Walter Benjamin se suicidó en 1940. Este filósofo judeoalemán es presentado como un profeta del pensamiento postmoderno. En una de sus obras indaga el motivo por el cual los revoltosos parisinos de 1830, aun sin haberse puesto de acuerdo previamente, disparaban contra los relojes públicos. En la Comuna de París de 1871 sucedió lo mismo. Según Benjamin, entender lo que significaban aquellos relojes para los revoltosos parisinos equivalía a comprender la esencia de la revuelta.
En su tesis XV sobre el concepto de la historia, escribe: «La conciencia de hacer saltar el continuum de la historia es propia de las clases revolucionarias en el momento de la acción. La gran revolución introdujo un nuevo calendario. El día que abre el calendario cumple la función de acelerador de la historia. En el fondo, es siempre el mismo día, que regresa en forma de días festivos, que son días de la memoria. Por ese motivo, los almanaques no cuentan los días como si fueran horas. Son monumentos de una conciencia histórica de la que, de cien años para acá, parecen haberse perdido las trazas. En la Revolución de Julio ya se verificó un incidente en el que se afirmaba abiertamente esa conciencia. En la tarde del primer día de batalla, en diversos puntos de París se disparó de forma independiente y simultánea a los relojes de las torres. Un testigo ocular, que tal vez deba su divinazione alla rima , escribió entonces: “Qui le croirait! on dit, qu’irrités contre l’heure / De nouveaux Josués au pied de chaque tour / Tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour”. “¿Quién lo iba a creer que estarían tan indignados con el tiempo? Nuevos josués al pie de cada torre, abrían fuego contra las esferas de los relojes para detener el día”». (Tesi di filosofia della storia n. 15, en Angelus Novus. Saggi e frammenti, Einaudi, Turín 1962 (Frankfurt del Meno, 1955, p. 80).
Aquellos relojes eran para Benjamin símbolo de poder y opresión. Los capitalistas eran los amos del tiempo, el cual obsequiaban a las clases oprimidas bajo la forma de progreso social.
En realidad, sólo hay un dueño del tiempo: Dios, Creador y Señor del universo. Él era el verdadero objetivo de los revolucionarios. No disparaban contra el tiempo sino contra la eternidad.
De hecho, la impronta de Dios en el universo no sólo está presente en cada minúscula mota de polvo creada que subsiste establemente en el ser, sino en todo momento creado que fluye en el devenir. Toda realidad finita, incluido el tiempo, recibe su ser del acto creador y conservador de Dios. No hay momento en el tiempo –como tampoco hay un punto en el espacio– que esté desprovisto de la plenitud de la acción divina que empapa el universo.
Corresponde al hombre reconocer o rechazar esa presencia divina en el momento presente. «El momento presente– señala el P. De Caussade– está siempre repleto de infinitos tesoros, contiene más de lo que se puede recibir» (Abbandono alla Divina Provvidenza, tr. it. Paoline, Cinisello Balsamo 1979, p. 132). El deber de todo instante, bajo apariencias modestas –añade el P. Garrigou-Lagrange– contiene la expresión de la voluntad de Dios su nosotros y nuestra vida espiritual (La Providence et la confiance en Dieu, Les Editions Militia, Montréal 1953, p. 255).
Explica el P. Garrigou-Lagrange que no hay que ceñirse a contemplar el momento presente en la línea horizontal del tiempo, entre un pasado que ya no es y un futuro que no ha llegado: «Ante todo, vivimos en la línea vertical que lo conecta al instante único de la eternidad inmóvil. Pase lo que pase, digamos: «En este momento, Dios es y quiere atraerme a Él»» (p.269). De ahí la infinita riqueza del momento presente. Ahora bien, en la innumerable sucesión de momentos presentes que miden nuestra vida hay uno que es crucial y definitivo: el momento de la muerte, el instante en que acaba el tiempo y se inicia la eternidad.
Toda nuestra vida no es otra cosa que la preparación para ese tremendo momento, que no es sólo el del fin de la vida, sino el del juicio divino. La santificación del momento presente tiene por objeto hacernos santos ante Dios en el único instante de nuestra vida que verdaderamente cuenta.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)