de la sensatez y de la búsqueda del bien común. Ni siquiera la Iglesia Católica logró evitar esta catástrofe.
Además, a los tristísimos acontecimientos de estos últimos años que han afectado a muchos sacerdotes católicos e incluso a algunos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, entre los cuales, por desgracia, recientemente también un italiano, se ha sumado la proliferación de un virus que está atormentando al mundo entero y para el cual aún no se encuentra un antídoto adecuado.
Estos acontecimientos se han extendido por todo el mundo como un tsunami abrumando a los hombres y a las conciencias y, para decir poco, han aniquilado a una «niña» católica como yo. De hecho, yo fui educada para considerar a los sacerdotes, a las religiosas, a las personas consagradas en general como particularmente elegidas por Dios para ser rigurosos soportes espirituales, atracaderos siempre seguros a los cuales se pueda recurrir en momentos de dificultad y de duda, no solo espiritual sino también existencial y psicológica, con la certeza de que el estado de castidad, libremente elegido y aceptado por ellos, así como el desprecio evangélico por el acaparamiento de los bienes terrenales, los había hecho inmunes a los intereses y afectos materiales y era la mejor garantía de su total disponibilidad para el servicio de Dios y de los hermanos.
¡Para no hablar pues de los Obispos, de los Cardenales e incluso del Papa! Por su cultura, ciencia y preparación, las altas cúpulas de la Iglesia siempre me han parecido la encarnación de las mejores virtudes espirituales y humanas, personas elegidas por el Espíritu Santo para ser un ejemplo perenne para los pecadores y los débiles en general (categorías de las cuales yo formo parte abundantemente) así como a los pobres a los que Jesús siempre se dirigía, los primeros destinatarios de la Buena Nueva que, sobretodo en el mundo de hoy, no son solo los indigentes sino también tantos millonarios, políticos, científicos y «maitres à penser» en general, «pobres» sin darse cuenta, porque están privados de la Gracia por ellos no deseada y no buscada.
¿Fui ingenua como muchos me lo han dicho? Al parecer sí, y lo sigo siendo, a pesar de mi edad ya no demasiado verde. Tengo varios amigos que llevan años viviendo en los Estados Unidos y cuando fui a verlos por primera vez, hace unos veinte años, fueron ellos mismos los que intentaron «quitarme la venda de los ojos«. Era la época del primer gran escándalo de pedofilia en el clero y algunos de ellos, hasta ese momento católicos practicantes, decían que habían dejado de frecuentar la Santa Misa dominical porque ver al sacerdote celebrante les hacía sospechar que él también podría ser un pedófilo.
Entonces intenté demostrar cuán impropio, simplista y poco generoso era dicho juicio que hacía una viga de cada hierba, que la Santa Misa y la Eucaristía son siempre válidas y «verdaderas» incluso si el sacerdote está en estado de pecado, pero estos intentos míos no sirvieron para nada, demostrando que la tragedia de la homosexualidad y de la pedofilia del clero ya se había extendido como una enfermedad mortal en los Estados Unidos infectando, con el virus de la desconfianza y de la sospecha, incluso una gran parte de la opinión pública católica norteamericana.
A esta tragedia se sumó la proliferación mundial del Covid19 en todo el mundo, incluso entre los sacerdotes más santos y dedicados a la asistencia de su rebaño enfermo, haciendo pensar seriamente que se trata del castigo que, como sucedía en el Antiguo Testamento, Dios quiso infligir a la humanidad perdida en el pecado. Por otra parte, la situación en la cual se encuentra la Iglesia universal en estas primeras décadas del siglo XXI es cada vez más deprimente porque ahora todos los países del mundo occidental tienden a imponer en su legislación el pensamiento único dominante, decididamente anticristiano.
Después de veinte años el clima espiritual no ha mejorado, de hecho es evidente que ciertos venenos también han contagiado a Italia, donde la presencia de la Sede del Vicario de Cristo debería haber actuado como un poderoso antídoto. Por el contrario, la situación en la que se encuentra la Iglesia universal en estas primeras décadas del siglo XXI es cada vez más deprimente porque ahora todos los países del mundo occidental tienden a imponer con su legislación el pensamiento único dominante, decididamente anticristiano.
A esta altura, yo, una «niña» católica, no puedo menos que preguntarme: «¿Qué pasará en el mundo sinceramente católico en tres o cuatro décadas, cuando yo (gracias a Dios) ya no estaré más aquí? ¿Los jóvenes cristianos tal vez tendrán que renunciar a estudiar Medicina para no ser obligados por ley, como médicos, a practicar abortos y eutanasias? ¿Renunciar a estudiar Derecho para no ser obligados por los Magistrados a pronunciar sentencias de divorcio? ¿Renunciar a dedicarse a la política, definida por el Papa Pablo VI como «la forma más noble de servicio al pueblo» para no tener que obedecer las directivas anticristianas impuestas por el propio Partido?» Más aún: ¿qué pasará si los confesores fueran obligados por ley a denunciar a las autoridades civiles los eventuales delitos de los que hayan tenido conocimiento en la Confesión, como parece que está por ocurrir en Australia? ¿Quizás ya no podremos esperar la conversión de los grandes pecadores, porque ninguno de ellos, aunque deseándolo, se confesará o quizás tendremos un gran florecimiento de santos sacerdotes mártires del sigilo sacramental? Obviamente no tengo respuesta. Tendríamos que confiar en la utilidad de los Concordatos estipulados por la Santa Sede con los Estados laicos, pero parece que no hay mucho que esperar dada la hostilidad de los mismos Estados modernos o, quizás, deberíamos temer que este tipo de tratados sean extendidos también a otras religiones incompatibles con el Cristianismo, como el budismo y el islamismo, con las consecuencias previsibles sobretodo en materia de familia.
Algunos rastrean los signos de esta terrible degradación incluso en los resultados del Concilio Vaticano II, que por elección oportunista y política, ciertamente no teológica, quiso ser sólo pastoral y no dogmático [1] Estos síntomas ya se advirtieron en las últimas décadas del siglo pasado, pero ningún «niño» católico como yo hubiera imaginado jamás que después de unos pocos años el demonio se desataría con tal virulencia que confundiría incluso el corazón y el alma de las cumbres de la Iglesia de Cristo. Terminado el Concilio, como de una suerte de caja de Pandora maléfica, primero salieron y se difundieron en Italia el divorcio y el aborto, luego la degradación de la escuela, la aceptación de la homosexualidad como conducta totalmente normal (hoy está de moda decir «despacho de aduana»), el colapso de la familia, el derrumbe de los matrimonios y sobre todo de los sacramentales, las separaciones matrimoniales también en edad avanzada (inconcebible hasta hace unas pocas décadas), el aumento de la cohabitación, para no mencionar la aprobación de la eutanasia que se está difundiendo cada vez más.
La primera pregunta que se me plantea cuando reflexiono sobre estos argumentos es: «¿Pero qué está haciendo la Iglesia para detener este tsunami?» y la desconsolada respuesta es: «Nada«. Es cierto que la Iglesia ha atravesado muchas tormentas en sus dos mil años de historia, como lo ha escrito el prof. Roberto de Mattei [2].
Ella tuvo que hacer frente a cismas y herejías, antipapas y pontífices de carácter débil o incluso indigno, como para hacer dudar de que el Espíritu Santo estuviera realmente presente en el momento de su elección, pero ninguno de ellos, ni siquiera el tristemente célebre Alejandro VI Borgia, que incluso el muy católico historiador von Pastor definió “de vida privada indefendible«- nunca han dejado de lado la Sana Doctrina, la Verdad de Cristo, como parece ocurrir ahora, sembrando el desánimo y la duda en muchas almas, con el apoyo perverso de las modernos medios de comunicación que no dudan en manipular la verdad (cuando existe) según su conveniencia.
Hace muchos años, cuando era poco más que una niña, un primo mío mucho mayor que yo, culto e inteligente pero agnóstico y declarado deísta, me dijo: «Carletta, tu fe es sincera y yo te auguro que siempre la conserves, pero verás que la iglesia católica perecerá bajo sus escombros antes que tú envejezcas. El mundo va en otra dirección y no habrá santo, papa, obispo o sacerdote que pueda detener este indetenible proceso”. Pocos años después mi primo murió a una edad relativamente joven y quiso ser enterrado en la zona no consagrada del Cementerio Romano de Prima Porta reservada a los no creyentes y no quiso que hubiera familiares en su llamado «funeral» que tuvo lugar únicamente con el transporte y el entierro realizado por la agencia fúnebre.
Después de tantos años, a veces soy tentada a pensar que él haya sido un profeta negativo inspirado por el «enemigo» y no sé si puedo o no rezar en sufragio por mi pobre primo, dado su declarado odium fidei. Mi propio párroco no ha sabido qué aconsejarme, pero a menudo rezo por él porque no rezar en absoluto me parece casi dar por sentada su perdición eterna, poniéndome, en cierto sentido, en el lugar de Dios. No me queda sino confiar en la esperanza de que en su últimos momentos de vida el pobre se haya confiado a la infinita Misericordia del Señor; este es un pensamiento que me asalta de vez en cuando y me congela porque veo y siento que muchísimos católicos piensan como él.
Un comentarista atento y puntual como Ernesto Galli della Loggia escribió hace un par de años que «el Bel Paese ahora es feo» [3]. Con dolor debo admitir que tenía razón: la mala educación, la ignorancia, la pequeña corrupción, la astucia trivial están ahora desenfrenadas en todos los sectores de nuestra vida «porque ha intervenido una fractura en las costumbres de los italianos que inevitablemente también ha modificado la calidad de la cultura cívica de toda nuestra vida colectiva comenzando por la vida política.«
Yo agrego que de esta fractura ni siquiera se ha salvado la escuela y la familia. En la escuela, es evidente una decadencia general de la enseñanza, que queda en evidencia en los errores ortográficos que suelen cometer a menudo los jóvenes que participan en las pruebas de admisión a la Universidad; la familia está cada vez más desorientada, porque incluso los padres más sanos moral y espiritualmente ya no están seguros de que las enseñanzas y los ejemplos que imparten a sus hijos encuentren confirmación y apoyo en lo que los niños ven y escuchan cuando salen de casa. El lenguaje soez y las malas palabras dominan ahora en todas partes, desde el bar deportivo hasta los llamados salones elegantes, desde las transmisiones televisivas de entretenimiento hasta los debates políticos parlamentarios y, dada la amplia difusión de noticias, inmediatamente se filtran en el lenguaje común, sobretodo de los jóvenes. Para no hablar del odio deportivo de ciertos aficionados- desencadenado por la derrota sufrida en un derby por su equipo favorito, como lo ha observado Massimo Gramellini- por lo cual es mejor callar.[4]
Entonces se repite la pregunta más angustiosa: «¿Y la Iglesia?» La respuesta es cada vez más angustiante: la Iglesia no hace nada o más bien hace de todo para complacer al «mundo», para hacer sentir al mundo que también ella se ha modernizado, que también ella participa de la vida moderna en todas sus formas, tal vez creyendo (espero que de buena fe) que de esta manera lleva más almas a Dios. Pero este no es el método correcto. Todos estamos al par del colapso de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada que tuvo lugar después del Concilio Vaticano II, del vuelco litúrgico y de la práctica pastoral de las últimas décadas, del alejamiento de tantos fieles de la Doctrina católica, especialmente de los jóvenes que no entienden por qué. es necesario obedecer ciertos preceptos percibidos por ellos como anacrónicos y opresivos, sobretodo en materia de sexualidad, porque no han encontrado a nadie, ni padres, ni educadores, capaces de explicarles el sentido profundo del sexo y del Sacramento del Matrimonio.
El ejemplo más impactante se advierte, a mi juicio, en la celebración de la Santa Misa. Andrea Zambrano describe a la perfección los abusos que se verifican durante la celebración [5]. Los sacerdotes se han vuelto «creativos«, es decir, a menudo incluyen en la liturgia frases fuera de lugar y, a menudo bromas ingeniosas para atraer mejor la atención de los fieles [6]. Pero de ese modo olvidan que el sacerdote es ontológicamente un «alter Christus» cuando celebra la Santa Misa y consagra el pan y el vino. ¿Podemos imaginar a Jesucristo que, para atraer la atención de la gente, dijera frases chistosas mientras anunciaba la Palabra de Dios? O peor aún, ¿cuando dijo a los Doce: “Tomad y comed: este es mi Cuerpo; tomad y bebed, esta es mi Sangre.”?
Jesús, el Mesías, no tenía necesidad de recurrir a esos trucos para difundir la Palabra y por lo tanto Sus Ministros tampoco deben tener necesidad de lo mismo. A Jesús le bastaban la mirada, la palabra, el comportamiento cotidiano concreto, la oración para hacer entender a todos que únicamente Él “tenía palabras de vida eterna”, como le bastaban a un gran Santo, el Padre Pío de Pietrelcina, que no fue ciertamente un “sacerdote de la calle”, como se acostumbra a decir ahora y como se considera que necesariamente deban serlo los sacerdotes, ni tampoco fue a las “periferias”, porque solo se definió a sí mismo como “un fraile que reza”, pero vivía en coloquio con Dios y por eso fue un verdadero «alter Christus” y no únicamente en la celebración de la Santa Misa y en el reconducir los pecadores a Dios sino en todos los momentos de su vida cotidiana.
La «creatividad» es el síntoma más revelador de la ignorancia teológica, litúrgica y pastoral que existe en el clero en todo el mundo y este analfabetismo hace que todos, sacerdotes y laicos, olviden el sentido de lo que ocurre en el altar durante la Santa Misa. De esta manera se empobrece el Sacramento de su sentido más profundo, que es renovar el Sacrificio de la Cruz, para convertirlo tan solo en un acontecimiento humano, un recuerdo, una conmemoración, como ocurre durante la celebración de la Cena protestante, y es el signo del alineamiento con el Protestantismo que la Iglesia Católica parece querer implementar con el beneplácito, más o menos evidente, del Pontífice reinante y de los Obispos nombrados por él. Y mi dolor es grande cuando me doy cuenta que incluso las palabras triviales han sido «legitimadas» en un hogar católico. Yo mismo escuché al sacerdote, el pasado 24 de junio, día de la fiesta de San Juan Bautista, durante la homilía dominical, llamar a Herodías, la mujer adúltera de Herodes, con el epíteto más popular para ese tipo de comportamiento, haciéndome saltar junto con todos los «niños» católicos presentes en la Misa.
Antes del estallido de la pandemia, en mi parroquia, en la Santa Misa de las 11 de la mañana y al finalizar la distribución de la Eucaristía, el párroco llamaba a los niños, que aún no habían recibido la Primera Comunión, para bendecirlos y acariciarlos. Los queridos pequeñitos, que interpretaban el gesto como un juego, corrían hasta delante del altar bajo la mirada complacida de sus orgullosos padres. El gesto era muy lindo, pero ¿no se podría haber hecho antes o después del rito para no alterar la liturgia? No, me respondió el párroco: antes no, porque muchos llegan tarde a la Misa (se sabe que los que tienen niños pequeños tienen mucho que hacer …); no después, porque en cuanto el diácono ha dicho las palabras finales, todos se apresuran a salir porque es casi la hora del almuerzo. Entonces es mejor interrumpir la liturgia que ahora está interrumpida por causa del coronavirus. ¿Quién sabe qué habría dicho o hecho el Padre Pío?
Podría seguir y seguir mencionando a los sacerdotes que no usan más el hábito talar, sino que están vestidos en la iglesia con jeans y un sweater [7], como si se avergonzaran de su status, podría llorar ante la negativa del Papa Francisco de responder a la “Dubia” y a la “Correctio Filialis” que le dirigiera el pueblo de Dios conmocionado y alterado por este estado de cosas, ¿pero para qué serviría? Solo cabe invocar al Espíritu Santo para que ilumine esta Iglesia cegada por los halagos del modernismo y suplicarle que nos haga reconocer y cambiar las cosas que pueden ser cambiadas, distinguiéndolas de las que deben ser aceptadas porque no son modificables, según la famosa oración de Santo Tomás Moro, el gran Santo particularmente actual en nuestra época, porque fue el Mártir de la indisolubilidad del Santo Matrimonio.
Notas
[1] Pero sobre este tema no me pronuncio porque creo que no tengo las calificaciones ni la competencia para hacerlo. Me limito a tomar nota de lo que han escrito Mons. Brunero Gherardini y el Prof. Roberto de Mattei sobre el último Concilio Ecuménico de la Iglesia.
[2] Ver LA IGLESIA ENTRE LA TORMENTA, Vol. I y II, Sugarco Edizioni.
[3] Ver CORRIERE DELLA SERA, 9.9.2018.
[4] Ver CORRIERE DELLA SERA, 13.9.2018.
[5] IL TIMONE, septiembre de 2018.
[6] La primera vez que escuché algo así, dejándome asombrado, fue hace muchos años en Nueva York mientras asistía a la Santa Misa dominical en la Catedral de San Patricio. El celebrante, Obispo auxiliar de la Archidiócesis, «enriqueció» la liturgia con varias frases ingeniosas que hicieron reír a carcajadas a los fieles presentes, casi todos latinoamericanos. Lo mismo sucedió el domingo siguiente en Washington en el gran Santuario de la Inmaculada Concepción, el más grande de Estados Unidos dedicado a la Virgen. América siempre nos precede, pero quizás más en el Mal que en el Bien.
[7] Una vez le pregunté ingenuamente a un sacerdote: «Padre, ¿por qué no usa la sotana o al menos el clergyman?» Él respondió: «¡Es asunto mío!» Encontré el valor, un «niño» católico, para responderle: «No, también es asunto mío, porque si siento que estoy a punto de morir y estoy buscando un confesor, ¡me gustaría poder reconocerlo inmediatamente!» No recuerdo lo que me respondió, pero yo estaba lleno de sentimientos de culpa tal vez por haberle faltado al respeto. Quizás este pequeño episodio alargue mi estancia en el Purgatorio. Sin embargo, Mons. Francesco Cavina, Obispo emérito de Carpi, se expresó muy claramente sobre este tema. Ver IL TIMONE, noviembre de 2020, p. 57.
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